Comentario al evangelio – 30 de noviembre

Los Apóstoles no son unos santos cualesquiera; son el cimiento de la iglesia. El Apocalipsis dice que bajó del cielo la ciudad santa (la Iglesia ideal), y que tenía “doce cimientos con doce nombres, los nombres de los Doce Apóstoles del Cordero” (Ap 21,14). Con muy buen criterio, en la liturgia el recuerdo de los Apóstoles tiene siempre rango de “fiesta”, mientras que de la mayor parte de los demás santos sólo se hace “memoria”. La Iglesia celebra el recuerdo de los Apóstoles siempre con gozo agradecido: gracias a lo que ellos iniciaron ha llegado hasta nosotros la salvación de Dios, y sigue llegando “a toda la tierra, hasta los límites del orbe, su lenguaje” (Rm 10,18).

La categoría histórica de San Andrés es muy especial, pues no sólo forma parte de la primera pareja de seguidores de Jesús, sino que él fue el intermediario para que su hermano Pedro creyese en Jesús; según Jn 1,41-42, Andrés condujo a Pedro hasta Jesús, de quien le había dicho previamente: “hemos encontrado al Mesías”. Andrés queda así convertido en el evangelizador modélico: puede llevar a otros a Jesús porque tiene la experiencia de haberse “encontrado” personalmente con Él.

Otro recuerdo de San Andrés que el evangelio nos ha conservado es su apertura a otras culturas o formas de pensamiento. En Juan 12,20-22 se nos informa de que unos judíos helenistas (grecoparlantes) que querían encontrarse con Jesús se valieron de la mediación de Andrés y Felipe; casualmente Andrés y Felipe son los únicos discípulos de Jesús que tienen nombre griego, signo seguramente de su apertura a ese mundo tan distante del judío. Esto hará que, en el futuro, Andrés consiga muchos adeptos a la fe cristiana; el misionero debe tener corazón grande, universal,

Andrés fue, como todo apóstol, un seguidor de Jesús, posteriormente un difusor del evangelio, y por fin –se sospecha- un mártir de la fe, que amó más su adhesión a Jesús que su propia vida. En la iglesia siempre se ha considerado que los obispos son los sucesores de los apóstoles; les toca conservar cuidadosamente el legado de aquellos, animar a las comunidades creyentes, impulsar la misión hacia nuevos pueblos. Pero, en lo más profundo, todos los cristianos somos sucesores de los apóstoles; nuestro rasgo principal no puede ser otro que la adhesión vital a Jesús, la seducción por su causa y la entrega a la misma, y el deseo de que le conozcan todos los pueblos. Que la fiesta de San Andrés avive en nosotros el recuerdo de lo más noble que nos ha tocado en suerte.

Severiano Blanco, cmf