San Lucas sitúa a Jesús en la comarca de Galilea, enseñando en las sinagogas y recibiendo alabanzas de todos; por tanto, disfrutando del éxito y extendiendo su fama por toda la región. Nazaret, el lugar en el que se había criado, también gozó de su presencia y actividad profética. Pero allí no tuvo tanto éxito. Allí notó el desprecio que dispensan a los profetas en su propia patria. El evangelista nos habla de que, estando en Nazaret, Jesús entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura.
Se trata de la lectura sinagogal que correspondía a ese día. Por eso se le entrega el libro (=rollo) del profeta Isaías, y él, desenrollándolo, lee en voz alta el pasaje indicado: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor».
Tras la lectura del texto bíblico, venía el comentario del rabino. La Palabra de Dios no podía quedar sin comentario. Se trataba de una enseñanza que tenía que ser esclarecida y aplicada a la vida de los oyentes. Por eso la gente se sienta y se dispone a escuchar manteniendo los ojos fijos en él. La expectativa ante la palabra de cualquier rabino aquí doblaba su intensidad y emoción. Jesús se había criado entre ellos, era «el hijo de José, el carpintero», conocían a sus parientes; estaban realmente expectantes. Y Jesús no defrauda esas expectativas, aunque más tarde se vea obligado a decir: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre su gente.
Al parecer, comenzó su discurso con esta frase, tan rotunda como contundente: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Yo soy ese Ungido del que habla Isaías, enviado para dar la buena noticia a los pobres y para anunciar a los cautivos la libertad. Yo soy el designado por Dios para anunciar el año de gracia del Señor. Hoy, por tanto, se cumplen los tiempos mesiánicos: en este momento histórico ha empezado a resonar la buena noticia de Dios para los pobres de este mundo. Yo soy el portador de esa noticia. Yo soy el que viene de parte de Dios no sólo para anunciar, sino también para dar la libertad o la gracia presentes en ese anuncio. Hoy, con mi actividad, se cumple esta Escritura. No hay que esperar, por tanto, a otro tiempo ni a otra persona. Hoy es el momento del cumplimiento.
A pesar de ser tan novedoso e impactante el discurso, no parece que provocara ningún rechazo; al contrario, todos le expresaron su aprobación y se admiraron de las palabras de gracia que salían de sus labios. Sólo más tarde, cuando no cumple con sus expectativas y exigencias (de milagros), empieza a encontrar oposición y rechazo por parte de sus paisanos. Pero en este momento Jesús es acogido como un verdadero Mesías o Libertador. Son los momentos idílicos de la relación de Jesús con su pueblo.
También nosotros podemos pasar por diferentes fases en nuestra relación con Jesús: fase de acogida entusiasta; fase de acostumbramiento; fase de desencanto (porque no cumple nuestras expectativas); fase de indiferencia; fase de desprecio; fase de incredulidad; y en algunos casos, hasta fase de rechazo visceral o de odio.
Pero él seguirá siendo aquel en el que se cumple la Escritura de Isaías, porque con él ha llegado la buena noticia para los pobres; y pobres de este mundo no son sólo los que carecen de recursos económicos; son también los que carecen de recursos culturales (analfabetos), sanitarios, o teniéndolos, carecen de salud (enfermos), o de vigor (ancianos), o de afecto y compañía (solitarios), o de consideración social (marginados, mendigos, vagabundos), o de estabilidad laboral o humana, o de autoestima (maltratados), o de dignidad (porque nadie se la reconoce), o de esperanza, más allá de lo que cabe esperar de esta vida (desesperanzados, desesperados, suicidas), porque otros se la han arrebatado junto con la fe, o de amor de Dios (porque no lo conocen para poder experimentarlo).
Quizá sea ésta la mayor pobreza para el ser humano, aunque puede que no se experimente como tal: la carencia de Dios, el no poder recurrir a Él porque se desconoce su existencia. Para estos principalmente el Evangelio es buena noticia, porque el evangelio proclama que tenemos Dios y que ese Dios es Padre y nos ama. Para eso ha venido el Hijo a nosotros, para testificarlo. Es verdad que la noticia no tendrá ninguna eficacia si no es acogida o en aquellos por quienes no es acogida. Para estos será una simple información, despreciable por falta de credibilidad. En cualquier caso, será una noticia despreciada o desoída; pero ahí estará como un permanente desafío o una oferta permanente de bondad, de libertad, de gracia que brota de lo más alto o de lo más profundo de nuestro ser.
El relato evangélico no se detiene en las expresiones de aprobación que cosecharon las palabras de Jesús de sus paisanos de Nazaret. Muy pronto pasan de la admiración a la desconfianza –¿no es éste el hijo de José?, decían- y al rechazo, pues no son capaces de abrirse a la novedad representada por la presencia profética del «hijo del Carpintero». En semejante situación no es extraño que Jesús sentencie: Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra.
Si este rechazo experimentado por el profeta en su propia tierra es una realidad constatable en la historia, no debe extrañar que se repita una vez más en el caso de Jesús. También él ha pasado por esta experiencia; y ello le confirma en sus pretensiones proféticas. Y para reforzar esta afirmación recurre a algunos ejemplos que le ofrecía su propia historia, la historia de Israel. En tiempos de Elías –como en otros tiempos- había en Israel muchas viudas. Se trata de ese período de tres años y medio de duración en el que el cielo estuvo cerrado y hubo, a consecuencia de ello, una gran hambre en todo el país. Pues bien, a ninguna de esas viudas fue enviado Elías, sino a una viuda extranjera, una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón.
También había en Israel muchos leprosos en tiempos de Eliseo, discípulo y sucesor de Elías, pero el profeta no fue enviado para curar a ninguno de estos leprosos, sino a un extranjero, Naamán, el sirio. Se trata de casos narrados en los libros proféticos. ¿Por qué estas intervenciones proféticas llevadas a cabo en tierra extranjera? Primero, porque los no judíos también se encuentran entre los beneficiarios de los dones divinos; y en segundo lugar, porque el profeta se ha visto obligado a emigrar en razón de la persecución desatada contra él en su propia casa. Pero también fuera de su tierra han continuado ejerciendo su labor profética. Son casos históricos que vienen a refrendar la apreciación que saca Jesús de su experiencia particular: que ningún profeta es bien mirado en su tierra.
Pero aquel veredicto, que presentaba a los nazarenos como refractarios a los profetas patrios, les puso tan furiosos que, levantándose, empujaron a Jesús fuera del pueblo, hasta un barranco del monte, con la intención de despeñarlo. Pero Jesús sorteó la situación, se abrió paso entre ellos y se marchó. Así concluyó aquel incidente local que amenazaba con truncar su carrera profética casi en los comienzos. Estaba claro que aún no había llegado su hora; que tenía que cumplir la misión para la que había sido enviado. Esa hora no se retrasó en exceso; porque sólo tuvieron que transcurrir uno o dos años (aproximadamente) para que se hiciera presente. Pero no eran sus paisanos los que habrían de decidir el momento de la consumación, sino su Padre –por encima de todos- en connivencia con los hombres.
Una actitud tan reacia a la misión de Jesús en sus paisanos nos muestra las dificultades que han tenido todos los profetas para hacer valer su condición y oficio en medio del mundo. Los portadores de Dios siempre han encontrado mucha resistencia a ser reconocidos como tales, y mucho más por quienes les han conocido en sus oficios previos, como pastores, agricultores o pescadores. No se concibe la idea de que uno haya sido elegido por Dios para desempeñar esta tarea en un determinado momento de su vida, sin que los antecedentes tengan demasiada importancia.
Jesús era conocido por sus paisanos como «el hijo del Carpintero». No parece que hubiese destacado por otra cosa durante esos años de su adolescencia y juventud, y sin embargo era el Hijo de Dios oculto tras la indumentaria de una existencia humana poco notoria. Por eso a quienes le habían conocido en esta existencia ordinaria, y hasta vulgar, les costaba tanto reconocerle ahora como el Mesías profetizado por Isaías. Pero tales son las sorpresas de Dios que se dejan notar en determinados momentos de la historia.
Aquí no hay criterios absolutos que nos permitan evaluar la veracidad del profeta; pero hay al menos «signos de credibilidad» que hacen posible y razonable el acto de fe en alguien que se presenta a nosotros como enviado de Dios para darnos a conocer sus planes. La tradición en la que hemos nacido y crecido refuerzan sin duda esas convicciones de fe. Y si la tradición condiciona nuestra libertad de elección, también nos ofrece posibilidades de realización y de crecimiento, como sucede con el idioma materno. Que el Señor guíe nuestros pasos por este mundo enigmático y azaroso para que no nos desviemos del camino de la verdad y de la vida.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística