Vísperas – San Jerónimo

VÍSPERAS

SAN JERÓNIMO, presbítero y doctor

 

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Verbo de Dios, eterna luz divina,
fuente eternal de toda verdad pura,
gloria de Dios que el cosmos ilumina,
antorcha toda luz en noche oscura.

Palabra eternamente pronunciada
en la mente del Padre sin principio,
que en el tiempo a los hombres nos fue dada,
de la Virgen María, hecha Hijo.

Las tinieblas de muerte y de pecado
en que yacía el hombre, así vencido,
su verdad y su luz han disipado,
con su vida y su muerte ha redimido.

No dejéis de brillar, faros divinos,
con destellos de luz que Dios envía,
proclamad la verdad en los caminos
de los hombres y pueblos,
sed su gloria. Amén.

SALMO 44: LAS NUPCIAS DEL REY

Ant. Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia.

Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

Tu trono, oh Dios, permanece para siempre,
cetro de rectitud es tu centro real;
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros.

A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia.

SALMO 44:

Ant. ¡Que llega el Esposo, salid a recibirlo!

Escucha, hija, mira: inclina tu oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
la traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. ¡Que llega el Esposo, salid a recibirlo!

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Cuando llegó el momento culminante, Dios recapituló todas las cosas en Cristo.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Cuando llegó el momento culminante, Dios recapituló todas las cosas en Cristo.

LECTURA: St 3, 17-18

La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante y sincera. Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia.

RESPONSORIO BREVE

R/ En la asamblea le da la palabra.
V/ En la asamblea le da la palabra.

R/ Lo llena de espíritu, sabiduría e inteligencia.
V/ Le da la palabra.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ En la asamblea le da la palabra.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Oh doctor admirable, luz de la Iglesia santa, bienaventurado San Jerónimo, fiel cumplidor de la ley, ruega por nosotros al Hijo de Dios.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Oh doctor admirable, luz de la Iglesia santa, bienaventurado San Jerónimo, fiel cumplidor de la ley, ruega por nosotros al Hijo de Dios.

PRECES

Glorifiquemos a Cristo, constituido pontífice a favor de los hombres, en lo que se refiere a Dios, y supliquémosle humildemente diciendo:

            Salva a tu pueblo, Señor.

Tú que, por medio de pastores santos y eximios, has hecho resplandecer de modo admirable a tu Iglesia,
— haz que los cristianos se alegren siempre de ese resplandor.

Tú que, cuando los santos pastores te suplicaban, con Moisés, perdonaste los pecados del pueblo,
— santifica, por su intercesión, a tu Iglesia con  una purificación continua.

Tú que, en medio de los fieles, consagraste a los santos pastores y, por tu Espíritu, los dirigiste,
— llena del Espíritu Santo a todos los que rigen a tu pueblo.

Tú que fuiste el lote y la heredad de los santos pastores,
— no permitas que ninguno de los que fueron adquiridos por tu sangre esté alejado de ti.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Tú que, por medio de los pastores de la Iglesia, das la vida eterna a tus ovejas que para nadie las arrebate de tu mano,
— salva a los difuntos, por quienes entregaste tu vida.

Unidos fraternalmente, como hermanos de una misma familia, invoquemos a nuestro padre:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, tú que concebiste a san Jerónimo una estima tierna y viva por la sagrada Escritura, haz que tu pueblo se alimente de tu palabra con mayor abundancia y encuentre en ella la fuente de la verdadera vida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – 30 de septiembre

1) Oración inicial 

¡Oh Dios!, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia; derrama incesantemente sobre nosotros tu gracia, para que, deseando lo que nos prometes, consigamos los bienes del cielo. Por nuestro Señor. 

2) Lectura 

Del santo Evangelio según Lucas 9,46-50
Se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor.»
Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros.» Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros está por vosotros.» 

3) Reflexión

• El texto se ilumina. Si anteriormente Lucas nos presentaba cómo se reunían los hombres en torno a Jesús para reconocerlo por la fe, para escucharlo y presenciar sus curaciones, ahora se abre una nueva etapa de su itinerario público. La atención a Jesús no monopoliza ya la actitud de la muchedumbre, sino que Jesús se nos presenta como el que poco a poco es quitado a los suyos para ir al Padre. Este itinerario supone el viaje a Jerusalén. Cuando está a punto de emprender este viaje, Jesús les revela el final que le espera (9,22). Después se transfigura ante ellos como para indicar el punto de partida de su “éxodo” hacia Jerusalén. Pero inmediatamente después de la experiencia de la luz en el acontecimiento de la transfiguración, Jesús vuelve a anunciar su pasión dejando a los discípulos en la inseguridad y en la turbación. Las palabras de Jesús sobre el hecho de su pasión, “el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”, encuentran la incomprensión de los discípulos (9,45) y un temor silencioso (9,43).
• Jesús toma a un niño. El enigma de la entrega de Jesús desencadena una disputa entre los discípulos sobre a quién le corresponderá el primer puesto. Sin que sea requerido su parecer, Jesús, que como el mismo Dios lee en el corazón, interviene con un gesto simbólico. En primer lugar toma a un niño y lo pone junto a él. Este gesto indica la elección, el privilegio que se recibe en el momento en que uno pasa a ser cristiano (10,21-22). A fin de que este gesto no permanezca sin significado, Jesús continúa con una palabra de explicación: no se enfatiza la “grandeza” del niño, sino la tendencia a la “acogida”. El Señor considera “grande” al que, como el niño, sabe acoger a Dios y a sus mensajeros. La salvación presenta dos aspectos: la elección por parte de Dios simbolizada en el gesto de Jesús acogiendo al niño, y la acogida de Jesús (el Hijo) y de todo hombre por parte del que lo ha enviado, el Padre. El niño encarna a Jesús, y los dos juntos, en la pequeñez y en el sufrimiento, realizan la presencia de Dios (Bovon). Pero estos dos aspectos de la salvación son también indicativos de la fe: en el don de la elección emerge el elemento pasivo, en el servicio, el activo; son dos pilares de la existencia cristiana. Acoger a Dios o a Cristo en la fe tiene como consecuencia acoger totalmente al pequeño por parte del creyente o de la comunidad. El “ser grandes”, sobre lo cual discutían los discípulos, no es una realidad del más allá, sino que mira al momento presente y se expresa en la diaconía del servicio. El amor y la fe vividos realizan dos funciones: somos acogidos por Cristo (toma al niño), y tenemos el don singular de recibirlo (“el que acoge al niño, lo acoge a él y al Padre”, v.48). A continuación sigue un breve diálogo entre Jesús y Juan (vv-49-50). Este último discípulo es contado entre los íntimos de Jesús. Al exorcista, que no forma parte del círculo de los íntimos de Jesús, se le confía la misma función que a los discípulos. Es un exorcista que, por una parte, es externo al grupo, pero por la otra, está dentro porque ha entendido el origen cristológico de la fuerza divina que lo asiste (“en tu nombre”). La enseñanza de Jesús es evidente: un grupo cristiano no debe poner obstáculos a la acción misionera de otros grupos. No existen cristianaos más “grandes” que otros, sino que se es “grande” por el hecho de ser cada vez más cristiano. Además, la actividad misionera debe estar al servicio de Dios y no para aumentar la propia notoriedad. Es crucial el inciso sobre el poder de Jesús: se trata de una alusión a la libertad del Espíritu Santo cuya presencia en el seno de la Iglesia es segura, pero puede extenderse más allá de los ministerios constituidos u oficiales. 

4) Para la reflexión personal

• Como creyente, como bautizado, ¿cómo vives tú el éxito y el sufrimiento?
• ¿Qué tipo de “grandeza” vives al servir a la vida y a las personas? ¿Eres capaz de transformar la competitividad en cooperación? 

5) Oración final

Me postraré en dirección a tu santo Templo.
Te doy gracias por tu amor y tu verdad,
pues tu promesa supera a tu renombre.
El día en que grité, me escuchaste,
aumentaste mi vigor interior. (Sal 138,3-4)

«Aperuit Illis»: El Papa instituye el «Domingo de la palabra de Dios»

El Papa Francisco ha escrito una Carta Apostólica en forma Motu Proprio «Aperuit Illis», con la que instituye el Domingo de la Palabra de Dios, para «hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esa riqueza inagotable».

En esta Carta hecha pública este lunes, 30 de septiembre de 2019, en la memoria litúrgica de San Jerónimo en el inicio del 1600 aniversario de su muerte, el Santo Padre insta a «que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. Este Domingo de la Palabra de Dios se colocará en un momento oportuno de ese periodo del año, en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos».

Francisco señala que, «no se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios», sino que  «expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad». Asimismo, el Pontífice explica que esta Carta Apostólica tiene la intención de «responder a las numerosas peticiones que me han llegado del pueblo de Dios, para que en toda la Iglesia se pueda celebrar con un mismo propósito el Domingo de la Palabra de Dios».

Comentario del 30 de septiembre

Los discípulos discutían acerca de quién era el más importante.

La importancia de una persona se suele medir, según baremos sociales, por el oficio que ejerce (se considera más importante a un concejal del ayuntamiento que a un barrendero del mismo ayuntamiento), o el puesto que ocupa en una determinada institución (los puestos dirigentes suelen considerarse más importantes, quizá porque su influyo es mayor o se concede más valor a su actividad), o por la sabiduría que ha demostrado tener en un determinado campo del saber en virtud de sus enseñanzas o publicaciones, o por el poder de que aparece revestido por razón de su fuerza, su dinero o su habilidad.

La importancia que se da a una persona suele tener medidas sociales. En general, todos entendemos que hay personas importantes en nuestro mundo y que tales personas son ésas, las que los medios de comunicación social se encargan de señalar o de encumbrar.

En el fondo, en todos nosotros hay un latente deseo de ser importantes, aunque tal deseo puede verse contrarrestado por ese otro deseo de vivir en la tranquilidad que da el anonimato o de evitar los riesgos o responsabilidades que van asociados a los puestos importantes. Tras el deseo de ser importantes está la innata aspiración a ser reconocidos o a que se reconozcan nuestros esfuerzos; quizá la necesidad de ser estimados suficientemente.

Jesús, adivinando lo que pensaban –a la vez, objeto de su interés y de su estima-, se dispone a escenificar una enseñanza ejemplificante. Toma a un niño de la mano, lo pone a su lado y les dice: El que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí, y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado.

Aquel niño no era precisamente una persona importante. Ninguno de sus contemporáneos le tenía por tal. Tal vez fuera importante para sus padres, pero no en razón de ninguna cualidad, sino simplemente porque era su hijo. Pero para el resto no tenía ninguna importancia. Podría adquirir importancia con el paso del tiempo, pero en cuanto niño no tenía ninguna importancia.

Pues bien, Jesús escoge a alguien sin importancia o sin relevancia, un niño, para concluir que el más pequeño (o el menos importante) de vosotros es el más importante. ¿Para quién, cabe preguntarse? Pues esa valoración o medida tendrá que establecerla alguien. En este caso, alguien que no tiene la misma vara de medir que la sociedad que cataloga a ése como pequeño o poco importante. Pero antes de llegar a esa conclusión, ha dicho a propósito del niño que el que le acoge en su nombre le acoge a él.

¿Por qué acoger a un niño en su nombre es acogerle a él? Parece obligado tener que subrayar la intención con que se acoge al niño, no sólo el hecho de acoger lo pequeño. Se trata de hacerlo en su nombre. Sólo así se le acoge a él. Y acogerle a él es acoger al mismo Dios Padre que lo envía. Una acogida lleva a la otra.

La importancia con que medimos las cosas y las personas es siempre muy relativa. Depende de los criterios de estimación. Yo puedo considerar más importante a una persona que tiene sabiduría o coraje que a otra que tiene poder, pero es cobarde y miedosa. ¿Quién mide la importancia de las cosas en último término?

No hay más respuesta que el que las ha hecho o creado. Sólo Dios puede medir la importancia de las cosas. Y él parece concedérsela a los humildes, a los que son conscientes de su propia pequeñez, aun estando dotados de grandes virtudes o dones o de grandes talentos. Y como la humildad suele estar en los pequeños… En cualquier caso, la importancia la da o la mide Dios, y él valora mucho la humildad o la sabiduría humilde, la bondad, en suma, lo que está en sintonía con su propio ser.

Demos importancia a lo que tiene importancia para Dios y no simplemente a lo que los hombres damos importancia, muchas veces fascinados y engañados por su brillo o apariencia.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Christus Vivit – Francisco I

137. «La juventud, fase del desarrollo de la personalidad, está marcada por sueños que van tomando cuerpo, por relaciones que adquieren cada vez más consistencia y equilibrio, por intentos y experimentaciones, por elecciones que construyen gradualmente un proyecto de vida. En este período de la vida, los jóvenes están llamados a proyectarse hacia adelante sin cortar con sus raíces, a construir autonomía, pero no en solitario»[72].


[72] DF 65.

Homilía – Domingo XXVII de Tiempo Ordinario

¡AUMÉNTANOS LA FE!

 

EL ERROR DE CREER QUE SE CREE

Los apóstoles se dan cuenta, al lado de Jesús, al ver su confianza total en el Padre, que su fe es una llamita vacilante y, con todo anhelo, le suplican: Señor, auméntanos la fe. Jesús, al escuchar su petición, no atenúa su confesión: «Hombre, no es que sea enteramente madura vuestra fe, pero, bueno… es aceptable». No, al revés, les echa en cara que tienen una fe tan diminuta que no alcanza ni el tamaño de un grano de mostaza, que es como la cabeza de un alfiler. «Porque, aunque no fuera más que de ese tamaño, haríais verdaderos milagros…». Pero si participan en las celebraciones de la sinagoga, si rezan los salmos, si son gente piadosa, si son buenas personas… Pues, a pesar de todo, les echa en cara su falta de fe. Y no sólo en este momento, sino en repetidas ocasiones; por ejemplo, cuando pierden la esperanza en la tormenta del lago de Tiberíades, les increpa: Hombres de poca fe, ¿por qué teméis? La misma recriminación les hace cuando no son capaces de liberar al endemoniado que le presentan para que lo curen. Esta situación de los apóstoles ha de provocar en nosotros una sospecha. A pesar de las oraciones y de la vida piadosa, a pesar de mis cumplimientos y de mi vida decente, ¿tendré yo también una fe tan diminuta que no alcanza el tamaño de un grano de mostaza?

Con respecto a la fe, ocurre lo mismo que con respecto a cualquier otra disposición humana. No hay actitud más nefasta que creer que se sabe todo. No hay cosa más perniciosa que creer fácilmente que se cree. ¡Qué diferencia!, en cambio, con los grandes creyentes que dudan de su propia fe. Monseñor Casaldáliga, candidato al premio Nobel de la Paz por su lucha en favor de los indígenas y que ha estado a punto de ser mártir, testimonia tímidamente en unas confesiones escritas: Creo que creo… Si él solamente «cree que cree», ¿qué podremos decir otros? Y es que la fe es esencialmente humilde. La fe presumida no existe. Confesaba un convertido de una fe rutinaria a una fe rutilante: «El creer que creía me ha hecho más daño que una blasfemia».

 

LA FE Y SUS FALSIFICACIONES

Con respecto a la fe se dan muchas falsificaciones. Muchos afirman con presunción: Yo, gracias a Dios, tengo mucha fe. Pero dicen esto porque ignoran en realidad lo que es la experiencia de fe. Muchos confunden la fe con la credulidad,con la creencia en el poder mágico de ciertas prácticas religiosas: «San Antonio no me falla cuando se me ha perdido una cosa y le rezo la oración». Con frecuencia se confunde fe con la mera aceptación sumisa de dogmas, de verdades abstractas («creer lo que no se ve») que archivan en la memoria como un teorema matemático que, de hecho, no influye absolutamente nada en la vida, no sirve nada más que para los exámenes.

La fe de la que habla Jesús es algo muy parecido a lo que se siente ante un hermano que es un genio, un gran líder, que sé que me adora, que sabe lo que es lo mejor para mí, lo quiere y lo puede realizar. Y entonces me pongo en sus manos y le digo: «He puesto toda mi confianza en ti, dime lo que tengo que hacer» (2Tm 1,13). Y ese hermano adorable, genial, que nos quiere lo indecible, nos dice: «Aquí lo que hay que hacer es guardar severamente un régimen». Le respondo: «Lo que tú digas; estoy en tus manos». Esto, dicho y referido a Jesús, es la fe.

Tener fe en Jesús es sentir una fascinación tan absoluta por él y una experiencia tan clara de su amor, presencia y acción que nos lleva a ponernos incondicionalmente a su disposición para colaborar en su causa y vivir según su espíritu. Esto, ni más ni menos, es la fe cristiana. Pablo expresa certeramente su fe cuando le dice a Timoteo: Sé bien de quién me he fiado (2Tm 1,12).

La verdadera fascinación por Jesús lleva indefectiblemente a la acción. Sólo es fe viva aquella que «actúa por la caridad» (Gá 5,6), que se convierte en un impulso dinámico. Lo contrario es fe muerta: «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras?» (St 2,14). Un gran convertido de nuestros días escribe: «No se puede conocer a Jesucristo y no admirarle; no se puede admirarle y no amarle; no se puede amarle y no seguirle». Ni siquiera la oración y el culto, que habrían de ser la fe en ejercicio, son garantía suficiente de fe auténtica; por eso el mismo Jesús afirma categóricamente: «No basta decirme: ¡Señor, Señor!, para entrar en el Reino de Dios; hay que poner por obra la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21).

La experiencia de que el Padre, el Hijo y el Espíritu nos aman locamente, el saber que nos habitan, que nos son más íntimos que nuestra propia intimidad (Cf. Jn 14,23) genera una confianza tal en el creyente que tiene la sensación de que puede llevarse todo el mundo por delante. Pablo, incandescente por la fe en la presencia actuante de Jesús, llega a decir con enorme audacia: Todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4,13).

«Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a esa montaña que se trasladase al mar y se trasladaría», afirma Jesús. Habla, por supuesto, en sentido metafórico. Esa montaña son los incontables obstáculos que encontramos en el camino y que se nos hacen irremontables. Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a ese pesimismo que creéis que os puede, a ese individualismo que os parece insuperable, a esos rencores, conflictos familiares, vecinales, laborales: «¡Echaos al mar, y se precipitarían!».

«Lo de nuestras familias ya no tiene arreglo. No creo que pueda perdonar a mi hermano y su familia jamás», decían las familias de dos hermanos enfrentadas por un piso. A la mujer de uno de ellos que me lo contaba le recordé este texto evangélico: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esa montaña de odios: ¡Húndete en el mar! y se hundiría». Le recordé que ella debía hacer por su parte todo lo que pudiera. Y la montaña se hundió. «Ese proyecto de comunidad que nos presentas —me decían unos cuantos cristianos un tanto individualistas y comodones— es un sueño de una noche de verano. Nos gusta demasiado ir a lo nuestro; la gente no quiere comprometerse». Les recordé también las palabras de Jesús: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza…». Hoy son una realización del proyecto de comunidad que les presentaba.

 

ALIMENTAR LA FE

La fe, como la hoguera, para que no se consuma y se apague, precisa ser alimentada. Una fe, que no se alimenta, se puede decir que ya está muerta. La leña que hay que echar al fuego de la fe es ésta:

La oración. «Donde calla la oración —dicen los obispos españoles en un documento sobre el apostolado laical— se apaga la fe. La primera forma de echar leña al fuego de la fe es orar. Y en la oración pedir también el don y el crecimiento de la fe, como hicieron los apóstoles: Señor, auméntanos la fe, o como le pidió el padre del chico enfermo: Señor, yo creo; pero ayúdame en lo que falta a mi fe (Me 9,24).

Vivir la fe. Una forma imprescindible para crecer en la fe es ejercitarla actuando bajo sus impulsos. «El justo vive de la fe», afirma Pablo (Rm 1,17). Se alimenta la fe cuando, impulsado por ella, sirvo al Señor en mis hermanos desde mi tarea profesional y mis compromisos cotidianos, como lo haría Jesús si estuviera en mi lugar. Cuando se vive como se cree, la fe va cobrando una hondura increíble.

Compartir la fe. Medio milagroso para crecer en la fe es compartirla. Ya decía san Cipriano: «Un cristiano solo no es ningún cristiano»; mucho más hay que decirlo hoy en que sufrimos tantas agresiones directas e indirectas contra la fe. «Si no fuera por el grupo de fe —me decían unos cuantos cristianos— no queremos ni pensar qué hubiera sido de nosotros». Es muy difícil, por no decir imposible, mantenerse fiel a la fe en Jesús y a su estilo de vida viviendo a la intemperie, sin estar acompañado por una comunidad. Como cristianos, es una temeridad ir solos por la vida.

Formarse. Es también imprescindible. La urgencia de crecer exige que los cristianos leamos libros religiosos, participemos en grupos, cursos y charlas que nos ayuden a profundizar en ella. La dejación, en este sentido, es un atentado serio contra la fe. Es necesario, para alimentarla, acercarse a la fuente de la misma que es la Palabra del Señor. Este acercamiento implica: esforzarse por comprenderla, asimilarla mediante la reflexión y la oración, y llevarla a la vida mediante la acción, al estilo de María, que conservaba en su corazón y molía con todo su ser las palabras y los hechos de Jesús de los que era testigo (Le 2,19).

Atilano Aláiz

Lc 17, 5-10 (Evangelio – Domingo XXVII de Tiempo Ordinario)

Continuamos recorriendo el “camino hacia Jerusalén” y encontrándonos con las “lecciones” que preparan a los discípulos para comprender y dar testimonio del “Reino”. Esta vez, nuestro texto une un “dicho” de Jesús sobre la fe y una parábola que invita a la humildad.

En las “etapas” anteriores, Jesús había avisado a los discípulos de la dificultad

de recorrer el “camino del Reino” (les dice que entrar en el “Reino” es “entrar por la puerta estrecha”, Lc 13,24; les invita a la humildad y a la gratuidad, cf. Lc 14,7-14; les avisa de que es preciso amar más al “Reino” que a la propia familia, a los propios intereses o a los propios bienes, cf. Lc 14,26-33;

les exige el perdón como actitud permanente, cf. Lc 17,5-6); ahora, son los discípulos los que, preocupados por las exigencias del “Reino”, le piden más “fe”.

El “dicho” sobre la fe, que ocupa la primera parte del Evangelio que hoy se nos propone, aparece en una forma un poco diferente en Mt 17,20 (un “dicho” análogo se lee también en Mc 11,23 y Mt 21,21, a propósito de la higuera seca). En el estado actual del texto, es muy difícil definir el contexto originario del “dicho” de Jesús, o su encuadramiento y su significado. Aquí, sin embargo, le sirve a Lucas para manifestar la preocupación de los discípulos por la dificultad de recorrer ese difícil “camino del Reino”.

La primera parte de nuestro texto está, por tanto, constituida por un “dicho” sobre la fe (vv. 5-6). Después de las exigencias que Jesús presentó, en cuanto al camino que los discípulos deben recorrer para alcanzar el “Reino”, la respuesta lógica de estos sólo puede ser: “auméntanos la fe”. ¿Qué tiene que ver la fe con las exigencias del “Reino”?

En el Nuevo Testamento en general, y en los sinópticos en particular, la fe no es, primordialmente, la adhesión a dogmas o a un conjunto de verdades abstractas sobre Dios, sino que es la adhesión a Jesús, a su propuesta, a su proyecto, o sea, al proyecto del “Reino”. Sin embargo, los discípulos tienen conciencia de que esa adhesión no es un camino cómodo y fácil, pues supone un compromiso radical, la victoria sobre la propia fragilidad, el coraje de optar por el “Reino” y por la exigencia que el “Reino” comporta; significa pedirles que les dé la decisión para adherirse incondicionalmente a la propuesta de vida que Jesús les vino a presentar.

Jesús aprovecha, este momento, para recordar a los discípulos el resultado de la “fe”. La imagen utilizada por Jesús (la orden dada a la “morera” para que se arranque de la tierra y se plante en el mar) muestra que, con la “fe” todo es posible: cuando uno se adhiere a Jesús y al “Reino” con coraje y determinación, eso implica una transformación completa de la persona del discípulo y, en consecuencia, una transformación del mundo que lo rodea.

Adherirse al “Reino” con radicalidad, es tener en la mano la llave para cambiar la historia, aunque esa transformación parezca imposible El discípulo que se adhiere al “Reino” con coraje y determinación es capaz de realizar auténticos “milagros”. Y esto no es hablar por hablar: ¡cuántas veces la tenacidad y el coraje de los discípulos de Jesús transforman la muerte en vida, la desesperación en esperanza, la esclavitud en libertad!

En la segunda parte de nuestro texto (vv. 7-10), Lucas describe la actitud que el hombre debe asumir ante Dios. Los fariseos estaban convencidos de que bastaba con cumplir los mandamientos de la Torah (Ley) para alcanzar la salvación: si el hombre cumplía las reglas, Dios no tenía otro remedio que salvarlo. La salvación dependía, de acuerdo con esta perspectiva, de los méritos del hombre. Dios sería, así, únicamente un contable, atareado en hacer cuentas para ver si el hombre tenía derecho o si no lo tenía a la salvación.

Jesús sitúa las cosas en una dirección diferente. La actitud del discípulo frente a Dios, ese discípulo que se adhiere a Jesús y al “Reino”, que realiza las “obras del Reino” y que construye el “Reino”, no debe ser la actitud de quien siente que hace todo muy bien y que, por eso, Dios le debe algo; sino que debe ser la actitud de quien cumple su papel con humildad, sintiéndose un siervo que únicamente hace lo que le corresponde.

Lo que Jesús nos pide en el Evangelio de hoy es que recorramos, con coraje y empeño, el “camino del Reino”. Cuando el discípulo acepta recorrer ese camino, es capaz de realizar cosas maravillosas, milagros que transforman el mundo. Y, cumplida su misión, al discípulo le queda sentirse siervo humilde de Dios, agradecerle por sus dones, entregarse confiada y humildemente en sus manos.

La reflexión puede hacerse a partir de las siguientes coordenadas:

La “fe” es, antes que nada, la adhesión a la persona de Jesucristo y a su proyecto de vida.
¿Puedo decir, de hecho, que es la “fe” la que conduce y anima mi vida?
¿Jesús es el eje central alrededor del cual se edifica mi existencia?

¿Es Jesús quien marca el ritmo y el tono de mis opciones y de mis proyectos?

El “Reino” es una realidad siempre “por hacerse”; pero se presentan, con frecuencia, situaciones de injusticia, de violencia, de egoísmo, de sufrimiento, de muerte, que impiden la realización del “Reino”.
¿Cómo es que yo, hombre o mujer de fe, actúo en esas circunstancias?

¿Mi “fe” se trasparenta en mis gestos?
¿Hay algo de nuevo a mi alrededor por el hecho de que yo me haya adherido a Jesús y por el hecho de que yo esté recorriendo el “camino del Reino”?
¿Cuáles son los “milagros” que mi “fe” puede realizar?

Los hombres somos, con frecuencia, muy celosos de nuestros derechos, de nuestras creencias, de aquello que nos deben por nuestras buenas acciones. Cuando transportamos esto a nuestra relación con Dios, construimos un dios que no es más que un contable, que escribe en sus libros nuestros “debes” y “haberes”, con el fin de pagarnos religiosamente, de acuerdo con nuestros méritos.

En realidad, nos dice el Evangelio de hoy, no podemos exigir nada a Dios: existimos para cumplir, humildemente, el papel que Él nos confía, para acoger sus dones y para alabarle por su amor. Es en esta actitud en la que el discípulo de Jesús debe colocarse siempre.

De ciertas personas se dice que “no dan puntada sin hilo” para describir sus actitudes interesadas.
¿Por qué hacemos las cosas?
¿Qué es lo que motiva nuestras acciones: el amor desinteresado o el interés por la retribución?

2Tim 1, 6-8. 13-14 (2ª lectura Domingo XXVII de Tiempo Ordinario)

La segunda Carta a Timoteo contiene, como la primera, consejos pastorales de Pablo para su gran colaborador y sucesor en la animación de las Iglesias de Asia: ese Timoteo que acompañó a Pablo en sus viajes misioneros y que, según la tradición, fue obispo de Éfeso.

También aquí, es muy dudoso que sea Pablo el autor de este texto. Los argumentos son los mismos que ya vimos a propósito de la primera Carta a Timoteo: lenguaje diferente al utilizado habitualmente por Pablo, estilo diferente, doctrinas diferentes y, sobre todo, un contexto eclesial que nos sitúa más al final del siglo I o

principios del siglo II que en la época de Pablo (el gran problema de estas cartas ya no es el anunciar el Evangelio, sino el “conservar la fe”, frente a los falsos maestros que se infiltran en las comunidades y que enseñan falsas doctrinas).

De cualquier forma, quien escribe la carta (y que se presenta en la piel de Pablo) dice encontrarse en prisión y presentir la proximidad de la muerte. Exhorta insistentemente a Timoteo a perseverar en el ministerio y a conservar su doctrina. Es una especie de “testamento”, en el cual Timoteo (que aquí representa a todos los animadores de las comunidades cristianas) es invitado a mantenerse fiel al ministerio y a la doctrina que ha recibido de los apóstoles.

El autor de la carta comienza por exhortar a Timoteo (y a los animadores de las comunidades cristianas, en general) a que reanime el carisma que recibió cuando Pablo y el colegio de los ancianos le impusieron las manos, consagrándolo para el ministerio apostólico (vv. 6-8). Es una petición lógica: aunque la opción de dar la vida a Dios y a los hermanos ya ha sido tomada, esa decisión fundamental necesita, día a día, ser profundizada y confirmada. Las desilusiones, los fracasos, la monotonía, la fragilidad humana, enfrían el entusiasmo original y es necesario, a cada instante, redescubrir el sentido de las opciones fundamentales que, un día, el discípulo hizo.

En la secuencia, se le recuerdan a Timoteo tres de las cualidades fundamentales que deben estar siempre presentes en el apóstol: la fortaleza frente a las dificultades, el amor que lo impulsará para una entrega total a Cristo y a los hombres y la prudencia (o moderación) necesaria para la animación y orientación de la comunidad.

En la segunda parte del texto que se nos propone (vv. 13-14), Timoteo es exhortado a conservarse fiel a esa doctrina recibida de Pablo. Estamos, como ya dijimos más arriba, en una época en la que las herejías comienzan a infiltrarse en la comunidad cristiana y a confundir a los cristianos. El animador de la comunidad tiene el deber de enseñar la doctrina verdadera y de defender a la comunidad de todo aquello que la aparta de la verdad del Evangelio de Jesús, fielmente transmitido por el testimonio apostólico.

La reflexión y el compartir pueden partir de los siguientes datos:

La interpelación del autor de la segunda Carta a Timoteo se dirige a todos aquellos que un día acepten el bautismo y opten por Cristo. En verdad, el mundo que nos rodea presenta inmensos retos que, muchas veces, nos alejan del servicio del Evangelio y de los valores de Jesús. Es por eso por lo que es preciso redescubrir los fundamentos de nuestro compromiso.

¿Cuáles son los intereses que influyen en mi vida y que condicionan mis opciones: mis gustos personales, las indicaciones de la moda, las sugerencias de la sociedad, o las exigencias y los valores del Evangelio de Jesús?

¿Cómo revitalizo, cada día, mi compromiso con Cristo y con los hermanos? Hay muchos caminos para llegar ahí. Pero la comunión con Dios, la oración, la escucha y el compartir la Palabra de Dios, los sacramentos, son formas privilegiadas para redescubrir el sentido de mis opciones y de mi compromiso con Dios. ¿Tiene esto sentido, para mí? ¿Es este el camino que estoy intentando seguir? ¿Mantengo con Dios ese diálogo necesario?

Nuestro texto interpela de forma directa a los animadores de las comunidades cristianas. Les invita a redescubrir, cada día, ese entusiasmo que les llenó el corazón el día en el que optaron por la entrega de la propia vida a Cristo y a los hermanos. Les invita a desprenderse de la pereza, de la inercia, de la comodidad y a hacer de su vida, cada día, un don generoso por el “Reino”. ¿Eso es lo que sucede conmigo? ¿Me mantengo fuerte, enérgico, valiente, cuando se trata de vencer las dificultades que me impiden darme a Cristo y a los otros? ¿Lo que me mueve es el amor o son intereses egoístas? ¿Soy una persona moderada y de buen sentido, que no trata a los hermanos de la comunidad de forma agresiva y prepotente?

En el texto hay, todavía, una invitación a conservar la doctrina verdadera. ¿Esto significa el conservar inamovibles las fórmulas y los ritos, o redescubrir cada día lo esencial, adaptándolo siempre a las nuevas realidades y a los nuevos retos que el mundo presenta?

¿Cómo podemos saber si estamos en consonancia con la propuesta de Jesús?

Ha 1, 2-3; 2, 2-4 (1ª lectura Domingo XXVII de Tiempo Ordinario)

Sobre la vida y la personalidad de Habacuc, no sabemos nada: el título del libro no indica el lugar de nacimiento del profeta, ni el tiempo histórico en el que el profeta vivió. La mención a los “caldeos” (Ha 1,6), parece situar la predicación de Habacuc en la época en la que los babilonios, después de desmembrarse el imperio asirio, buscaban imponer su dominio a los pueblos de Canaán. Estaríamos, pues, a finales del siglo VII antes de Cristo.

El rey de Judá es, en ese momento, Joaquín (609-598 antes de Cristo). Se trata de un rey débil, incompetente, que explota al pueblo, que permite que crezcan las injusticias y que se cave una fosa cada vez más profunda entre ricos y pobres; además de eso, el rey desarrolla una política aventurada de alianzas con las superpotencias de la época.

A pesar de las simpatías pro-egipcias de Joaquín, Judá siente ya el peso del imperialismo babilónico y se ve obligado a pagar un pesado tributo a Nabucodonosor.

Se prepara la caída de Jerusalén en manos de los babilonios, la muerte de Joaquín, la deportación de su hijo y sucesor Joaquín (que reinó únicamente tres meses, cf. 2 Re 24,8) y la marcha hacia el exilio de una parte significativa de la clase dirigente de Judá (1ª deportación: 597 antes de Cristo).

Nuestro texto comienza por exponer la queja del profeta: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves?” (Ha 1,2).
Habacuc grita su impaciencia (y la impaciencia de su Pueblo), cuestionando la actitud

complaciente de Dios para con el pecado; él no comprende que Dios contemple, impasible, las luchas y contiendas de su tiempo.

Habacuc se siente interpelado por lo que le rodea y no concibe que Dios (ese mismo Dios que se mostró como libertador y salvador en la historia del Pueblo y que se proclama fiel a los compromisos que asumió para con los hombres) no ponga fin a tantas violaciones de su proyecto para el mundo.

El profeta no se limita a escuchar la Palabra de Yahvé y a transmitirla, sino que él mismo toma la iniciativa, pregunta a Dios, exige respuestas. Es, como un centinela que vigila; el profeta se queda a la espera de que Dios se explique (cf. Ha 2,1).

Finalmente, Dios se digna responder. El mensaje es de esperanza, pues la respuesta de Dios deja claro que él no permanece indiferente ante el mal que afea el mundo y que el momento de la venganza divina está por llegar; al hombre, le queda esperar con paciencia el tiempo de la acción de Dios (cf. Ha 2,2-5): en ese momento, el orgulloso y el prepotente recibirán su castigo y el justo triunfará.

En conclusión: ante la injusticia y la opresión, Yahvé parece, muchas veces, indiferente y ausente, pero, de acuerdo con su plan (que el hombre no conoce con detalle), él encontrará el momento ideal para intervenir, para castigar la tiranía, el orgullo, la injusticia, la opresión.

La reflexión y el compartir pueden hacerse de acuerdo con los siguientes puntos:

Con frecuencia encontramos personas que nos cuestionan acerca de la relación entre Dios, su justicia y la situación del mundo:
si Dios existe, ¿cómo puede soportar la injusticia y la opresión?
Si Dios existe, ¿por qué hay niños que mueren de cáncer o de hambre?

Si Dios existe, ¿por qué los buenos sufren y los malos son honrados con gloria, honras y triunfos?
Si Dios existe, por qué el sufrimiento inocente?
Estas son las cuestiones que, hoy, más obstaculizan la creencia en Dios. Nuestra respuesta tiene que ser el reconocimiento humilde de que los proyectos de Dios superan infinitamente nuestra pequeñez e infinitud y que nosotros nunca conseguiremos explicar y abarcar los esquemas de Dios.

Sobre todo importa percibir que los caminos de Dios no son iguales a los nuestros. Dios tiene su propio ritmo; y el ritmo de Dios no es el ritmo de nuestra impaciencia, de nuestra prisa, de nuestro egoísmo, de nuestros intereses. Desde el punto de vista de Dios, las cosas se integran en un “todo” que nosotros, en nuestra pequeñez, no podemos abarcar. Nos queda respetar, incluso sin entender, el ritmo de Dios.

Además de eso, necesitamos aprender a confiar en Dios, a ponernos en sus manos, a sentir que él es un Padre que nos ama y que, suceda lo que suceda, está

escribiendo la historia por caminos derechos (aunque los caminos por los cuales Dios conduce a nuestro mundo nos parezcan, tantas veces, extraños, misteriosos, enigmáticos, incomprensibles). Hay que confiar en la bondad y en la magnanimidad de ese Dios que nos ama como a hijos y que lo hará todo, siempre, para que alcancemos vida y felicidad.

Incluso sin entender, nuestra misión es continuar dando testimonio. Dios nos llama a denunciar todo lo que impide la realización plena del proyecto de felicidad que él tiene para el hombre (la injusticia, la violencia, la represión, el egoísmo, el miedo…); pero en cuanto al tiempo exacto y a las formas de intervención salvadora y liberadora de Dios en el mundo y en la historia personal de cada hombre o mujer, eso sólo a Él le compete.

Comentario al evangelio – 30 de septiembre

Normalmente entendemos por “poder” la capacidad para someter a las cosas, o a las personas a la propia voluntad. Para Jesús el poder es otra cosa, el poder verdadero, el auténtico… es la donación de si mismo, enteramente, a la causa del Reino de Dios. La distancia entre estas dos concepciones se da no sólo en la finalidad, sino también en el objeto de dominio. Nosotros entendemos el poder como dominación, Jesús los entiende como entrega, donación, capacidad de amar… Es algo incluso “antinatural”, siendo conscientes de que la ley que parece rige la naturaleza es la de la lucha por la vida. Una lucha sin cuartel en la que los débiles desaparecen y los fuertes, los mejor praparados, son los que salen adelante en esta carrera por la vida. Una ley que mueve también nuestras sociedades y que expresamos con el término “competitividad”. Competimos toda nuestra vida para conseguir los primeros puestos, el estar a la derecha o a la izquierda.

Esto es lo que expresan los apóstoles de Jesús en el Evangelio de hoy. Creen que por ser del grupo de los cercanos a Jesús, por haber madrugado al seguimiento “merecen” un lugar principal. Parece lógico y normal. Pero Jesús les pone delante a un niño para que vean de otra manera el problema: hacerse esclavo y servidor para ser el más importante, la acogida y la entrega a lo últimos como camino para ser “los primeros”.