No hace mucho tiempo creo haber comentado este mismo pasaje evangélico. Por tanto, me remito a aquella reflexión. No obstante, desearía volver a subrayar algunos aspectos del mismo. En cierta ocasión, nos dice el evangelista, Jesús, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Se trata de una exclamación jubilosa que brota seguramente de una experiencia personal. Jesús constata que su mensaje ha calado más en la gente sencilla que en los sabios y entendidos que le son contemporáneos. En esto no hay apenas diferencia con los tiempos actuales. También hoy su mensaje sigue teniendo más acogida entre los sencillos que entre la gente consciente de su saber o engreída en su saber. Los entendidos de entonces, a los que quizá se refiera Jesús, eran los letrados o entendidos en las antiguas Escrituras. Los entendidos de hoy pueden ser también este tipo de letrados de las ciencias bíblicas, pero lo normal es que sean letrados de otros tipos de ciencias, quizá las experimentales o las filosóficas. La mentalidad cientifista actual suele convertirse con frecuencia en una barrera infranqueable para la fe. Cuando esto sucede, no es que se les esconda el mensaje a estos sabios, sino que, por identificarse con esa mentalidad que no acepta más que lo que puede verificar en la experiencia sensible, se impermeabilizan contra este mensaje que pugna por penetrar en su interior. Hay un efecto de rechazo, producto de una determinada mentalidad. Por eso, sólo cuando se resquebraja esta mentalidad puede penetrar el mensaje por las rendijas que deja el quebranto o la quiebra. Jesús, que sintoniza con los sencillos, se alegra de su receptividad y del enorme beneficio que ésta les aporta.
Este es el camino por el que Dios ha decidido darse a conocer. Y el que no lo quiere aceptar porque no se fía de este testimonio o porque entiende que el conocimiento que le ofrece este testimonio es incompatible con el conocimiento adquirido por su ciencia, se está cerrando esta vía de acceso al Dios que le trasciende, que es el mismo Jesús, en cuanto Hijo, y su mensaje de salvación. Porque, como proclama él mismo, nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar. Él es la vía de acceso al conocimiento de Dios. Si descartamos esta vía por considerarla insignificante o no suficientemente significativa, nos puede resultar muy difícil, quizá imposible, acceder a Él. Pero se trata de una revelación que se hace depender del testimonio de un hombre que se declara Hijo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre en virtud de la Encarnación. Y ante un testimonio sólo cabe creer o no creer: o se le acoge como verdadero, o se le rechaza como falso. Habrá que evaluar seguramente si hay motivos suficientes para aceptar la verdad de ese testimonio, que es en gran medida la verdad de aquel que lo da. Lo que no podemos pretender es que ese testimonio sea empíricamente verificable o que esa verdad sea una evidencia incuestionable.
Si aplicamos los criterios de verificación exigidos por la ciencia a este tipo de cosas, todo o casi todo resulta cuestionable, hasta la paternidad de nuestros padres o la filiación de nuestros hijos. A lo más que podemos llegar es a ver en ese testimonio algo creíble o algo que merece realmente nuestra fe. Jesús tuvo y tiene seguidores porque les ha inspirado confianza. La fe es una cuestión de confianza, aunque el que confía tiene que tener motivos para confiar. Pero si nos anclamos en la desconfianza, no lograremos salir del foso de nuestra propia soledad. Y al final nos veremos solos ante la muerte o la amenaza de la muerte, solos en la inmensidad del universo, sin tener ya a quien recurrir porque no hay una mano amiga a la que podamos agarrarnos con fuerza para que nos saque de las aguas pantanosas en las que nos sumergimos lentamente. Alguno puede decir que la fe se plantea como una llamada de emergencia en nuestra situación de desvalimiento. Puede que esta conexión entre fe e indigencia humana sea una realidad, pero ¿no lo es también la situación de desvalimiento que tarde o temprano espera al hombre? Si fuéramos dioses, quizá no necesitaríamos recurrir a Dios, pero no lo somos. Somos sólo hombres. Y pretender ser autosuficientes, además de ser una temeridad, fruto de una vana presunción o de un engreimiento fatuo, es una falsedad que antes o después se revela insostenible. Si acogemos con la necesaria humildad la revelación del Hijo, podremos alegrarnos con él y dar gracias al Padre por toda la eternidad.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística