Vísperas – Lunes XXIX de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

LUNES XXIX TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Hora de la tarde,
fin de las labores.
Amo de las viñas,
paga los trabajos de tus viñadores.

Al romper el día,
nos apalabraste.
Cuidamos tu viña
del alba a la tarde.
Ahora que nos pagas,
nos lo das de balde,
que a jornal de gloria
no hay trabajo grande.

Das al vespertino
lo que al mañanero.
Son tuyas las horas
y tuyo el viñedo.
A lo que sembramos
dale crecimiento.
Tú que eres la viña,
cuida los sarmientos

SALMO 10: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL JUSTO

Ant. El Señor se complace en el pobre.

Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«Escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia él lo odia.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor se complace en el pobre.

SALMO 14: ¿QUIÉN ES JUSTO ANTE EL SEÑOR?

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA: Col 1, 9b-11

Conseguid un conocimiento perfecto de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo; fructificaréis en toda clase de obras buenas y aumentará vuestro conocimiento de Dios. El poder de su gloria os dará fuerza para soportar todo con paciencia y magnanimidad, con alegría.

RESPONSORIO BREVE

R/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

R/ Yo dije: Señor, ten misericordia.
V/ Porque he pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.
Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Demos gracias a Dios, nuestro Padre, que, recordando siempre su santa alianza, no cesa de bendecirnos, y digámosle con ánimo confiado:

Trata con bondad a tu pueblo, Señor

Salva a tu pueblo, Señor,
— y bendice tu heredad.

Congrega en la unidad a todos los cristianos,
— para que el mundo crea en Cristo, tu enviado.

Derrama tu gracia sobre nuestros familiares y amigos:
— que difundan en todas partes la fragancia de Cristo.

Muestra tu amor a los agonizantes:
— que puedan contemplar tu salvación.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Ten piedad de los que han muerto
— y acógelos en el descanso de Cristo.

Terminemos nuestra oración con las palabras que nos enseñó el Señor:
Padre nuestro…

ORACION

Nuestro humilde servicio, Señor, proclame tu grandeza, y, ya que por nuestra salvación te dignaste mirar la humillación de la Virgen María, te rogamos nos enaltezcas llevándonos a la plenitud de la salvación. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – 21 de octubre

1) Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón. Por nuestro Señor.

2) Lectura

Del Evangelio según Lucas 12,13-21
Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.» Él le respondió: «¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?» Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida.» Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: `¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha?’ Y dijo: `Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea.’ Pero Dios le dijo: `¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’ Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios.»

3) Reflexión

● El relato del evangelio de hoy se encuentra sólo en el Evangelio de Lucas y no tiene paralelo en otros evangelios. Forma parte de la descripción del camino de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén (Lc 9,51 a 19,28), en el que Lucas coloca la mayor parte de las informaciones que consigue recoger respecto de Jesús y que no se encuentran en los otros tres evangelios (cf. Lc 1,2-3). El evangelio de hoy nos trae la respuesta de Jesús a la persona que le pidió que mediara en el reparto de una herencia.
● Lucas 12,13: Un pedido para repartir la herencia. “Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.” Hasta hoy, la distribución de la herencia entre los familiares es siempre una cuestión delicada y, muchas veces, ocasiona infinitas discusiones y tensiones. En aquel tiempo, la herencia tenía que ver también con la identidad de las personas (1Re 21,1-3) y con su supervivencia (Núm 27,1-11; 36,1-12). El mayor problema era la distribución de las tierras entre los hijos del fallecido padre. Siendo una familia grande, se corría el peligro de que la herencia se desmenuzara en pequeños pedazos de tierra que no podrían garantizar la supervivencia de todos. Por esto, para evitar la desintegración o pulverización de la herencia y mantener vivo el nombre de familia, el mayor de los hijos recibía el doble de la herencia (Dt 21,17. cf. 2Re 2,11).
● Lucas 12,14-15: Respuesta de Jesús: cuidado con la ganancia. “Jesús respondió: «¿Hombre, ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?” En la respuesta de Jesús se ve la conciencia que tenía de su misión. Jesús no se siente enviado por Dios para atender el pedido de arbitrar entre los parientes que se pelean entre sí por el reparto de la herencia. Pero el pedido despierta en él la misión de orientar a las personas, pues: “Les dijo: Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida.” Formaba parte de su misión el esclarecer a las personas respecto del sentido de la vida. El valor de una vida no consiste en tener muchas cosas, sino en ser rico para Dios (Lc 12,21). Pues, cuando la ganancia ocupa el corazón, no se llega a repartir la herencia con equidad y con paz.
● Lucas 12,16-19: La parábola que hace pensar en el sentido de la vida. Inmediatamente después Jesús cuenta una parábola para ayudar a las personas a reflexionar sobre el sentido de la vida: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha” El hombre rico está totalmente encerrado en la preocupación de sus bienes que aumentarán de repente por causa de una cosecha abundante. Piensa sólo en acumular para garantizarse una vida despreocupada. Dice: Y dijo: Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea.’
● Lucas 12,20: Primera conclusión de la parábola. “Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’ La muerte es una llave importante para redescubrir el sentido verdadero de la vida. Relativiza todo, pues muestra lo que perece y lo que permanece. Quien sólo busca tener y olvida el ser pierde todo en la hora de la muerte. Aquí se evidencia un pensamiento muy frecuente en los libros sapienciales: para qué acumular bienes en esta vida, si no sabes dónde poner los bienes que acumulas, ni sabes lo que el heredero va a hacer con aquello que tu le dejas (Ecl 2,12.18-19.21).
● Lucas 12,21: Segunda conclusión de la parábola. “Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios.”. ¿Cómo volverse rico para Dios? Jesús dio diversas sugerencias y consejos: quien quiere ser el primero, que sea el último (Mt 20,27; Mc 9,35; 10,44); es mejor dar que recibir (At 20,35); el mayor es el menor (Mt 18,4; 23,11; Lc 9,48) guarda su vida aquel que la pierde (Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24).

4) Para la reflexión personal

● El hombre pide a Jesús que le ayude en el reparto de la herencia. Y tú ¿qué pides a Dios en tus oraciones?
● El consumismo crea necesidades y despierta en nosotros el deseo de acumular. ¿Qué haces tú para no ser víctima de la sociedad de consumo?

5) Oración final

¡Aclama a Yahvé, tierra entera,
servid a Yahvé con alegría,
llegaos a él con júbilo! (Sal 100,1-2)

Mostraba al médico los miembros sanos, y ocultaba las heridas

Prestad atención, hermanos. El mismo evangelista indicó cuál fue el punto de partida para que el Señor propusiera esta parábola. Cristo había dicho: ¿Piensas que hallará fe en la tierra cuando venga el Hijo del hombre? Y para que ciertos herejes que consideran y piensan que casi todo el mundo ha sucumbido -pues los herejes son siempre pocos y limitados a una región- no se jactasen de que en ellos había quedado el resto, después de haber perecido todo el mundo, después de haber dicho el Señor: ¿Piensas que hallará fe en la tierra cuando venga el Hijo del hombre?, añadió el evangelista a continuación: por algunos que se consideraban justos y despreciaban a los demás, les pronunció esta parábola: Subieron al templo a orar dos hombres, uno fariseo y otro publicano, y el resto que ya conocéis.

El fariseo decía: Te doy gracias. ¿Dónde se manifiesta su soberbia? En que despreciaba a los demás. ¿Cómo lo demuestras? Por sus mismas palabras. ¿De qué manera? Aquel fariseo -según la parábola- despreció al que se hallaba lejos, aunque por su confesión tenía a Dios cercano. El publicano prosigue- se mantenía de pie a lo lejos, pero Dios no estaba lejos de él. ¿Por qué? Por lo que dice la Escritura en otro lugar: El Señor está cerca de los hombres de corazón contrito (Sal 33,19). Considerad si este publicano tenía contrito su corazón y veréis que el Señor está cerca de los hombres de corazón contrito. En cambio, el publicano se mantenía de pie a lo lejos, y ni siquiera quería levantar sus ojos al cielo, sino que golpeaba su pecho. El golpearse el pecho es la contrición de corazón. ¿Qué decía mientras golpeaba su pecho? ¡Oh Dios! Apiádate de mí, que soy pecador. ¿Y cuál fue la sentencia del Señor? En verdad os digo que este publicano bajó del templo justificado y no el fariseo. ¿Por qué? Tal es el juicio de Dios. No soy como ese publicano; no soy como los demás hombres que son injustos, ladrones, adúlteros, ayuno dos veces a la semana y pago el décimo de cuanto poseo.

El otro, el publicano, no se atreve a levantar sus ojos al cielo, examina su conciencia, se queda de pie a lo lejos, y sale justificado; no así el fariseo. ¿Por qué? Te suplico, Señor; expónnos tu justicia, expónnos la equidad de tu derecho. Dios expone la regla de su ley. ¿Queréis oír cuál es? Pues todo el que se exalta será humillado y todo el que se humilla será exaltado (Lc 18,814).

Preste atención vuestra caridad. Dijimos que el publicano no se había atrevido a levantar los ojos al cielo. ¿Por qué no miraba al cielo? Porque se miraba a sí mismo. Se miraba a sí mismo para comenzar desagradándose a sí mismo y de esta manera agradar a Dios. Tú, por el contrario, te envaneces, tienes la cerviz erguida. Dice el Señor al soberbio: ¿No quieres mirarte a ti mismo? Yo te examinaré. ¿Quieres que no te examine yo? Examínate tú. Por eso el publicano no se atrevía a levantar sus ojos al cielo: porque se miraba a sí mismo y hería su conciencia. Él era juez de sí mismo, para que intercediese el Señor; se acusaba a sí mismo, para que le defendiese el Señor. Y en verdad le defendió, pues pronunció sentencia a su favor: El publicano bajó justificado del templo, y no el fariseo, porque todo el que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado. Como él se examinó a sí mismo -dice-, no quise examinarlo yo. Le oí decir: Aparta tus ojos de mis pecados. Quien dijo esto había dicho también: Pues yo reconozco mi pecado (Sal 50,5.11).

Por tanto, hermanos, también aquel fariseo era pecador. El decir: No soy como los demás hombres que son injustos, ladrones, adúlteros, el ayunar dos veces por semana y pagar el décimo de cuanto poseía, no le excluía de entre los pecadores. Aunque se hallase sin otros pecados, la misma soberbia era un gran crimen. Ved que decía todo lo indicado. ¿Quién, entonces, está sin pecado? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto, o de estar libre de pecados? (Prov 20,9). También él tenía pecados; habiendo extraviado el camino y sin saber a dónde se dirigía, se hallaba en la casa del médico donde podía ser curado; pero él mostraba los miembros sanos y ocultaba las heridas. Vende Dios las heridas, no tú; pues si, por vergüenza, quisieras vendarlas tú, no te curará el médico. Véndelas y cúrelas el médico, tras aplicarles el medicamento. La herida sana bajo la venda del médico; si, en cambio, venda el herido, la oculta. ¿A quién la oculta? A quien conoce todo.

Comentario al salmo 31 11, 11-12
San Agustín

Comentario del 21 de octubre

El tema de las riquezas es recurrente en la predicación de Jesús, quizá porque sabe que atraen demasiado nuestro corazón y facilitan el despertar de la codicia que tanto deteriora las relaciones humanas e impide la implantación del reino de Dios que tiene su fundamento en el amor. Porque ¿qué es lo que hace que dos hermanos disputen sobre la herencia? Seguramente que su aprecio excesivo por la misma, un aprecio que colocan por encima de la buena sintonía familiar y de la conservación de los afectos más naturales y espontáneos. Pero semejante aprecio de bienes materiales es desordenado; no respeta el orden de las prioridades. Y este deseo desordenado es lo que llamamos codicia.

En cierta ocasión, nos dice el evangelio, se le acercó uno del público a Jesús, pidiéndole que interviniera como juez en una disputa entre herederos: Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.

Confía en la autoridad moral de Jesús y pide su respaldo en un asunto que cree justo, pues no reclama más que una equitativa distribución: la parte que le corresponde de la herencia. En su respuesta, Jesús parece querer mantenerse al margen de esta disputa: Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y, sin embargo, sí se cree con autoridad para dar una palabra juiciosa sobre el asunto o una palabra de advertencia tanto para el hermano que no parece querer repartir como para el que reclama en justicia su parte.

Ambos están en peligro de dejarse subyugar por el deseo excesivo que la posesión de tales bienes despierta, olvidando que la vida no depende de los bienes. Por eso, guardaos –les dice- de toda clase de codiciaPues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes.

Es una insensatez que la codicia de ciertas posesiones materiales nos lleve a romper o a destruir cosas infinitamente más valiosas, como el amor, la amistad, la buena relación familiar, etc. Perder a un hermano es una pérdida mucho mayor que perder una casa, una mesa de caoba o una buena suma de dinero. Quizá tras esas disputas de herencia no haya sólo codicia de bienes materiales, sino algo más íntimo y personal, un deseo de ser reconocido como verdadero hijo o como digno heredero, es decir, un deseo no confesado de reconocimiento en la propia dignidad, como si no heredar significase haber sido degradado de la condición filial aneja a la herencia.

En cualquier caso, Jesús pone de manifiesto este dato: la vida de que disponemos no depende de nuestros bienes. Por eso les propone a continuación esa parábola en que se narran los cálculos de un hombre rico tras haber tenido una gran cosecha y encontrarse en posesión de muchos bienes: puesto que no tiene graneros suficientemente grandes para almacenar toda la cosecha, ha decidido construir otros graneros más grandes; entonces, tendrá bienes acumulados para muchos años y, en consecuencia, podrá darse a la buena vida. Pero en sus cálculos le falla algo esencial: que, siendo dueño de los bienes acumulados, no lo es sin embargo de los años en los que podría disfrutar de tales bienes. Ni siquiera tiene la seguridad de poder mantener tales bienes intactos en sus graneros; pues no dejan de ser bienes perecederos, o robables, o destruibles, o dispensables, o despreciables, es decir, que están expuestos a todo tipo de despojos o de pérdidas.

Y lo que es más importante: ¿Quién puede garantizarse los años de disfrute por muy grandes que sean sus posesiones? Por eso el calificativo de necio que recae sobre este rico calculador es muy acertado. El que es dueño absoluto de su vida le podrá decir: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? No ciertamente de ese rico necio que pretendía darse la buena vida a costa de los bienes acumulados. Podrá ser de sus herederos, pero no de él, tal como pretendía. Y es que, se impone la sentencia, la vida no depende en último término de los bienes poseídos, aunque determinados bienes (alimentarios, respirables, bebibles, etc.) sean necesarios para la vida.

Y concluye el pasaje evangélico: Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios. Más importante que amasar riquezas para sí es ser rico ante Dios. Y se es rico ante Dios cuando se es rico en generosidad, en laboriosidad, en fraternidad, en solidaridad, en sensibilidad, en servicialidad, en fe, en caridad…, esto es, cuando se es rico en valores que enriquecen realmente, que dan valor a la persona que los detenta. Por este camino puede que no amasemos riquezas en la tierra, pero estaremos atesorando tesoros en el cielo. Esos son los tesoros que nos hacen ricos ante Dios, y en cuanto ricos en tales virtudes, dignos de estima y aprecio por Él y por todos los que con Él sintonizan.

 

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Christus Vivit – Francisco I

El crecimiento y la maduración

158. Muchos jóvenes se preocupan por su cuerpo, procurando el desarrollo de la fuerza física o de la apariencia. Otros se inquietan por desarrollar sus capacidades y conocimientos, y así se sienten más seguros. Algunos apuntan más alto, tratan de comprometerse más y buscan un desarrollo espiritual. San Juan decía: «Les escribo jóvenes porque son fuertes, porque conservan la Palabra de Dios» (1 Jn 2,14). Buscar al Señor, guardar su Palabra, tratar de responderle con la propia vida, crecer en las virtudes, eso hace fuertes los corazones de los jóvenes. Para eso hay que mantener la conexión con Jesús, estar en línea con Él, ya que no crecerás en la felicidad y en la santidad sólo con tus fuerzas y tu mente. Así como te preocupa no perder la conexión a Internet, cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas, y cuando no sepas con claridad qué tendrías que hacer, preguntarle: «Jesús, ¿qué harías tú en mi lugar?»[84].


[84] Cf. Encuentro con los jóvenes en el Santuario Nacional de Maipú, Santiago de Chile (17 enero 2018): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (19 enero 2018), p. 11.

Homilía – Domingo XXX Tiempo Ordinario

TODO ES GRACIA

 

PARA LOS QUE SE CREEN JUSTOS Y DESPRECIAN A LOS DEMÁS

Por suerte, no necesitamos devanarnos los sesos para averiguar el sentido y el mensaje de la parábola de hoy. Con ella Jesús quiere alertar a «los que se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás». Podemos decir que estamos ante una parábola con una clara dedicatoria.

En los evangelios «los fariseos» no son sólo personajes históricos a los que tuvo que enfrentarse Jesús de Nazaret; el fariseísmo es un sistema y una concepción de la vida, una forma de comprensión y de vivencia religiosa, y una tentación permanente para el cristiano en la que, incluso, en mayor o menor medida, todos caemos. Por eso Lucas transmite a las comunidades cristianas como una voz de alerta y de atención ya que se sentían tentadas de aclimatarse al ambiente fariseo de la sinagoga.

Pero, ¿quién es fariseo? ¿Por qué están equivocados? Fariseo es el hombre de la ley por la ley, de la mera corrección, del cumplimiento, del «cumplo» y «miento». El fariseo «cumple» literalmente con lo mandado; pero «miente» porque actúa hipócritamente, porque su exterior no corresponde a su interior, porque su «bondad» no brota del corazón, como pide Jesús. Y como está legalmente en regla, se siente seguro de sí mismo ante Dios. Se siente incluso con derecho a pasarle factura por su buen comportamiento; y, por otra parte, se cree con el derecho a sentirse superior a todos los «publícanos» que le rodean.

Dice el refrán: «El hábito no hace al monje». El fariseo es esencialmente una persona que es sólo cristiano, sólo religioso, por el hábito de la cofradía. Su corazón es pagano; sus ambiciones, la jerarquía de valores, el sentido de su actuar son paganos; se tiene a sí mismo como centro, pero se reviste, en cambio, de formalismo y formulismo con los que tranquiliza su conciencia; se siente seguro de sí mismo y seguro de la predilección de Dios: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Cumple sobradamente la ley. Es una persona correcta, legal, pero vacía por dentro. El Señor se queja por el profeta: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,8).

 

EL AMOR ES LA CLAVE

El fariseo se olvida de lo que da valor a todo: el amor. No ha aprendido lo que el fariseo Pablo aprendió en contacto con el mensaje de Jesús y sus discípulos: «Ya puedo ser intachable en todo, ya puedo incluso despojarme de todos mis bienes, puedo deshacerme realizando obras buenas y deshacerme en rezos y oraciones toda la vida, puedo ser, incluso, un héroe, que si todo ello no está animado por el amor, no vale absolutamente nada… Ya podemos hacer milagros, que si no actuamos movidos por el amor, somos unos pobres actores de teatro que no hacemos más que representar una triste comedia» (1Co 13,1-3).

La parábola contiene una llamada a realizarlo todo desde el amor. La compleja vida social en que vivimos nos tienta a «cumplir», incluso a cumplir con Dios, a «despachar compromisos». Como el no entrar en el juego social puede traer complicaciones, disgustos, represalias… y, en el caso de Dios, implica pecado y miedo al castigo, pues entonces uno se siente tentado a «cumplir», a tranquilizar la conciencia despachándose con una realización resignada y mecánica de los «compromisos». El fariseo que ora a Dios tan satisfecho, recitando la letanía de sus buenas obras, está vacío por dentro, porque todo lo ha hecho maquinalmente.

«A LOS RICOS LOS DESPIDE VACÍOS»

Este Dios Amor cuestiona de raíz la manera espontánea como tendemos a situarnos ante Él. A los hombres nos cuesta creer en el amor infinito y gratuito de Dios. Preferimos, por si acaso, acumular méritos ante Él y organizamos una religión

que nos defienda de sus posibles reacciones. He aquí una manera de aferramos a las leyes y a las prácticas religiosas que, por exigente que parezca, no es sino búsqueda interesada de seguridad ante Dios.

La Ley de Dios, cuando es mal entendida, se puede convertir en un obstáculo que impide a la persona el encuentro sincero con Dios y la apertura a sus verdaderas exigencias. El hombre intenta ser fiel no a un Dios amor, que nos remite siempre al amor y nos expone a las exigencias inesperadas del amor a todo hombre necesitado, sino a una ley que da seguridad y nos permite encerrar nuestra vida en el marco de unas normas y unas prácticas. Hay una manera de entender la moral y de obedecer a la Ley de Dios que no humaniza ni libera. Es la postura del hijo mayor de la parábola que puede decir a su padre que «jamás ha dejado de cumplir una orden suya» (Lc 15,29) y, sin embargó, es un hombre incapaz de acoger, amar y perdonar al hermano. Abrirse al Dios revelado en su Hijo Jesús no es limitarse a obedecer unas leyes que contienen de alguna manera su voluntad. Es, antes que nada; acoger su amor gratuito, dejar crecer en nosotros su presencia amorosa y disponernos a amar a los hombres como hijos de ese Padre que ama a justos y pecadores (Mt 5,45). «Sólo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, porque Dios es Amor» (Jn 4,7-8). La autosuficiencia cierra la entrada a Dios.

El fariseo, además, apoyado en su «buena conducta» se siente con derecho a compararse con los demás y a despreciarlos. «Erguido —le describe Jesús— oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos adúlteros; ni como ese publicano»… Es absurdo intentar compararse a los demás. Todos somos únicos e irrepetibles ante Dios. ¿Qué sé yo qué oportunidades ha tenido en la vida el otro a quien pretendo juzgar? ¿Qué educación ha recibido, qué potencial psicológico tiene, qué traumas ha padecido…? ¡Es tan compleja la vida! ¿Estoy seguro de que yo hubiera sido mejor si hubiera vivido en las mismas condiciones? «Al que más se le dio, más se le pedirá; al que más se le confió, más se le exigirá» (Lc 12,48). ¿Cómo va a tener la misma responsabilidad una persona nacida y criada en un ambiente donde se daban «todos los males sin mezcla de bien alguno» que nosotros, nacidos y crecidos en un ambiente donde se daban casi «todos los bienes sin apenas mezcla de mal alguno»? ¿Puede estar seguro alguien de que hubiera sido mejor que cualquiera de los delincuentes si hubiera nacido, crecido y vivido en sus mismas condiciones?

TODO ES GRACIA

Si parece que mis hechos no son tan malos como los de otros, si parece que hago más bien y llevo mejor conducta, «todo es gracia» y nada más que gracia. María, con una gran lucidez de espíritu, canta: «El Señor hizo en mí maravillas»; es el Señor el que ha hecho las maravillas, no yo (Cf. Lc 1,47). Afirma Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,6). Interpela Pablo: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como sí no lo hubieras recibido?» (1Co 4,7). Y dice de sí mismo: «He trabajado más que nadie»; pero enseguida acota: «no yo, sino la gracia de Dios en mí»(1Co 15,10).

La persona madura, el cristiano maduro y santo, en lugar de crecerse ante los demás, se humilla, aprende de ellos. Donde el fariseo dice: «Yo no soy como ése…», el publicano arrepentido, el santo, dice: «Quién me diera ser como ése… Fue pecador, pero mírale qué arrepentido, qué humilde; seguro que Dios le ha tocado el corazón y le ha cambiado». Así eran los santos. San Antonio María Claret escribe en su Autobiografía: «¡Oh Dios mío, qué confuso estoy! Me has abrumado con tanto don y qué mal he sabido corresponderte; si a otro le hubieras enriquecido con los mismos dones que a mí, hubiera sido un santo y no un espíritu mediocre como yo» (n° 54).

¿Qué actitudes del publicano hemos de apropiarnos para ser acogidos y perdonados por Dios, para rehabilitarnos? Ante todo la sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Como testifica Jesús, «la verdad nos hará libres» (Jn 8,32). Es el mismo Jesús quien deduce la moraleja: «El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Nuestra confianza no puede apoyarse sino en el amor gratuito de Dios. Por muy grave que sea nuestro pecado, nunca es obstáculo para acercarnos humildemente al Dios del amor. Al contrario, pocas veces estamos los hombres tan cerca de Dios como cuando nos reconocemos pecadores y acogemos agradecidos su perdón gratuito y su fuerza renovadora.

Cuenta el ex-alcohólico Aimée Duval que, mientras se tapaba los ojos para no reconocer sus esclavitudes, se daba tortazos con todo el mundo, consigo mismo y, por supuesto, también con Dios. Hasta que un día, con un gesto heroico, se despojó de sus máscaras, se desnudó ante sí mismo y se dijo: «¿Por qué andar con tapujos? ¿Sabes una cosa? Eres una pura miseria». Después oró: «Señor Jesús, amigo de los tirados, no tengo otro apoyo que mi fe en tu misericordia. ¡Ten compasión de mí!». Cuenta con enorme alegría que, a partir de este gesto de sinceridad radical, empezó a ser de verdad libre.

Quien se siente pecador, se siente amado gratuitamente por Dios; quien se siente amado gratuitamente por Dios, comprende, perdona y ama gratuitamente a los demás, y, en consecuencia, se reconcilia con Dios, consigo mismo y con los demás. Somos de verdad libres cuando, como nos indica Jesús, decimos con toda la sinceridad del publicano: ¡Oh Dios, ten compasión de este pecador que reconoce su pecado, incluso su fariseísmo!

Atilano Aláiz

Lc 18, 9-14 (Evangelio Domingo XXX Tiempo Ordinario)

Más de una vez, Lucas nos sitúa en el “camino hacia Jerusalén”, para ofrecernos una lección sobre el “Reino”. Esta vez, Jesús propone una parábola “a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Los protagonistas de la historia son un fariseo y un publicano.

Los “fariseos” formaban uno de los grupos más interesantes y con más impacto en la sociedad Palestina del tiempo de Jesús. Descendientes de esos “piadosos” (“hassidim”), que apoyaron al heroico Matatías en la lucha contra Antíoco IV Epífanes y la helenización forzosa, eran los defensores intransigentes de la “Torah” (ya de la “Torah” escrita, ya de la “Torah” oral, esto es, de los preceptos no escritos, pero que los fariseos habían deducido de la “Torah” escrita); en el día a día, procuraban cumplir escrupulosamente la Ley y se esforzaban por enseñar la Ley al Pueblo: sólo así, pensaban ellos, el Pueblo llegaría a ser santo y el Mesías podría traer la salvación a Israel.

Se trataba de un grupo serio, verdaderamente empeñado en la santificación del Pueblo de Dios. Sin embargo, su fundamentalismo con relación a la “Torah” será, muchas veces, criticado por Jesús: al afirmar la superioridad de la Ley, despreciaban muchas veces al hombre y creaban en el Pueblo un sentimiento latente de pecado y de indignidad que oprimía las conciencias.

Los “publicanos” estaban ligados al cobro de los impuestos, al servicio de las fuerzas romanas de ocupación. Tenían fama de utilizar su cargo para enriquecerse de modo inmoral; y es necesario decir que, en general, esa fama era bien merecida. De acuerdo con la Mishna, estaban afectados permanentemente de impureza y no podía ni siquiera hacer penitencia, pues eran incapaces de conocer a todos aquellos a quienes habían defraudado y a quienes debían una reparación.

Si un publicano, antes de aceptar el cargo, formaba parte de una comunidad farisaica, era inmediatamente expulsado de ella y no podía ser rehabilitado, a no ser después de abandonar ese cargo.

Quien ejercía tal oficio, estaba privado de ciertos derechos civiles, políticos y religiosos; por ejemplo, no podía ser juez ni prestar testimonio en el tribunal, siendo equiparado con un esclavo.

En el fariseo y el publicano de la parábola, Lucas pone en confrontación dos actitudes distintas frente a Dios.

El fariseo es el prototipo de un hombre irreprensible frente a la Ley, que cumple todas las reglas y lleva una vida íntegra. Es consciente de que nadie le puede acusar de cometer acciones injustas, ni contra Dios, ni contra los hermanos (y, aparentemente, es verdad, pues la parábola no nos dice que estuviese mintiendo). Evidentemente, es consciente (y tenía razones para eso) de no ser como ese publicano que también está en el Templo: los fariseos eran concientes de su superioridad moral y religiosa, sobre todo en relación con los pecadores públicos (como es el caso de este publicano).

El publicano es el prototipo de pecador. Explota a los pobres, practica la injusticia, trafica con la miseria y no cumple las obras de la Ley. Tiene, además, conciencia de su indignidad, pues su oración consiste únicamente en pedir: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

El comentario final de Jesús sugiere que el publicano se reconcilió con Dios (la expresión utilizada es “bajó a su casa justificado”, lo que nos conduce a la doctrina paulina de la justificación: a pesar de que el hombre vive hundido en el pecado, Dios, en su misericordia infinita y sin que el hombre tenga ningún mérito, lo salva). ¿Por qué?

El problema del fariseo es que piensa ganar la salvación con su propio esfuerzo. Para él, la salvación no es un don de Dios, sino una conquista del hombre; si el hombre lleva una vida irreprensible, Dios no tendrá otro remedio que salvarlo. Está convencido de que Dios le debe la salvación por su buen comportamiento, como si Dios fuese un contable que toma nota de la acciones del hombre y, al final, le paga en consecuencia. Está lleno de autosuficiencia: no espera nada de Dios, pues (piensa él) sus méritos son suficientes para salvarle. Por otro lado, esa autosuficiencia le lleva, también, al desprecio de aquellos que no son como él; se considera “a parte”, “separado”, como si entre él y el pecador existiera una barrera.. Así se ha andado la mitad del camino para, en nombre de Dios, hacer segregación y exclusión: es ahí donde conduce la religión de los “méritos”.

El publicano, al contrario, se apoya únicamente en Dios y no en sus méritos (que, además, no existen). Se presenta ante Dios con las manos vacías y sin ninguna pretensión; se pone en las manos de Dios y le pide perdón. Y Dios lo “justifica”, esto es, derrama sobre él su gracia y le salva, precisamente porque no tiene el corazón lleno de autosuficiencia y está dispuesto a aceptar la salvación que Dios quiere ofrecer a todos los hombres.

Esta parábola, destinada a “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”, sugiere que esos que presumen de justos están, a veces, muy lejos de Dios y de la salvación.

Para reflexionar y actualizar este texto, considerad los siguientes datos:

Este texto plantea, fundamentalmente, el problema de la actitud del hombre frente a Dios. Desautoriza completamente a aquellos que se presentan ante Dios llenos de autosuficiencia, convencidos de su “bondad”, muy seguros de sus méritos, como si pudieran exigir algo a Dios y dictarle sus condiciones; propone, en contrapartida, una actitud de reconocimiento humilde de los propios límites, una confianza absoluta en la misericordia de Dios y una entrega confiada en sus manos. Esta segunda actitud es la que estamos invitados a hacer nuestra.

Este texto presenta, también la cuestión de la imagen de Dios. Nos dice que Dios no es un contable, una máquina de recompensar y de castigar, sino que es el Dios de la bondad, del amor, de la misericordia, siempre dispuesto a derramar sobre el hombre la salvación (aunque el hombre no lo merezca) como puro don gratuito. La única condición para “ser justificado” es la de aceptar humildemente la oferta de salvación que Él realiza.

La actitud de orgullo y de autosuficiencia, la certeza de poseer cualidades y méritos en abundancia, acaba generando desprecio por los hermanos. Entonces, se crean barreras de separación (de un lado los “buenos”, de otro los “malos”), que provocan segregación y exclusión… Esto sucede con alguna frecuencia en nuestras comunidades cristianas y hasta en comunidades religiosas.

¿Cómo entender esto a la luz de la parábola que hoy nos propone Jesús?

En los últimos siglos los hombres han desarrollado, a la par que una conciencia mucho más profunda de su dignidad, una conciencia viva de sus capacidades. Esto les ha llevado, con frecuencia, a la presunción, a la autosuficiencia. El desarrollo de la tecnología, de la medicina, de la química, de los sistemas políticos, ha hecho creer al hombre que podía prescindir de Dios pues, por si sólo, podría también ser feliz.

¿A dónde nos ha conducido esta presunción?
¿Podemos llegar a la salvación, a la felicidad plena, únicamente por nuestros propios medios?

2Tim 4, 6-8.16-18 (2ª lectura Domingo XXX Tiempo Ordinario

Una vez más la liturgia nos trae un texto de la segunda Carta a Timoteo. Aunque atribuida a Pablo, se trata (como ya vimos en domingos anteriores) de una carta escrita por un autor desconocido, de finales del siglo I o principios del siglo II.

Para los creyentes de la segunda generación cristiana, es una época de persecuciones, de divisiones, de herejías y, por tanto, de confusión y de desánimo. En ese contexto, un cristiano anónimo, utilizando el nombre de Pablo, escribió pidiendo a sus hermanos en la fe que se mantuviesen fieles a la misión que Dios les había confiado. Su objetivo era revitalizar la fe y el entusiasmo de los creyentes.

El autor de la carta se pone en la piel de Pablo, prisionero en Roma; y, desde ahí, hace un balance final de su vida y de su entrega al servicio del Evangelio.

La vida de Pablo fue, desde su encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, una respuesta generosa a la llamada y un compromiso total con el Evangelio. Por Cristo y por el Evangelio, Pablo luchó, sufrió, gastó su vida, en una entrega total, para que la salvación de Dios llegase a todos los pueblos de la tierra.

Al final, él se siente como un atleta que ha luchado hasta el fin para vencer y está satisfecho por lo realizado. Le queda recibir esa corona de gloria, reservada a los atletas vencedores (y que Pablo sabe que no le está reservada únicamente a él, sino también a todos aquellos que luchan con el mismo arrojo y con el mismo entusiasmo por la causa del “Reino”).

Para definir su vida como don total a Dios y a los hermanos, Pablo utiliza aquí una imagen muy sugerente: la imagen de la víctima inmolada en sacrificio. Pablo hace de su vida una entrega total, al servicio del Evangelio; su entrega fue un sacrificio cultual a Dios. Ahora, para que el sacrificio sea total, sólo le resta coronar su entrega con la donación de su sangre.

La referencia a la ofrenda en “libación” hace referencia a los sacrificios en los que se vertía el vino sobre el altar, inmediatamente antes de ser inmolada la víctima sacrificial.

Hay dos maneras de dar la vida por Cristo: una es gastarla día a día en la tarea de llevar la liberación que Cristo vino a proponer a todos los pueblos de la tierra; otra es derramar, de una vez, la sangre por la fe y por el testimonio de Cristo.

Pablo conoció las dos modalidades; imitar a Pablo es un desafío que el autor de la Carta a Timoteo propone a los discípulos de su tiempo y de todos los tiempos.

En la segunda parte de nuestro texto (vv. 16-18), el autor de esta carta pone en boca de Pablo el lamento desilusionado de un hombre cansado que, a pesar de haber ofrecido su vida como don a los hermanos se siente, al final, abandonado y solo. Pero además de esto, Pablo tiene conciencia de que Dios ha estado a su lado a lo largo de su caminar, le ha dado la fuerza para enfrentarse a las dificultades, le ha librado de todo mal y le dará, al final del camino, la vida definitiva. De ahí la alabanza con la que Pablo termina: “A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Es esta la actitud que el autor de la carta pide a sus hermanos: a pesar del desánimo, del sufrimiento, de la tribulación, que descubran la presencia de Dios, que confíen en su fuerza, que se mantengan fieles al Evangelio: así recibirán, sin lugar a dudas, la salvación definitiva que Dios reserva a quien combata el buen combate de la fe.

La reflexión puede realizarse a partir de los siguientes puntos:

Pablo fue una de las figuras que marcó, de forma decisiva, la historia del cristianismo. Al contemplar su ejemplo, nos impresiona cómo el encuentro con Cristo marcó su vida de forma tan decisiva; nos asombra cómo se identificó totalmente con Cristo; nos interpela la forma entusiasta y convencida con la que anunció el Evangelio por todo el mundo antiguo, sin vacilar nunca ante las dificultades, los peligros, la tortura, la prisión, la muerte; nos cuestiona la forma como él quiso vivir en el seguimiento de Cristo, en una entrega total a los hermanos, al servicio de la liberación de todos los hombres. Pablo es, verdaderamente, un modelo y un testimonio que debe interpelar, desafiar e inspirar a cada creyente.

El camino que Pablo recorrió continúa siendo un camino difícil. Hoy, como ayer, descubrir a Jesús y vivir de forma coherente el compromiso cristiano, implica recorrer un camino de renuncia a valores a los que los hombres de nuestro tiempo dan una importancia fundamental; implica ser incomprendido y, algunas veces, maltratado; implica ser mirado con desconfianza y, algunas veces, con conmiseración. Con todo, a la luz del testimonio de Pablo, el camino cristiano vivido con radicalidad es un camino que merece la pena recorrer, pues conduce a la vida plena.

¿Estoy de acuerdo? ¿Es este el camino que me esfuerzo en recorrer?

Conviene tener siempre presente ese dato fundamental que dio sentido a la vida de Pablo: aquél que elige a Cristo, no está solo, aunque haya sido abandonado y traicionado por los amigos y conocidos; el Señor está a su lado, le da fuerza, le anima y lo libra de todo mal. Animados por esta certeza, ¿qué podremos temer?

Eclo 35, 12-14. 16-18 (1ª lectura Domingo XXX Tiempo Ordinario)

El libro de Ben Sirá fue escrito a principios del siglo II antes de Cristo (entre el 195 y el 171), en un momento en el que los seléucidas dominaban Palestina y la cultura helénica, cada vez más omnipresente, ponía en riesgo la cultura, la fe y los valores judíos.

El autor del libro (Jesús Ben Sirá), preocupado porque muchos de sus conciudadanos se dejaban seducir por los valores extranjeros y renegaban de las raíces de su Pueblo escribe, para defender el patrimonio cultural y religioso del judaísmo, sobre su concepción de Dios, del mundo, de la elección y de la alianza. Quiere convencer a sus compatriotas de que Israel posee en su “Torah”, revelada por Dios, la verdadera “sabiduría”, una “sabiduría” muy superior a la “sabiduría” griega.

El texto que se nos propone se inserta en un paquete de sentencias en el que Jesús Ben Sirá quiere señalar a sus conciudadanos el camino hacia la verdadera “sabiduría” (cf. Ben Sirá 34,21-35,26).

Ese “camino” pasa por la práctica de una «religión verdadera”, esto es, por el cumplimiento riguroso de los mandamientos de la “Torah”, sobre todo en aquello que respecta a la vivencia de la justicia comunitaria y del respeto de los derechos de los más pobres.

En estas sentencias, Jesús Ben Sirá informa que Dios no puede ser comprado con actos de culto, por parte de aquellos que practican la injusticia y que esclavizan a los hermanos. La llamada del autor va, por tanto, en el sentido que se cumplan los mandamientos de la Ley y sean respetados los derechos de los pobres y de los débiles. Esa es la verdadera religión que Dios exige del hombre.

Aquellos que pretenden ser sabios no pueden cometer injusticias por la mañana y por la tarde aparecer en el Templo proclamando su fe y su comunión con Dios, a través de la ofrenda de llamativos sacrificios de animales. Eso sería, en la práctica, querer comprar a Dios y hacerle cómplice de la injusticia. Y eso, Dios no lo acepta.

Dios es, entonces, un juez justo (de aquí parte nuestro texto), que no hace acepción de personas, que no acepta ser cómplice de los opresores, que no se deja sobornar por

los presentes de los ricos y que no desiste de hacer justicia a los pobres (son nombrados explícitamente los huérfanos y las viudas, las dos figuras paradigmáticas de los que no tienen protección ninguna, que sólo tienen a Dios que los defienda de la prepotencia de los poderosos).

Por otro lado, Jesús Ben Sirá insiste en que Dios escucha siempre las oraciones de los pequeños y que está atento a los gritos de auxilio de aquellos que son víctimas de la injusticia. Así, los humildes, que sufren la opresión y la prepotencia de los poderosos, son invitados a presentar a Dios sus quejas, hasta que él restablezca el derecho y la justicia.

La reflexión puede realizarse a partir de las siguientes sugerencias:

Este texto presenta, antes de nada, el problema de lo que es fundamental en la experiencia religiosa. Sugiere que la “verdadera religión” no pasa por los ritos, sino por una vida verdaderamente comprometida con los mandamientos, sobre todo con el mandamiento del amor a los hermanos.

No es verdadera religión la de aquellos que dan dinero a la parroquia o a obras de “caridad”, pero no pagan justamente a sus obreros;
no es verdadera religión la de aquellos que el domingo depositan en la bandeja “buenos” donativos, pero no respetan la dignidad y la libertad de los otros;

no es verdadera la religión la de aquellos que hacen “promesas” para que Dios les ayude a rematar con éxito un negocio dudoso en el que alguien va a salir perjudicado.
Una religión desligada de la vida es una religión falsa, incoherente, hipócrita, con la cual Dios no quiere tener nada que ver.

El texto revela también, una vez más, que nuestro Dios tiene debilidad por los pobres, por los débiles, por los oprimidos, por aquellos a los que el mundo considera “vencidos” y sin peso.
Atención: Dios les ama y no se olvida de ninguna injusticia cometida contra ellos o cualquier comportamiento que viole su dignidad. Y los creyentes, “hijos de Dios”, son invitados a actuar con esa misma lógica.

¿Soy, como Dios, sensible a la llamada de los pobres, víctimas de la injusticia, de la segregación, de la exclusión?
¿Lucho, con coherencia, contra todo lo que genera muerte, infelicidad, explotación, injusticia, exclusión?

¿Aquellos que no encuentran lugar en la mesa de los privilegiados de este mundo encuentran, a través de mí, el rostro misericordioso y bondadoso del Dios que les ama?

Comentario al evangelio – 21 de octubre

«Uno de entre la gente le dijo: -Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Podemos decir que este sí que siempre es un “tema caliente” también en nuestros días, en nuestras familias. ¡Cuánto sufrimiento entre las personas que más se quieren por la ambición mal disimulada que se esconde detrás de las palabras cuando llega la hora de “repartir la herencia”! Hasta los sentimientos más sagrados se llegan a envilecer por culpa del maldito dinero.

Son frecuentes en el evangelio las advertencias de Jesús sobre el poder del dinero y las riquezas. La temática es, de hecho, prioritaria en su mensaje. La codicia es un pecado que puede alejarnos irremisiblemente de Dios. Y el dinero puede llegar a convertirse en una divinidad para muchas personas.

Jesús explica repetidamente que el dinero y las posesiones no proporcionan al ser humano la verdadera vida, la verdadera felicidad; más aún, pueden constituir un gran obstáculo para alcanzarla. Por eso advierte a aquellos que se comportan como el rico de la parábola, el cual no ha sabido enriquecerse ante Dios, sino que ha puesto toda su confianza en sus bienes y cosechas.

En el texto de la carta a los romanos Pablo reflexiona sobre la vida de fe de Abraham que “no fue incrédulo, sino que se hizo fuerte en la fe”. En su conducta y ejemplo aprendemos los creyentes tanto del judaísmo como del cristianismo y del islam la radicalidad de la fe. Este santo patriarca nos marca el camino seguro para llegar hasta el ÚNICO NECESARIO, el Dios de las Promesas.

Termino enviando un cordial saludo a todos los que comenzáis vuestro día o lo termináis con la lectura del evangelio del día. Como me escribía un amigo: En fin, Carlos, Dios Nuestro Padre cada día que pasa siento que está más cerca de mí en todos los momentos de mi vida y no pierdo mi paz interior que es muy importante  con la lectura del Evangelio diario a la que ya me he acostumbrado.

Tengo el privilegio de vivir en la CASA MUSEO  de los MÁRTIRES que se ha construido sobre el antiguo seminario de los Claretianos en Barbastro. Hablo de privilegio porque aquí conservamos los recuerdos y las reliquias de los 51 MISIONEROS CLARETIANOS MÁRTIRES, el “Seminario Mártir” del que habló el Papa Juan Pablo II. Ante estos intercesores, héroes de la fe, os encomiendo a todos los lectores de esta web de ciudadredonda. Son muchos los peregrinos que nos visitan. La gran celebración de Tarragona con la Beatificación de 522 Mártires actualiza una vez más nuestro canto agradecido al Padre que nos ha regalado tantos testigos heroicos.

Carlos Latorre, cmf