La presencia entre los oyentes de Jesús de publicanos y pecadores provocó de inmediato la murmuración de los letrados y fariseos, que no entendían esta familiaridad. Ellos, desde su conciencia de justos, no podían aceptar esta relación con los pecadores. Sólo la distancia podía mantenerles libres de contaminación e impureza. Por eso se mantienen «separados» de los pecadores y no entienden que Jesús les admita en su compañía y trate con ellos sin considerar debidamente el riesgo del contagio de la enfermedad moral –el pecado- de que son portadores.
Pero Jesús no había venido a este mundo a buscar a los justos, sino a los pecadores. Su presencia en medio de los hombres era similar a la de un médico; y del médico tienen necesidad no los sanos, sino los enfermos. Se trata de enfermos que tienen conciencia de su propia enfermedad; por eso se acercan a Jesús buscando remedio, y él les acoge como a personas necesitadas de su palabra medicinal.
El evangelista suele equiparar a publicanos y pecadores. De hecho, los nombra sucesivamente, como si fueran sinónimos, como si no hubiese posibilidad de separarlos. Y es que los publicanos o recaudadores (judíos) de impuestos eran considerados públicamente pecadores por el simple hecho de desempeñar ese oficio. El oficio llevaba aneja la calificación moral de pecador. Pero Jesús no tuvo reparo en llamar a su seguimiento, más aún, en incorporar al grupo de los Doce, a uno de esos publicanos, a Mateo. Semejante conducta escandalizó a los fariseos. Por eso no dejan de censurarla y de echarle en cara su aparente despreocupación o descuido. Ese –dicen con desprecio- acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús no se limita a encajar la crítica y a continuar adelante menospreciando tales comentarios. Quiere hacer ver a sus adversarios que su actuación está plenamente justificada. Por eso les propone esta parábola: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Tal sería el comportamiento que se espera de un pastor que tiene realmente aprecio por cada una de sus ovejas. Aunque se trate sólo de una oveja entre cien, le merece todos sus desvelos. Y si se pierde, va tras ella hasta encontrarla. Y cuando la encuentra siente que está de enhorabuena, y en lugar de reñirla o castigarla se la carga sobre los hombros y convoca a sus amigos porque se siente afortunado, ya que la pérdida de la oveja (descarriada) es su propia pérdida, y el hallazgo un motivo extraordinario (un plus) de alegría que hay que festejar con los amigos y los vecinos.
Jesús equipara, pues, al pecador con esa oveja descarriada o perdida, pero que no deja de ser oveja de su rebaño. Por eso, su condición de perdida no rebaja el afecto o el aprecio del pastor, que sigue estimándola como suya; al contrario, acrecienta su desvelo y le pone en marcha tras su búsqueda. Puede estar más cerca o más lejos. El pastor no dejará de buscarla, aunque eso le lleve tiempo y fatiga. La actitud de Jesús para con los pecadores no es distinta de la de este pastor que se describe en la parábola. Y él presenta esta actitud como la cosa más natural del mundo: si uno de vosotros tiene cien ovejas…
Es lo que se espera de cualquiera de ellos en semejantes circunstancias. ¿Por qué admirarse (o escandalizarse) entonces del trato que él dispensa a los publicanos y pecadores? En realidad, la alegría del pastor por el hallazgo de la oveja perdida es su propia alegría, y ésta es sólo el reflejo de la alegría que estalla en el cielo y que inunda el corazón de Dios. La conversión de un solo pecador, que no es sino el reencuentro del hombre perdido con su Dios, será motivo de una alegría inusitada en el cielo. Cabe suponer que esa alegría se multiplicará con la multiplicación de las conversiones.
Dios no persigue otra cosa que nuestra salud; por eso nos envía a Cristo como médico y como pastor. La cohesión del rebaño (Iglesia) es sin duda un medio muy importante para evitar la dispersión y el extravío. Aun así, Dios no dejará de buscarnos por diferentes vías para atraernos de nuevo a su redil. Esta búsqueda puede durar años, pero mientras haya vida siempre habrá tiempo para el hallazgo o para el reencuentro. Y, por tanto, también para la alegría. Luego sea cual sea la situación en la que nos encontremos no desesperemos nunca. En cualquier recodo del camino podemos encontrarnos con ese «pastor» que salió hace años tras nuestros pasos descarriados.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística