Vísperas – Lunes XXIII de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

LUNES XXIII TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

<

p style=»text-align:justify;»>Muchas veces, Señor, a la hora décima
—sobremesa en sosiego—,

recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.

Ansiosos caminaron tras de ti…

«¿Qué buscáis…?» Les miraste. Hubo silencio.

<

p style=»text-align:justify;»>El cielo de las cuatro de la tarde

halló en las aguas del Jordán su espejo,

y el río se hizo más azul de pronto,

¡el río se hizo cielo!

«Rabí —hablaron los dos», ¿en dónde moras?»
«Venid, y lo veréis.» Fueron, y vieron…

<

p style=»text-align:justify;»>«Señor, ¿en dónde vives?»

«Ven, y verás.» Y yo te sigo y siento
que estás… ¡en todas partes!,

¡y que es tan fácil ser tu compañero!

<

p style=»text-align:justify;»>Al sol de la hora décima, lo mismo

que a Juan y a Andrés —es Juan quien da fe de ello—,
lo mismo, cada vez que yo te busque,

Señor, ¡sal a mi encuentro!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Amén.

SALMO 122: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO

Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

SALMO 123: NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
-que lo diga Israel-,
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los hombres,
nos habrían tragado vivos:
tanto ardía su ira contra nosotros.

Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
nos habrían llegado hasta el cuello
las aguas espumantes.

Bendito el Señor, que no nos entregó
en presa a sus dientes;
hemos salvado la vida, como un pájaro
de la trampa del cazador:
la trampa se rompió, y escapamos.

Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA: St 4, 11-12

Dejad de denigraros unos a otros, hermanos. Quien denigra a su hermano o juzga a su hermano denigra a la ley y juzga a la ley; y, si juzgas a la ley, ya no la estás cumpliendo, eres su juez. Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?

RESPONSORIO BREVE

R/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

R/ Yo dijo: Señor, ten misericordia.
V/ Porque he pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Ya que Cristo quiere que todos los hombres se salven, pidamos confiadamente por toda la humanidad, diciendo:

Atrae a todos hacia ti, Señor.

<

p style=»text-align:justify;»>Te bendecimos, Señor, a ti que, por tu sangre preciosa, nos has redimido de la esclavitud;

—haz que participemos en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

<

p style=»text-align:justify;»>Ayuda con tu gracia a nuestro obispo (…) y a todos los obispos de la Iglesia,

—para que, con gozo y fervor, administren tus misterios.

<

p style=»text-align:justify;»>Que todos los que consagran su vida a la investigación de la verdad la hallen

—y, hallándola, se esfuercen en buscarla con mayor plenitud.

<

p style=»text-align:justify;»>Atiende, Señor, a los huérfanos, a las viudas, a los que viven abandonados,

—para que te sientan cercano y se entreguen más a ti.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

<

p style=»text-align:justify;»>Acoge a nuestros hermanos difuntos en la ciudad santa de la Jerusalén celestial,

—donde tú, con el Padre y el Espíritu Santo, lo serás todo para todos.

Adoctrinados por el mismo Señor, nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Señor Dios, rey de cielos y tierra, dirige y santifica en este día nuestros cuerpos y nuestros corazones, nuestros sentidos, palabras y acciones, según tu ley y tus mandatos; para que, con tu auxilio, alcancemos la salvación ahora y por siempre. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – 9 de septiembre

1) Oración inicial 

 Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor. 

2) Lectura 

Del santo Evangelio según Lucas 6,6-11
Otro sábado entró Jesús en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha seca. Estaban al acecho los escribas y fariseos por si curaba en sábado, para encontrar de qué acusarle. Pero él, conociendo sus pensamientos, dijo al hombre que tenía la mano seca: «Levántate y ponte ahí en medio.» Él se levantó y se puso allí. Entonces Jesús les dijo: «Yo os pregunto si en sábado es lícito hacer el bien en vez de hacer el mal, salvar una vida en vez de destruirla.» Y, mirando a todos ellos, le dijo: «Extiende tu mano.» Él lo hizo, y quedó restablecida su mano. Ellos se ofuscaron y deliberaban entre sí qué harían a Jesús. 

3) Reflexión

• Contexto. Nuestro pasaje presenta a Jesús curando a un hombre que tenía una mano seca. A diferencia del contexto de los cap. 3-4 en los que Jesús aparece solo, aquí Jesús aparece rodeado de sus discípulos y de las mujeres que lo acompañaban. En los primeros tramos de este camino encontrará el lector diversos modos de escuchar la palabra de Jesús por parte de los que lo siguen que en definitiva podrían sintetizarse en dos experiencias que reclaman a su vez dos tipos de aproximación a Jesús: el de Pedro (5,1-11) y el del centurión (7,1-10). El primero encuentra a Jesús que, después de la pesca milagrosa, lo invita a ser pescador de hombres, y cae después de rodillas ante Jesús: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (5,8). El segundo no tiene ninguna comunicación directa con Jesús: ha oído hablar muy bien sobre Jesús y le envía intermediarios para pedirle la curación de su criado que está muriendo; pide algo no para sí, sino para una persona muy querida. La figura de Pedro representa la actitud del que, sintiéndose pecador, pone su obrar bajo el influjo de la Palabra de Jesús. El centurión, mostrando su solicitud por el criado, aprende a escuchar a Dios. Pues bien, la curación del hombre que tiene una mano seca se coloca entre estas vías o actitudes que caracterizan la itinerancia de la vida de Jesús. El hecho milagroso se produce en un contexto de debate o controversia: las espigas arrancadas en sábado y una curación también en sábado, precisamente la mano seca. Entre las dos discusiones, la palabra de Jesús juega un papel crucial: “El Hijo del hombre es señor del sábado” (6,5). Yendo a nuestro pasaje, preguntémonos qué significa esta mano seca? Es símbolo de la salvación del hombre que es conducido a su situación original, la de la creación. Además, la mano derecha expresa el obrar humano. Jesús devuelve a este día de la semana, el sábado, su más profundo sentido: es el día de la alegría, de la restauración, y no de la limitación. El sábado que Jesús presenta es el sábado mesiánico, no el sábado legalista; las curaciones realizadas por él son signos del tiempo mesiánico, de la restauración y liberación del hombre.
• Dinámica del milagro. Lucas pone ante Jesús a un hombre con una mano sin fuerza, seca, paralizada. Nadie se interesa por pedir su curación y menos aún el directamente interesado. Pero la enfermedad no era sólo un problema individual, sino que sus efectos repercuten en toda la comunidad. En nuestro relato no emerge tanto el problema de la enfermedad sino más bien su relación con el sábado. Jesús es criticado porque ha curado en sábado. La diferencia con los fariseos consiste en que éstos, en el día de sábado, no actúan en base al mandamiento del amor que es la esencia de la ley. Jesús, después de ordenar al hombre ponerse en el centro de la asamblea, hace una pregunta decisiva: “¿es lícito o no curar en sábado?”. Los espacios para la respuesta son reducidos: curar o no curar, o sea, curar o destruir (v.9). Imaginémonos la dificultad de los fariseos: había que excluir que en sábado se pudiese hacer el mal o conducir al hombre a la perdición y menos aún curar ya que ayudar en sábado estaba permitido sólo en casos de extrema necesidad. Los fariseos se sienten provocados, lo cual excita su agresividad. Aparece como evidente que la intención de Jesús al curar en sábado es procurar el bien del hombre, en primer lugar el que está enfermo. Esta motivación de amor nos invita a reflexionar sobre nuestro comportamiento y a fundamentarlo en el de Jesús, que salva. Jesús no presta atención sólo a la curación del enfermo, sino que está también interesado por la de sus adversarios: corarlos de su torcida actitud al observar la ley; observar el sábado sin reanimar al prójimo de sus enfermedades no está en conformidad con lo que Dios quiere. Para el evangelista, la función del sábado es hacer el bien, salvar como Jesús hace en su vida terrena. 

4) Para la reflexión personal

• ¿Te sientes urgido las palabras de Jesús? ¿Cómo te comprometes en tu servicio a la vida? ¿Sabes crear condiciones para que el otro viva mejor?
• ¿Sabes poner en el centro de tu atención a todos los hombres y a sus necesidades? 

5) Oración final

Se alegrarán los que se acogen a ti,
gritarán alborozados por siempre;
tú los protegerás, en ti disfrutarán
los que aman tu nombre. (Sal 5,12)

Recursos – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

1.- La liturgia meditada a lo largo de la semana.

A lo largo de los días de la semana procurad meditar la Palabra de Dios de este domingo. Meditadla personalmente, una lectura cada día, por ejemplo. Elegid un día de la semana para la meditación comunitaria de la Palabra: en un grupo parroquial, en un grupo de padres, en un grupo eclesial, en una comunidad religiosa.

2.- Desarrollo del rito penitencial.

El Evangelio de este domingo incide particularmente en la penitencia y en la conversión.
Esto podría ser subrayado en el rito penitencial, para a continuación cantar el “Gloria” para expresar la alegría de la conversión.

3.- Oración en la lectio divina.

En la meditación de la Palabra de Dios (lectio divina), se puede prolongar el momento de la acogida de las lecturas con una oración.

Al terminar la primera lectura: Dios de Israel, Dios de las promesas renovadas y de la Alianza fiel, a ti que guiaste a Moisés para que condujese a tu pueblo al salir de Egipto, te bendecimos por la paciencia y por el perdón que nos muestras siempre. Invocamos tu perdón por nuestras infidelidades para contigo, por olvidarnos de tus enseñanzas y por nuestras huidas del camino de la vida.

Después de la segunda lectura: Padre nuestro, honra y gloria a ti, Rey de los siglos, Dios único, invisible e inmortal, por los siglos de los siglos. Nosotros, pecadores, afirmamos nuestro agradecimiento por tu perdón, que nos ayuda a levantarnos todos los días. Te pedimos por nuestros hermanos abatidos por sus pecados y que dudan del perdón que Tú concedes a todos los que acuden a ti.

Al finalizar el Evangelio: Padre nuestro, a ti que acoges a los pecadores y que nos invitas a la mesa de tu Hijo, te bendecimos. Te alegraste por la oveja y por la moneda encontradas y por el regreso del hijo perdido. Te pedimos que, por tu Espíritu, inspires nuestras intenciones; danos el deseo de volver a ti; comparte con nosotros tu alegría por el regreso de tus hijos que se habían alejado.

4.- Plegaria Eucarística.

Se puede utilizar la Plegaria Eucarística I para la Reconciliación. Las oraciones que preceden a la consagración se refieren a los temas del Evangelio.

5.- Palabra para el camino.

Compartir la alegría de nuestro Padre.
En el Evangelio de hoy, Lucas nos ofrece tres parábolas para hablarnos de la Misericordia de nuestro Padre Dios: la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo pródigo.

Nuestro mayor deseo es el ser beneficiarios de este perdón lleno de amor de nuestro Padre. Pero ¿no nos sucede, como al hijo mayor, que consideramos que algunos de nuestros hermanos no tienen perdón y, algunas veces, nos enfadamos si reciben sanciones que nos parecen demasiado clementes?

¿Vamos a negarnos a participar en la alegría de nuestro Padre, que se complace en conceder su gracia?

Comentario del 9 de septiembre

El texto evangélico nos traslada de nuevo al ámbito de las controversias de Jesús con los fariseos a propósito de la observancia del Sábado. Jesús se encuentra, como era su costumbre, en la sinagoga. Allí se encuentra también un hombre con parálisis en un brazo. ¿Qué hacía en ese lugar aquel impedido? No parece que su presencia en la sinagoga fuese casual; da la impresión más bien de que hubiese sido llevado allí por los mismos fariseos que quieren servirse de él como cebo en su intento de acusar a Jesús.

Es lo que insinúa el evangelista cuando dice de ellos que estaban al acecho para ver si curaba en sábado y acusarlo. Hacen, por tanto, de aquel paralítico un medio al servicio de sus malévolas intenciones, que no son otras que encontrar un motivo de acusación contra «el maestro trasgresor». Y Jesús acepta el desafío que le proponen, lanzándoles un pulso en toda regla. Dirigiéndose al paralítico le dice, como retando a sus adversarios: Levántate y ponte ahí en medio. El movimiento de Jesús es manifiesto. Acaba de aceptar el reto de quienes se han constituido en sus acusadores y buscan ocasión propicia para condenarlo.

Tras hacer del paralítico el centro de todas las miradas, Jesús les dirige una pregunta que no deja escapatoria: ¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o el, mal, salvar a uno o dejarlo morir? ¿Qué podían responder a esto? ¿Que en sábado no estaba permitido hacer el bien o salvar la vida de alguien? La contradicción entre la observancia sabática y la buena acción resultaba demasiado flagrante. ¿Cómo prohibir la práctica del bien en sábado? ¿Acaso el Sábado no era una ley de cuño divino? ¿Cómo podía Dios prohibir la buena actuación en el día consagrado a él?

Los fariseos tenían claro lo que no estaba permitido en sábado; no estaba permitido trabajar, ni encender fuego, ni caminar más de un determinado número de pasos, ni hacer negocios, ni traficar con dinero, ni viajar, etc. Tenían claro, por tanto, aquellas cosas de las que tenían que abstenerse (capítulo de prohibiciones) en sábado; lo que no tenían tan claro en sus planteamientos es lo que estaba permitido, más aún, lo que había que hacer en sábado. ¿Acaso la ley del descanso sabático podía convertirse en una barrera que limitase la práctica del bien? ¿Es que la buena acción puede estar condicionada por algún límite temporal o legal? ¿No es la ley la que tiene que amparar el bien? No sólo está permitido hacer el bien en sábado; está incluso recomendado. Hacer el bien debe ser una obligación moral para todo hombre en cualquier circunstancia de espacio y tiempo.

Pero Jesús lleva el caso hasta su extremo, pues no parece que aquel paralítico del brazo se encontrase en peligro de muerte o exigiese una cura de urgencia o una rápida intervención. En este contexto adquiere aún más relieve la actitud desafiante del maestro taumaturgo, como si Jesús quisiera cuartear su mentalidad haciéndoles ver no sólo que la ley del Sábado admite excepciones –algo que ya sabían y practicaban ellos-, sino que el código del buen obrar puede muchas veces obligar a transgredir una ley tan sagrada como ésta: ¿Qué está permitido en sábado: salvar la vida a uno o dejarlo morir?

La pregunta no dejaba alternativa. En ninguna circunstancia se debe preferir dejar morir a una persona que salvarla, si ello es posible. La vida humana es un valor supremo que debe ser custodiado por toda ley. Aquí encuentra su lugar idóneo el dicho de Jesús: el Sábado (la ley) se hizo para el hombre y no el hombre para el Sábado. En este caso lo que parecía en juego no era la vida del paralítico, sino únicamente su salud; pero Jesús parece recrearse en extremar las cosas.

Aquellos aprendices de jueces no encontraron la respuesta adecuada y prefirieron callar. ¿Cómo iban a decir que en sábado no estaba permitido hacer el bien? ¿Es que la ley del descanso sabático no era buena? ¿Es que observar esta ley no era bueno? Se suele decir que «el que calla otorga»; pero el silencio de los fariseos no era un asentimiento, sino sólo una falta de respuesta y, como delata su inmediata reacción, un adentramiento en el castillo de su propia obstinación. No encontraron respuesta, pero tampoco dieron su brazo a torcer. Su obstinación no les permitía reconocer que no sólo se podía hacer el bien en sábado, sino que se debía hacer el bien, siempre que se ofreciera oportunidad de ello; y la curación de un enfermo era una buena oportunidad para la práctica del bien y para honrar el Sábado.

Y llegó el momento de la actuación. Para que la cosa no quede sólo en una simple discusión doctrinal, Jesús, aunque indignado y dolido por la obstinación de sus contrincantes, se pone manos a la obra, y le dice al paralítico: Extiende el brazo. Y el brazo de este impedido quedó restablecido. La culminación del acto acabó desatando la ira contenida de sus acusadores. Ellos se pusieron furiosos y discutían qué había que hacer con Jesús. La versión de san Marcos es aún más explícita: En cuanto salieron de la sinagoga los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él.

Enemigos tan irreconciliables como fariseos y herodianos –los unos enemigos, los otros amigos del régimen imperante- se ponen de acuerdo, porque les une un mismo propósito. Tanto para unos como para otros Jesús resulta un estorbo, alguien que pone en riesgo sus propios intereses. Pero él se había limitado a querer hacerles ver que su interpretación de la ley era insostenible, que una ley como el Sábado no podía de ninguna manera ser un impedimento para la práctica del bien o para la curación de un enfermo, que en último término la ley (toda ley) había sido diseñada para el hombre, y no el hombre para la ley. Quería, por tanto, resquebrajar esa mentalidad monolítica y rocosa que les mantenía aferrados a su concepción legalista, pero esto nunca es fácil. Tampoco lo es para nosotros. Todos disponemos de hábitos mentales que el tiempo ha ido endureciendo o esclerotizando y que resultan difíciles de remodelar.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Christus Vivit – Francisco I

116. Es un amor «que no aplasta, es un amor que no margina, que no se calla, un amor que no humilla ni avasalla. Es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que cura y que levanta. Es el amor del Señor que sabe más de levantadas que de caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva oportunidad que de condenar, de futuro que de pasado»[64].


[64] Discurso en la ceremonia de apertura de la XXXIV Jornada Mundial de la Juventud en Panamá (24 enero 2019): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (25 enero 2019), p. 7.

Homilía – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

ESTAR EN CASA Y SER DE CASA

 

JESÚS, ROSTRO DE DIOS

Aunque Lucas sólo hubiera descrito esta parábola, bastaría para cambiar todo un esquema teológico. Recordemos que Jesús narra estas parábolas respondiendo a las murmuraciones de los escribas y fariseos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Según los escribas y fariseos, los pecadores habrían de convertirse y cambiar de vida para poder ser acogidos; pero Jesús cambia radicalmente su relación con ellos: Sale a su encuentro, los acoge, los ama y come con ellos. Y es precisamente ese amor gratuito y misericordioso el que les convierte. Jesús justifica su amistad con los pecadores en el mismo comportamiento que tiene el Padre del cielo que hace salir el sol sobre buenos y malos… Eso es lo que quiere significarnos con las parábolas de la misericordia.

Esto es lo más sublime y conmovedor que se puede escuchar sobre Dios. ¿Cómo es Dios?, se preguntan los hombres con frecuencia. Como ese padre, un poco infeliz, del pródigo, como el padre-todo-corazón que nos pinta Jesús. ¿Cómo es Dios? Como Jesús de Nazaret, un hombre enteramente bueno, al que se le pegan, le tiran del manto, de las manos y los pies, los que llevan a rastras su cuerpo y su alma. Dios es ese profeta que abraza a esa pecadora pública que le unge los pies en una comida ante el asco de los demás comensales, que abraza a la adúltera a la que quieren ejecutar a pedradas.

Dios es el profeta Jesús de Nazaret que estrecha entre sus brazos y se sienta a la mesa con Mateo y Zaqueo, dos hombres malditos, traidores, vendidos al opresor. ¡Increíble! «Quien me ve a mí, Felipe, está viendo al Padre» (Jn 14,9). No nos imaginamos el caudal de teología consoladora y radicalmente revolucionaria que llevan las parábolas que hemos escuchado…

RICO VIVIENDO EN LA MISERIA

Pero quizás esa acogida llena de ternura y de perdón no es sólo para el conocido, el familiar que vive disolutamente, para el descreído o el alejado de la fe que pasa de la Iglesia, de sacramentos y de toda expresión o celebración religiosa. Ese pródigo o ese hermano mayor del pródigo puedo ser yo, a pesar de mi vida aparentemente irreprochable y cumplidora. Se puede vivir en la miseria, estar hambriento, harapiento y desnudo, estando sociológicamente en la casa paterna (en la Iglesia) «cumpliendo» con las obligaciones.

Jesús abre sus brazos y ofrece su abrazo y la fiesta del perdón a dos clases de personas: a los perdidos que, tal vez, creen que no tienen perdón; son los que están sociológicamente fuera de la casa paterna, de la Iglesia; y a loscumplidores, a los que estamos sociológicamente dentro de ella, pero como en una pensión, viviendo miserablemente en una casa paterna rica. Nuestra situación, a nivel individual, familiar y comunitario, puede encarnar la de las Iglesias de Asia Menor, a las que amonesta severamente el Señor: «Tú dices: ‘Soy rico, tengo reservas y nada me falta’. Aunque no lo creas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,15-18).

El cristiano cumplidor pero mediocre, interesado, desafecto, encarna tristemente la figura de los dos hermanos. Por una parte vive miserablemente en casa rica. Tiene manjares suculentos y vinos de solera, tiene la Palabra, la Eucaristía, el testimonio de los grandes creyentes, la oración, pero no sabe saborear, tiene el gusto estragado y prefiere los potingues y golosinas que no alimentan y dañan la salud: «Todo eso no me dice nada; lo hago por cumplir»… Está igualmente anémico porque está inapetente. Por lo demás, tiene también preferencias por los vestidos estrafalarios y rotosos. Su vida es triste, realiza su tarea refunfuñando y con espíritu mezquino, no por amor. El hijo mayor, además de arrastrar una pobre vida, de ser un triste jornalero en la casa de su padre, es altanero, desprecia al hermano y lo excomulga; no quiere de ninguna manera compartir la mesa con ese «sinvergüenza»… Es lo mismo que profiere el fariseo de la parábola: «No soy como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese publicano…» (Lc 18,11-12). Lucas pone este toque en la parábola haciendo referencia, sin duda, a la situación de prejuicio y desprecio a los pecadores convertidos, como se señala en numerosos pasajes evangélicos. Como impuros, eran rechazados en el culto. Lucas alerta y previene con esta y otras parábolas para que no se repita en las comunidades cristianas la actitud hipócrita del fariseísmo. Existe el riesgo del puritanismo entre los cristianos cumplidores y comprometidos. Con frecuencia se mira con cierta prevención y se marcan distancias a los convertidos de la indiferencia, de una vida licenciosa o disoluta. Cierran filas a veces los grupos integrados por católicos de siempre (no pocas veces, de nunca), se les escucha hablar con reticencia, son duros con los convertidos; hasta parece que su integración comporta un cierto desdoro social. «Los católicos de raza son ellos».

HUÉSPED EN LA PROPIA CASA

El testimonio del regreso del hijo pródigo de nuestros días está recorriendo el mundo, provocando el regreso a casa de otros muchos pródigos. El hijo pródigo es nada menos que un sacerdote ejemplar, un teólogo de varias universidades norteamericanas. Se llama Henri Nouwen. Todo empezó por el hechizo que ejerció sobre él el cuadro de Rembrandt titulado «El regreso del hijo pródigo». De la contemplación artística pasó a la contemplación espiritual hasta penetrar en el mensaje tan emotivamente encarnado en los colores temblorosos del pintor. Henri Nouwen descubre en su morosa meditación que nunca ha entrado de verdad en el hogar; que, a pesar de su condición de sacerdote y de teólogo, no ha sido más que un miserable ganapanes en la casa de su padre, que no ha gustado del calor del fogón ni del abrazo entrañable del padre, de la madre y los hermanos, ni de la abundante mesa familiar. Reconoce que ha vivido pensando en sí mismo, que se había hecho centro de su propia vida, que no había soñado más que en llenar el estómago con las algarrobas de sus pequeños éxitos y satisfacciones. Se desencadena en su vida una increíble revolución que lo cambia todo: Ya no quiere pensar en sí, sino en los demás; ya no quiere buscar sus éxitos y comodidades, sino servir a Cristo en los humildes.

No. No se trata de un cambio que quede reducido a sueños fantasiosos. No. El eminente teólogo de Harward y otras universidades norteamericanas es ahora un miembro de una de las Comunidades del Arca de Jean Vanier, comunidad constituida por deficientes mentales, a los que sirven y ayudan. Y ahora dice que sí cree que está en el hogar paterno. Ahora sí que ha encontrado la felicidad del hogar que antes buscaba en una vida ambigua entre las pequeñas satisfacciones mundanas y una aburguesada tranquilidad de conciencia de quien se siente un funcionario cumplidor. Confiesa que, con su conversión, ha iniciado una vida nueva.

¿No estaré necesitando yo una conversión similar? ¿Cómo discernir si gozo del hogar paterno o necesito entrar en él? El hermano mayor no vivía la intimidad del hogar porque confundía a su Padre con un amo que «da órdenes». El hijo actúa desde el amor. ¿Procuro «complacer gozosamente a Dios», como tantas veces aconseja Pablo? El hermano mayor se atiene a lo mandado: «No he quebrantado ni una sola orden tuya». El empleado pregunta: ¿Qué es lo que estoy obligado a hacer? El hijo, en cambio, pregunta: ¿Qué quieres que haga? (Hch 22,10). El hijo vive en una actitud de generosidad. El hermano mayor, enojado, pasa factura al padre: «Te he servido con fidelidad todos los días trabajando de sol a sol y no me has dado ni un cabrito para merendármelo con los amigos»… Quiere la propina. Y como no vive el calor del hogar, va a buscar la fiesta fuera con los amigos. ¿Le paso factura a Dios o vivo una religiosidad gratuita? ¿Nos sentimos suficientemente recompensados con luchar por su Reino y ayudar a los hermanos o nuestra religiosidad está contagiada de mercantilismo? ¿Vivimos el calor de la amistad entre los hermanos en la fe, en el hogar, o el templo es para nosotros un restaurante donde cada uno come a solas en medio de muchos?

EL CAMINO DE REGRESO

«Entrando dentro de sí» (Le 15,17), anota Lucas. Había estado, por lo tanto, fuera de sí, exiliado de sí mismo. Con este entrar dentro de sí comenzó la conversión del pródigo y su salvación.

Es preciso agregar algo sobre el perdón de los pecados. En la parábola no se dice que el padre perdonó al hijo; al contrario, la parábola supera ese concepto demasiado enmarcado en un contexto de infantilismo. Pero sí dice el padre: «Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». El perdón no es algo que se otorga o se recibe, sino algo que se construye, porque es la vuelta al amor profundo y duradero. Perdonar y ser perdonado significa volver a amar; el perdón es la síntesis de dos amores: un amor muerto que resucita y un amor fiel que recibe.

En la parábola es el padre el que organiza el banquete y la fiesta para celebrar el retorno. «Hay en el cielo más alegría por un pecador que se convierte -asegura Jesús, que sabe bien lo que pasa en el cielo- que por noventa y nueve justos que perseveran». El padre no puede ser feliz sin nosotros, sin nuestra felicidad; es lo que le ocurre a todo padre y a toda madre, pero más todavía a Dios. En encuentros con Jesús y conversiones, como en el caso de Mateo y Zaqueo, son los propios convertidos los que, explotando de gozo, sienten la necesidad de celebrarlo con un banquete y una fiesta. Los que han dado el paso de la conversión aseguran que no nos imaginamos la dicha íntima que nos aguarda si nos decidimos al cambio…

Atilano Aláiz

Lc 15, 1-32 (Evangelio – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario)

En el “camino hacia Jerusalén” aparece, en un determinado momento, una catequesis sobre la misericordia de Dios. En efecto, todo el capítulo 15 de Lucas se encuentra ocupado con las llamadas “parábolas de la misericordia”

Se trata de un tema muy querido para Lucas. Para este evangelista, Jesús es el Dios que vino al encuentro de los hombres para ofrecerles, con gestos concretos, la salvación. Las parábolas de la misericordia expresan, de forma privilegiada, el amor de Dios que se derrama sobre los pecadores.

La parábola de la oveja perdida, la primera que el Evangelio de hoy nos propone, es común a Lucas y a Mateo (cf. Mt 18,12-14), incluso en Marcos aparecerá pero en un contexto diverso: se trata de materiales que provienen, probablemente, de la “fuente Q” (colección de “dichos” de Jesús, que Mateo y Lucas utilizaron en la composición de sus respectivos evangelios). Las parábolas de la dracma perdida y del hijo pródigo (las otras dos parábolas que completan este capítulo) son exclusivas de Lucas.

El discurso de Jesús presentado en Lc 15 es encuadrado, por el evangelista, en una situación concreta. Al ver que algunos infractores notorios de la moral pública(como los cobradores de impuestos) se aproximaban a Jesús y eran acogidos por él, los fariseos y los escribas (que no admitían ningún contacto con los pecadores y con los descreidos y hasta cambiaban de acera para no cruzarse con ellos) expresaron su sorpresa porque Jesús los acogía y (actitud inaudita!) se sentaba a la mesa con ellos (el sentarse a la mesa expresaba familiaridad, comunión de vida y de destino).

Esa es la crítica que va a producir como respuesta el discurso de Jesús sobre la actitud misericordiosa de Dios.

Las tres parábolas de la misericordia pretenden, por tanto, explicar el comportamiento que Jesús mantenía hacia los publicanos y hacia los pecadores. Definen la “lógica de Dios” en relación con esta cuestión.

La primera parábola (vv. 4-7) es la de la oveja perdida. Se trata de una parábola que, leída a la luz de la razón, es ilógica e incoherente, pues no es normal abandonar noventa y nueve ovejas por una sola; tampoco tiene sentido todo el alboroto creado por un hecho tan banal como es el de haber encontrado una oveja que se había perdido. En esas exageraciones y en esas reacciones desproporcionadas se revela, sin embargo, el mensaje esencial de la parábola. El “dejar las noventa y nueve ovejas para ir a buscar a la que estaba perdida” nos muestra la preocupación de Dios para con cada hombre que se aparta de la comunidad de la salvación; el “cargarla sobre los hombros” expresa el cuidado y la solicitud de Dios, que trata con miramiento y con amor a los hijos que se apartan y que necesitan cuidados especiales; la alegría desproporcionada del pastor que encuentra a la oveja, muestra la alegría de Dios, siempre que encuentra a un hijo que se ha apartado de la comunión con él.

La segunda parábola (vv. 8-10) reafirma la enseñanza de la primera. El amor misericordioso y constante de Dios busca a aquel que se ha perdido y se alegra cuando lo encuentra. La imagen de la mujer preocupada, que barre la casa de arriba a abajo, ilustra la preocupación de Dios en encontrar a aquellos que se apartaron de la comunión con él. También aquí se da, como en la parábola anterior, la referencia a la alegría del reencuentro: esa alegría manifiesta la felicidad de Dios ante el pecador que vuelve.

La tercera parábola (vv. 11-32) presenta el cuadro de un padre (Dios), en cuyo corazón triunfa siempre el amor por el hijo, suceda lo que suceda. Continúa amando al hijo rebelde e ingrato, a pesar de su ausencia, de su orgullo y de su autosuficiencia; y ese amor acaba por revelarse de una manera emocionada al recibir al hijo, cuando él decide volver a la casa paterna.

Esta parábola presenta la lógica de Dios, que respeta absolutamente la libertad y las decisiones de sus hijos, aunque ellos utilicen esa libertad para buscar la felicidad por caminos equivocados; y, suceda lo que suceda, continúa amando, esperando ansiosamente el regreso del hijo, preparándose para acogerlo con alegría y amor.

Esa es la lógica que Jesús quiere proponer a los fariseos y escribas (los “hijos más mayores”) que, en relación con los pecadores que habían abandonado la “casa del Padre”, manifestaban una actitud de intolerancia y de exclusión.

Lo que está, por tanto, en juego en estas tres parábolas de la misericordia, es la justificación de la actitud de Jesús para con los pecadores. Jesús deja claro que su actitud se inserta en la lógica de Dios en su relación con los hijos alejados. Dios no les rechaza, no les margina, sino que les ama con amor de Padre. Se preocupa por ellos, va a su encuentro, se solidariza con ellos, establece con ellos lazos de familiaridad, les abraza emocionado, cuida de ellos con solicitud, se alegra y celebra una fiesta cuando ellos vuelven a la casa del Padre. Esta es la forma como Dios actúa en relación con sus hijos, sin excepción; y esa es la actitud de Dios que Jesús revela al acoger a los pecadores y al sentarse con ellos a la mesa. Por mucho que eso disguste a los fariseos, esa es la lógica de Dios; y todos los “hijos de Dios” deben acoger esta lógica y actuar de la misma forma.

Considerad, en la reflexión, los siguientes puntos:

Esencialmente, las parábolas de la misericordia nos revelan a un Dios que ama a todos sus hijos, sin excepción, pero que tiene “debilidad” por los marginados, por los excluidos, por los pecadores. Su amor no está condicionado: ama, a pesar del pecado y del alejamiento del hijo. Ese amor se manifiesta en actitudes exageradas, desproporcionadas, de cuidado, de solicitud; se revela también en la “fiesta” que sucede a cada encuentro.

No es que Dios pacte con el pecado; Dios abomina el pecado, pero no deja de amar al pecador. A este Dios, “escandaloso” para aquellos que se consideran justos, perfectos, irreprensibles, pero fascinante y amoroso para todos aquellos que son conscientes de su fragilidad y de su pecado, es al que estamos invitados a descubrir.

Si esa es la lógica de Dios en relación con los pecadores, esa misma lógica es la que debe orientar mi actitud frente a aquellos que me ofenden y, lo mismo, frente a aquellos que tienen vidas dudosas o moralmente reprobables.
¿Cómo acojo a aquellos que me ofenden, o que tienen comportamientos considerados reprobables: con intolerancia y fanatismo, o con respeto por su dignidad de personas?

Frente al aumento de la criminalidad y de la violencia se crea, a veces, un clima social de histeria y radicalidad. Se exigen castigos más severos y los adeptos de soluciones definitivas llegan a hablar de la pena de muerte para ciertos crímenes. ¿Qué sentido tiene esto a la luz de la lógica de Dios?

Ser testigo de la misericordia y del amor de Dios en el mundo no significa, no obstante, pactar con el pecado.
El pecado, todo lo que genera odio, egoísmo, injusticia, opresión, mentira, sufrimiento, es malo y debe ser combatido y vencido.

Distingamos claramente las cosas: Dios me invita a amar al pecador y a acogerle siempre como a un hermano; pero me invita también a luchar objetivamente contra el mal, todo mal, pues es una negación de ese amor de Dios del que yo debo ser testigo.

Tim 1, 12-17 (2ª Lectura Domingo XXIV de Tiempo Ordinario)

El Timoteo aquí referido era natural de Listra (Licaónia), hijo de padre griego y de madre judeo-cristiana.

Aparece en el Libro de los Hechos de los Apóstoles como compañero inseparable de Pablo, a partir de su segundo viaje misionero. Pablo había confiado a Timoteo misiones importantes entre los tesalonicenses (cf. 1 Tes 3,2.6) y entre los corintios (cf. 1 Cor 4,1.17;16,10-11). Todavía muy joven Timoteo recibió de Pablo la responsabilidad pastoral de la Iglesias de la provincias de Asia (cf. 1 Tim 4,12). La tradición le considera como el primer obispo de Éfeso.

Esta carta se presenta como escrita por Pablo a Timoteo, cuando este está encargado de la animación de la Iglesia de Éfeso.

Contiene una serie de instrucciones que versan, fundamentalmente, sobre tres temas: la organización de la comunidad, la forma de combatir a los herejes y la vida cristiana de los fieles.

Conviene, sin embargo, señalar que la mayor parte de los comentaristas no consideran esta carta de autoría paulina; el lenguaje y la teología no parecen ser paulinas; y, sobre todo, la carta supone un modelo de organización eclesial que es de finales del siglo I (y Pablo murió en la persecución de Nerón, alrededor del año 66/67).

En el texto que se nos propone, Pablo recuerda, agradecido, la historia de su vocación. El apóstol afirma que recibió de Cristo su ministerio; y proclama que eso se debe, no a sus méritos, sino a la misericordia de Dios.

Pablo tiene conciencia de su pasado de perseguidor violento de la Iglesia de Cristo. Es verdad que Pablo actuó de esa forma por ignorancia; sin embargo, eso no le exime de culpa. A pesar de ese pasado, Dios, en su bondad, lo colmó con su gracia.

Pablo reconoce que Cristo “vino al mundo para salvar a los pecadores”, entre los cuales Pablo se incluye. Por el ejemplo de Pablo, se muestra evidente la misericordia y la magnanimidad de Dios, que se derrama sobre todos los hombres, sean cuales fueren las faltas cometidas. A partir de este ejemplo, todos los hombres son invitados a tomar conciencia de la bondad de Dios y a responderle de la misma forma que Pablo: con la entrega de la vida y con el compromiso de ser testigo de ese proyecto de amor que Dios quiere presentar.

El profundo reconocimiento que Pablo siente ante la misericordia con que Dios le distinguió le lleva a realizar un cántico de alabanza que, en este texto, presenta contornos litúrgicos (“Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén”, v. 17)

En la reflexión y en el compartir, considerad los siguientes aspectos:

Antes de nada, se nos invita a tomar conciencia del amor que Dios ofrece a todos los hombres sin excepción, sean cuales fueren sus faltas.
Ese es el Dios que Pablo experimentó y testimonió; ¿es ese, también, el Dios que experimentamos y testimoniamos nosotros?

Entre los cristianos existe, muchas veces, la convicción de que la “justicia de Dios” es la aplicación rigurosa de la ley; así, Dios trataría bien a los buenos, mientras que castigaría, natural y objetivamente, a los malos.
La historia de Pablo, y la historia de tantas personas, a lo largo de los siglos, es un desmentido de esta lógica: el amor de Dios se derrama sobre todos los seres humanos, también sobre aquellos que tienen vidas pecaminosas. Buenos y malos, a todos ama Dios, sin excepción.

¿Y nosotros?
¿Somos hijos de este Dios y amamos a nuestros hermanos, sin distinciones?
A veces se oyen, incluso entre los cristianos, expresiones de odio y de desprecio en relación con aquellos que cometen desacatos o que tienen comportamientos que reprobamos. ¿Cómo conciliar esas actitudes con el ejemplo de amor sin restricciones que Dios nos ofrece?

Nuestro texto termina con un himno de alabanza al Dios que ama, sin excepciones. ¿Nos sentimos agradecidos a Dios por ese amor nunca defraudado, que se derrama sobre nosotros, sean las que sean las circunstancias?

Ex 32, 7-11.13-14 (1ª Lectura Domingo XXIV de Tiempo Ordinario)

El texto que se nos presenta está formando parte de la segunda parte del Libro del Éxodo; ahí, se presentan las tradiciones que se refieren al pacto de amor y de comunión que Israel aceptó establecer con Yahvé. Son las “tradiciones sobre la alianza” (Cf. Ex 19-40).

El texto nos sitúa frente a un monte, en el desierto del Sinaí. En sí, el nombre “Sinaí” designa una enorme península en forma triangular, con más o menos 420 Km. de longitud norte-sur, que se sitúa entre el golfo de Suez, el Mediterráneo y el golfo de Áqaba, en el mar Rojo. La península entera es un desierto árido, con vegetación escasa(excepto en algunos raros oasis), sembrada de montañas que llegan a tener 2.400 metros de altitud.

Las posibilidades de situar exactamente el “monte de la alianza” son escasas; sin embargo, una tradición cristiana del siglo IV identifica el “monte de la alianza” como el “Gebel Musa” (“monte de Moisés”), una montaña con 2.244 metros de altitud, situada al sur de la península sinaítica. Aunque la identificación del “monte de la alianza” con este lugar sea problemática, el “Gebel Musa” es, aún hoy, un lugar de peregrinación para judíos y cristianos.

Sea cual fuere el lugar de la alianza, el hecho es que el texto nos sitúa en frente de un “monte” no identificado de la península sinaítica, donde Israel celebró una alianza con su Dios. Después de que Moisés subiera al monte para recibir de Dios las tablas de la Ley (cf. Ex 31,18), el Pueblo, reunido en la base de la montaña espera a Moisés, construye un becerro de oro, infringiendo, de esa forma, las cláusulas de la alianza (cf. Ex 32, 1-6).

El tema fundamental que el texto nos propone gira alrededor de la respuesta de Dios al pecado del Pueblo.

La primera parte (vv. 7-10) describe el pecado del Pueblo y una primera reacción de Dios. Ante la ausencia de Moisés que estaba en el monte sagrado, el Pueblo construyó un becerro de oro. El becerro de oro no pretende ser un nuevo dios, sino una imagen de Yahvé (“este es tu Dios, Israel, que te hizo salir de la tierra de Egipto”, v. 8); de cualquier forma, el Pueblo “se desvió del camino” que Dios le había ordenado, pues

infringió el segundo mandamiento del Decálogo (según el cual, Israel no debía hacer imágenes de Yahvé; por un lado, el no representar a Dios permitía salvaguardar la transcendencia de Yahvé, ya que la “imagen” era una definición de Dios y Dios no puede ser definido por el hombre; por otro lado, la lucha contra los dioses y cultos paganos era imposible si no se prohibían también los símbolos e

imágenes). La petición de Dios a Moisés (“déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo”, v. 10) pude ser puesta en paralelo con la promesa a Abraham de Gn 12,2: Dios habla de comenzarlo todo de nuevo con Moisés, como hizo con Abraham.

En la segunda parte (vv. 11-14), se describe la intercesión de Moisés y la misericordia de Dios. El texto comienza con la referencia a Moisés que “suplicó al Señor” (literalmente: “calmó el rostro de Dios”, v. 11a). Las palabras de intercesión de Moisés (vv. 11b-13) no hacen referencia a los méritos del Pueblo, sino a la honra de Dios y a su fidelidad a las promesas asumidas para con el Pueblo en el ámbito de la alianza. La respuesta final de Dios (v. 14) pone de relieve su misericordia.

No son los méritos del Pueblo los que refrenan el castigo, sino que es el amor de Dios, su lealtad a los compromisos, su “justicia” (que es misericordia, ternura, bondad), los que acaban triunfando. El amor infinito de Dios por su Pueblo acaba siempre pesando más que su voluntad de castigar los desvíos e infidelidades del mismo.

Para la reflexión del texto, considerad los siguientes elementos:

Antes de nada, el texto subraya la lealtad de Dios para con su Pueblo, la “justicia” que marca la relación de Yahvé con Israel (entendida como fidelidad a los compromisos asumidos por Dios para con los hombres). Queda, aquí, claro que la esencia de Dios es ese amor gratuito que él derrama gratuitamente sobre los hombres, sea cual sea su pecado.

Dios ama infinitamente, sea la que sea la respuesta del hombre; y ese amor nunca será desmentido. Es a la luz de esta perspectiva como debemos situarnos delante de Dios y comprender su relación con nosotros.

El pecado de los israelitas (la construcción de una imagen desfigurada de Dios) nos lleva a cuestionar las imágenes que, a veces, construimos y transmitimos de Dios.
El Dios en quien creemos y que testimoniamos, ¿quién es?
¿Es el Dios que se reveló como amor, bondad, misericordia, a lo largo de la historia de la salvación, o es un Dios vengativo y cruel, que no perdona las faltas de los hombres y que anda a la caza de cualquier comportamiento incorrecto para dejar caer sobre ellos su cólera y su crueldad?

No olvidemos que testimoniar a un Dios vengativo, impositivo, sin corazón y sin misericordia, es fabricar una falsa imagen de Dios.

Fijémonos en la actitud de Moisés ante la indignación de Dios: intercede por el Pueblo y no deja que la ambición personal se ponga por delante del interés de Israel (de acuerdo con el texto, Dios le propone: “déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo”, pero Moisés no acepta esta propuesta).

¿La actitud de Moisés es una actitud “fácil”, a la luz de los criterios de humanos? ¿Cuántas veces los hombres son capaces de “vender su alma al diablo” para subir, para tener éxito, para llegar a presidir cualquier cosa?
¿Cuántas veces los hombres son capaces de sacrificar los valores más sagrados para ser conocidos, famosos, envidiados, o para adquirir una tajada más grande de poder y de influencia?

Comentario al evangelio – 9 de septiembre

Cultivar siempre la bondad

Con qué radicalidad, sin rodeos, tajante, propone Jesús la cuestión: ¿Está permitido hacer el bien? ¿Hay que curar o dejar morir? Y todo,  porque era sábado. Lo que en el sueño de Dios era día de liberación, de descanso, de evocación de la historia de un pueblo bendecido por Dios, todo se ha convertido, por la dureza de los hombres, en carga pesada y opresora; tan opresora que pone mil barreras hasta para hacer el bien a la gente.

Nos metemos en la sinagoga. Es sábado y participa un hombre sufriente, tiene el brazo derecho paralítico. En seguida saltan las posturas; los fariseos están al acecho, quieren acusar a Jesús y, al final, se pondrán furiosos.  Es la actitud cerrada farisaica que pone de excusa a Dios y su culto para negarse a socorrer al prójimo doliente. Con Jesús, como siempre, las cosas cambian. Contempla al paralítico, sus ojos se llenan de dolor  y su corazón de compasión y misericordia. No podía ser de otra manera, es el “siervo, varón de dolores” que carga con nuestros males y pecados.

Está claro. No podemos divorciar el bien de los hombres y el bien de Dios. Si es la misma cosa: “Tuve hambre y me disteis de comer”, y está hablando de socorrer al prójimo. Ante el dolor, la única respuesta, humana y cristiana, es sanar. Una religión que no cura, ¿qué pinta? Para Jesús, lo primero el hombre, imagen de Dios, hijo de Dios. Otros, lejos del Evangelio, se aferran a la ley: “Está escrito, cúmplase”.  Parece que hay gente con el corazón seco. Cuántas batallitas rompen la armonía y la paz de Dios, por mil minucias. ¿Hará falta ejemplificar? (Consultemos algunos comentarios en Internet, dentro de páginas religiosas). Acabemos con mirada positiva. Nuestro sábado, nuestro día santo es el domingo: que es Pascua, Resurrección, fiesta, Eucaristía, comunión, banquete, sacrificio de Cristo presente, gratuidad. Todo.