Comentario – Domingo III de Adviento

Celebramos el domingo llamado gaudete, porque en él resuena esta invitación: ¡Alegraos!… con el desierto y el yermo, con el páramo y la estepa -diríamos con el profeta-. Pero ¿qué motivos tenemos para estar alegres nosotros, que vivimos apesadumbrados por noticias de guerras o de muertes traumáticas, dolorosas e injustas, por dolencias o enfermedades que nos asaltan o nos acosan en nuestro caminar por la vida, por preocupaciones persistentes o disgustos repentinos; temerosos ante el mal que nos puede sobrevenir; desilusionados por el fracaso o por la escasa fructificación de nuestras siembras; desesperanzados ante el progresivo estrechamiento de nuestras posibilidades de futuro? ¿Podemos extraer motivos para la alegría en un mundo abocado a la muerte?

Los motivos que ve el profeta para el páramo y la estepa pueden ser también asumidos por nosotros. Se alegrarán porque verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. No hay espectáculo que pueda proporcionar mayor disfrute y alegría que el que Dios da de sí mismo. Tal es la gloria de Dios; pero la gloria Dei -como decía san Ireneo- es el homo vivens, del mismo modo que la vita hominis es la visio Dei.

Nuestro gran motivo de alegría, aquello que nos da la vida, es la visión de Dios, que es visión de la verdad, la bondad y la belleza en sí mismas. Nada puede proporcionar más alegría que esta visión que es también posesión. Se trata del Dios que viene en persona, en la persona del Hijo hecho hombre, que es el hombre que mejor puede reflejar la gloria de Dios; el Dios que, después de enviar mensajeros, ha decidido venir por sí mismo, aunque en la carne de un hombre. Y que viene a salvar; pues, con su venida y acción, se despegarán los ojos del ciego, se abrirán los oídos del sordo, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará, volverán (a su patria) los rescatados del Señor. ¿No es esto motivo de alegría: ciegos que recuperan la vista, sordos que pueden oír de nuevo, cojos o paralíticos que pueden andar, exiliados o refugiados que pueden volver a sus casas? Sin duda que lo es, como anuncia el profeta: en cabeza, alegría perpetua… pena y aflicción se alejarán. Allí donde se alejan la pena y la aflicción, florece necesariamente la alegría, y no una alegría pasajera, sino una alegría prolongada, que permanece en el tiempo.

Esto fue lo que se produjo con la llegada y la actividad mesiánica de Jesús de Nazaret. Sus acciones liberadoras fueron realmente promotoras de alegría. Tras haber oído al profeta, las acciones de Jesús hablaban por sí mismas. Por eso, ante la pregunta de los enviados del Bautista: ¿Eres tú el que ha de venir (ese Dios en persona del que hablaba el profeta Isaías) o tenemos que esperar a otro?, el interrogado podía limitarse a decir: Id a anunciarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo? ¿Y qué es lo que estaban viendo y oyendo? Lo mismo que el profeta había anunciado que verían hacer a ese Dios en persona que se haría presente en medio de su pueblo con tales acciones: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia.

Con tales acciones Jesús se delataba a sí mismo como el Dios en persona al que se refería Isaías. Al mismo tiempo, hacía florecer la alegría por todas partes, en los beneficiarios de sus curaciones y en los que compartían vida (familiares y amigos) con ellos. Los únicos que no se alegraban de tales acciones eran los que se escandalizaban de que Jesús curase en sábado o los que veían en sus intervenciones milagrosas la huella de Belzebú; tampoco se alegraban los que, a pesar de tales signos, se sentían defraudados por él, ya que esperaban signos más prodigiosos (como tirarse desde el alero del templo) o expresiones de fuerza más propias de un Dios o de un Rey libertador que destruye toda posibilidad de reacción que no sea el sometimiento.

Pero Jesús, el Dios en persona de Isaías, trajo la alegría a muchos, no a todos; y a esos muchos a quienes trajo la alegría, no se la trajo de modo pleno y definitivo, pues seguían abocados a la muerte. La sombra de la muerte no se había desvanecido de su horizonte. Ello nos permite entender que lo aportado por Jesús cuando curaba a los enfermos no era todavía la realidad salvífica completa, sino signos que, siendo reales, anunciaban esa realidad aún por llegar, es decir, la bienaventuranza eterna, cuando pena y aflicción se alejen no sólo momentáneamente, sino definitivamente. Hasta ese día hemos de ser pacientes, como el labrador, que aguarda pacientemente el fruto valioso de la tierra, pero que, al mismo tiempo que aguarda al momento de la cosecha, se ha ocupado de trabajarla y de sembrarla para que dé tal fruto. Nuestra alegría, en cualquier caso, no puede depender de ciertas intervenciones milagrosas de Dios, que podrían acontecer o no, en el transcurrir azaroso de nuestra vida, sino del mismo poder salvador de Dios que resplandecerá en su día de modo pleno y definitivo. Mientras tanto, lo aconsejable es vivir en la confianza y en la paciencia.

Hemos visto la belleza de Dios sólo en espejo y en enigma: en el espejo de su Hijo encarnado y en el enigma de su encarnación. Aquí la belleza se nos ha revelado esencialmente como amor. Dios es bello porque ama. Y todo el que ama se hace amable y, por tanto, bello. La belleza de Dios está fundamentalmente en su bondad y en su amor. Y es sobre todo en Cristo, ese Cristo que cura a los ciegos y resucita a los muertos, donde nosotros hemos visto el reflejo humano de la bondad y del amor divinos. Pues bien, ¡dichosos nosotros si no nos sentimos defraudados por este Dios en persona que ha venido en Jesucristo! ¡Dichosos nosotros si no renegamos del rostro misericordioso de este Dios!

Pero también: ¡dichosos nosotros si no nos sentimos defraudados por este Dios que no cura ni curará a todos los ciegos y leprosos del mundo, que se ha dejado crucificar por los hombres, que permite la pervivencia de las injusticias y el sufrimiento de los inocentes en guerras, actos de terrorismo y catástrofes naturales; más aún, que permite que se le ofenda con el pecado, la incredulidad, la blasfemia o el desprecio! ¡Dichosos nosotros si no nos sentimos defraudados por el Dios que ha venido en la humildad de la carne, porque tampoco nos defraudará el Dios que vendrá en el resplandor de su gloria! Pero ¡desgraciados nosotros si nos sentimos defraudados por el Dios en persona que se ha hecho presente en el seno de nuestra humanidad doliente!

 

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística