Homilía – Domingo XXV de Tiempo Ordinario

LA MEJOR INVERSIÓN

 

ACLARACIÓN IMPRESCINDIBLE

Es preciso aclarar que Jesús, en la parábola, no hace un elogio de la corrupción al alabar la sagacidad del administrador negligente y malversador. El administrador no es un corrupto, sino un mal gestor. Como comúnmente ocurre en su tiempo, el administrador no cobra sueldo, sino que su ganancia consiste en quedarse con un porcentaje de lo vendido; cobra en especie. Los cincuenta barriles de aceite y las veinte fanegas de trigo que perdona a los deudores de su amo son su propia ganancia, no son bienes del amo. Jesús alaba la previsión, la buena inversión del administrador, que con pequeñas donaciones sabe granjearse amigos en los que confiar y a los que poder acudir en tiempos de dificultad.

Que éste es el verdadero sentido de la parábola, se deduce de la conclusión de Jesús, que viene a decir en resumidas cuentas: «Ganaos amigos con el dinero para que cuando ya no podáis disponer de él, vuestros socorridos os echen una mano y sean vuestros abogados para entrar en la vida eterna».

 

Los «MUNDANOS» Y LOS HIJOS DE LA LUZ

Jesús hace una acusación bastante dura a los «hijos de la luz», a sus seguidores: «Los hijos de este mundo (los mundanos) son más astutos que los hijos de la luz». Ciertamente, a cualquier responsable de parroquia o de una comunidad cristiana le provoca envidia ver el entusiasmo de muchas personas por causas temporales: negocio, carrera, partido político, deporte… Se rompen por ellos.

Los hombres son mucho más diligentes y cuidadosos en las organizaciones temporales que cuando se trata de las instituciones de Iglesia. En la cooperativa, en la comunidad de vecinos, a nivel de intereses laborales, la gente se preocupa,

participa, se mueve, incluso a nivel de organizaciones deportivas. Para las causas humanitarias y para las organizaciones de Iglesia querría yo el entusiasmo de muchos por su club deportivo. ¡Qué ardor, qué sacrificios, cuánto tiempo gastado pendientes del triunfo del propio equipo! Con respecto a las instituciones humanas, proyectamos y hacemos balance; cuando se trata de instituciones de Iglesia, con frecuencia, todo se hace a la buena de Dios, pecamos de chapuceros. No proyectamos con la debida seriedad, no revisamos con exigencia a lo largo del curso, no hacemos balance. A mucha gente cualquier tiempo empleado para trabajar por el Reino, le parece excesivo. ¿Cuál es «mi», «nuestro» nivel de corresponsabilidad en la colaboración con instituciones u organizaciones eclesiales, humanitarias o promocionales?

Un pensador de nuestros días afirma rotundamente: «Cuando alguien no es capaz de morir por una causa es porque: o la causa es mezquina o es mezquino el que la defiende». Sabemos que la causa que defendemos, de mezquina, nada, ya que está garantizada por el mismo Dios.

«MENS SANA IN CORPORE SANO»

Quizás en nosotros se da también ese desequilibrio en el sentido de que nos ocupamos y preocupamos mucho más de aspectos económicos, laborales, corporales, que de lo que afecta a nuestro espíritu. Es encomiable preocuparse por superarse profesionalmente pero no podemos olvidar que al menos esta misma solicitud hemos de tener para crecer como personas interiormente, como cristianos. ¿Aprovechamos las ocasiones que se nos brindan? Es loable luchar por tener, por producir, por ser eficaces, pero mucho más interés hemos de poner por ser cada día más y mejores.

Sin duda, es encomiable el cuidado del cuerpo, de su belleza, de la salud. Es una urgencia cristiana. Y generalmente se es consecuente con ella. ¡Cómo se vigila el peso! ¡Cuánta preocupación en muchos por la gimnasia, por el footing, por el deporte, por mantener equilibrados los elementos del cuerpo! Cuidamos el colesterol, la diabetes, la tensión, el corazón.

Insistentemente vamos al médico, tomamos las medicinas, guardamos el régimen, nos atenemos a la dieta… Este mismo esmero, preocupación y control hemos de tener con respecto a la salud del espíritu, que en definitiva es la que más importa. ¡No me importaría demasiado tener un cuerpo enclenque y una salud quebradiza como en el caso de Juan de la Cruz o de Teresa de Lisieux, si es que tuviera un espíritu lleno de vida. Ya santa Teresa lamentaba: «Con qué esmero cuidamos nuestros cuerpos que un día se han de corromper y qué poco cuidado tenemos del alma que es incorruptible».

Debe ser mayor el cuidado por la salud de nuestro espíritu que por la salud del cuerpo. ¿Nos preocupamos de hacer análisis, radiografías de nuestro espíritu para reconocer las enfermedades, las patologías que nos aquejan? ¿Qué «deformaciones» sufrimos? ¿Qué intoxicaciones padecemos? ¿Qué reúmas del alma nos tienen entorpecidos? ¿Qué grado de vitalidad hay en nosotros?

«GANAOS AMIGOS CON EL DINERO»

Jesús no sólo invita a tener al menos la misma preocupación de las cosas del Reino, de la salud de nuestro espíritu, de los valores transcendentales, que de los bienes temporales y corporales, sino que nos invita a invertir éstos en favor de los imperecederos. «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, cuando en la vida trascendente no circule, os reciban en las moradas eternas». Es la inversión más lucrativa: comprar los bienes eternos con bienes temporales, como aquel que con escaso gasto compró un gran tesoro, una perla de gran valor (Mt 13,44).

Cuando habla Jesús de adquirir bienes eternos con bienes temporales no se refiere exclusivamente al dinero, sino a todos los bienes a nuestro alcance: bienes económicos, tiempo, esfuerzos, salud, comodidad. ¿No es algo verdaderamente fascinante que entregando el tiempo al servicio de los demás, a colaborar en causas humanitarias, crezca yo por dentro, ayude a los demás a crecer y crezca el Reino? ¿No es verdaderamente impresionante que dando una ayuda económica me enriquezca yo interiormente?

¡Qué gran sabiduría y acierto los del beato Damián que se juega la salud en servicio de los leprosos! ¡Qué gran sabiduría y acierto los de R. Follereau que entregó sus bienes, tiempo y energías para erradicar la lepra! ¡Qué gran sabiduría y acierto los de la madre Teresa de Calcuta que gastó su corazón y acortó su vida terrena en servicio a los pobres más pobres! ¡Qué gran sabiduría y acierto los de tantos cercanos a nosotros que hacen lo mismo en el más absoluto silencio y anonimato! Jesús, el Maestro, nos invita a la sensatez: «Procuraos tesoros que no roban los ladrones…».

La conclusión de esta parábola es absolutamente seria. Por eso se añaden dos advertencias que aplican y mantienen su sentido. La primera indica que es preciso ser fieles en lo poco a fin de recibir después lo grande. Dios nos ha encomendado lo pequeño de la tierra, los bienes materiales; como buenos administradores tenemos que utilizar ese depósito de acuerdo a la voluntad de su dueño, como un medio de amor y de servicio. Sólo entonces vendrán a confiarnos el auténtico tesoro, el verdadero don de Dios, el Reino. Esto significa que la plenitud escatológica (o Reino) no se encuentra separada de la vida; se realizará a través de nuestro encuentro con los otros, de acuerdo con el uso que hagamos del dinero.

Por lo demás, la parábola pone de relieve la presteza con que el mayordomo se puso a actuar, aprovechando el plazo de tiempo que le dio su señor. En esta indicación hay que descubrir una llamada a aprovechar urgentemente el tiempo que se nos da para asegurar nuestro futuro en la culminación de la vida.

Juan de Dios recorría la ciudad de Granada con dos ollas colgando de un yugo recogiendo alimentos para los pobres del hospital que había fundado. Gritaba: ¿Quién quiere hacerse bien a sí mismo? Esto es lo que nos pregunta ahora el Señor: «¿Quién quiere hacerse bien a sí mismo?». Él, desde luego, nos promete: «Ni un simple vaso de agua quedará sin recompensa» (Mt 10,42). Que a la hora de la verdad no tengamos que decir dándonos un manotazo en la frente: ¡Qué tonto he sido! ¿Por qué no habré invertido más en valores evangélicos?

Atilano Aláiz

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