Hb 12, 18-19. 22-24a (2ª Lectura Domingo XXII de Tiempo Ordinario)

Nos encontramos en la quinta parte de la Carta a los Hebreos (cf. 12,14-13,19). Después de pedir perseverancia y constancia en las pruebas (cf. Heb 12,1-13), el autor va a solicitar una conducta consecuente con la fe cristiana: los creyentes son exhortados a mantener y cultivar relaciones armoniosas, adecuadas, justas, con los hombres y con Dios.

En este texto, en concreto, el autor invita a los destinatarios de la carta a ser fieles a la vocación cristiana. Para ello, establece un paralelo entre la antigua religión(que los destinatarios de la carta conocían bien) y la nueva propuesta de salvación que Cristo vino a presentar.

Los creyentes son, así, invitados a redescubrir la novedad del cristianismo, esa novedad que, un día, los atrajo y motivó, y a adherirse a ella con entusiasmo.

Recordemos, para que las cosas tengan sentido, que el escrito está destinado a una comunidad instalada, perseguida, que necesita descubrir los fundamentos reales de su fe y de su compromiso, a fin de afrontar, con coraje y con éxito, los tiempos difíciles de persecución y de martirio que se aproximaban.

El autor establece un profundo contraste entre la experiencia de comunión con Dios que Israel hace en el Sinaí y la experiencia cristiana.

La experiencia del Sinaí es descrita como una experiencia religiosa que generó miedo, opresión, y no una relación personal, de proximidad, amor, comunión, intimidad, confianza, ni con Dios, ni con los otros miembros de la comunidad del Pueblo de Dios. El cuadro de la revelación del Sinaí es un cuadro terrorífico, que no hace mucho por aproximar a los hombres a Dios, ni un verdadero encuentro fundado en el amor y en la confianza. Por eso, no hay que lamentar la desaparición de un sistema así.

En la experiencia cristiana, en contrapartida, no hay nada que atemorice, terrible u opresivo. Por el bautismo, los cristianos se acercan al mismo Dios, en una experiencia de proximidad, de comunión, de intimidad, de amor verdadero. La experiencia cristiana es, por tanto, una experiencia festiva, de verdadera alegría.

Por esa experiencia, los cristianos se asocian a Dios, al santo, al juez del universo, pero también al Dios de la bondad y del amor. Fueron incorporados en Cristo, el mediador de la nueva alianza, hermanados con él, convertidos en herederos de la vida eterna. Se asociaron a los ángeles, en una existencia festiva, de alabanza, de acción de gracias, de adoración, de contemplación. Se asociaron a los otros justos con los que tocaron la vida plena, en una comunión fraterna de vida y de amor.

La cuestión que queda en el aire, aunque no se formule explícitamente, es: ¿no vale la pena apostar incondicionalmente por esta experiencia y vivirla con entusiasmo?

La reflexión y actualización se puede realizar a partir de los siguientes puntos:

El interés fundamental de este texto y del ambiente que lo encuadra es proponernos un redescubrimiento de nuestra fe y del sentido de nuestras opciones, a fin de que superemos la instalación, la comodidad, la pereza que nos llevan, tantas veces, a un caminar cristiano adormilado, sin exigencias, sin compromisos, que fácilmente cede y recula cuando aparecen las dificultades y los desafíos.

Jesús nos invita a superar la perspectiva de un Dios terrible, opresor, vengativo, a quien el hombre se aproxima con miedo; en su lugar, nos presenta a un Dios que es Padre, que nos ama, que nos convoca a la comunión con él y con los hermanos y que insiste en asociarnos como “hijos” a su familia.

¿Soy consciente de que éste es el verdadero rostro de Dios y que el Dios terrible, a quien el hombre no se puede aproximar, es una invención de los hombres?