Hoy, como ayer, me limitaré prácticamente a ofreceros el comentario que hace el Papa a este texto de Lucas. Dada la extensión del evangelio, resultaría demasiado amplia una reflexión que pretendiera explicar versículo por versículo. Por eso prefiero incorporar algunos pasajes de lo que dice Benedicto XVI a propósito de este relato en su evangelio de la infancia de Jesús: «La historia de Juan –dice el Papa- está enraizada de modo particularmente profundo en el Antiguo Testamento. Zacarías es un sacerdote de la clase de Abías. También su esposa Isabel tiene igualmente una proveniencia sacerdotal: es una descendiente de Aarón (cf. Lc 1,5). Según el derecho veterotestamentario, el ministerio de los sacerdotes está vinculado a la pertenencia a la tribu de los hijos de Aarón y de Leví. Por tanto, Juan el Bautista era un sacerdote. En él, el sacerdocio de la Antigua Alianza va hacia Jesús; se convierte en una referencia a Jesús, en anuncio de su misión. Me parece importante que en Juan todo el sacerdocio de la Antigua Alianza se convierta en una profecía de Jesús, y así —con su gran cúspide teológica y espiritual, el Salmo 118— remita a él y entre a formar parte de lo que es propio de él. En la misma dirección de la unidad interior de los dos Testamentos se orienta la caracterización de Zacarías e Isabel en el versículo siguiente del Evangelio de Lucas. Se dice que «los dos eran justos ante Dios y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor» (1,6).
Zacarías entra en el templo, en el ámbito sagrado, mientras el pueblo permanece fuera y reza. Es la hora del sacrificio vespertino, en el que él pone el incienso en los carbones encendidos. La fragancia del incienso que sube hacia lo alto es un símbolo de la oración: «Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde», dice el Salmo 141,2. En esta hora en la que se unen la liturgia celeste y la de la tierra, se aparece al sacerdote Zacarías un «ángel del Señor», cuyo nombre de momento no se menciona. Estaba de pie «a la derecha del altar del incienso» (Lc 1,11).
En primer lugar encontramos las historias similares de la promesa de un niño engendrado por padres estériles, que justo por eso aparece como alguien que ha sido donado por Dios mismo. Pensemos sobre todo en el anuncio del nacimiento de Isaac, el heredero de aquella promesa que Dios había hecho a Abraham como don: «»Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara, habrá tenido un hijo»… Abraham y Sara eran ancianos, de edad muy avanzada, y Sara ya no tenía sus períodos. Sara se rió por lo bajo… Pero el Señor dijo a Abraham: «¿Por qué se ha reído Sara?… ¿Hay algo difícil para Dios?»» (Gn 18,10-14). Muy similar es también la historia del nacimiento de Samuel. Ana, su madre, era estéril. Después de su oración apasionada, el sacerdote Elí le prometió que Dios respondería a su petición. Quedó encinta y consagró su hijo Samuel al Señor (cf. 1 S 1). Juan está por tanto en la gran estela de los que han nacido de padres estériles gracias a una intervención prodigiosa de ese Dios, para quien nada es imposible. Puesto que proviene de Dios de un modo particular, pertenece totalmente a Dios y, por otro lado, precisamente por eso está enteramente a disposición de los hombres para conducirlos a Dios.
Al decir que Juan «no beberá vino ni licor» (Lc 1,15), se le introduce también en la tradición sacerdotal. «A los sacerdotes consagrados a Dios se aplica la norma: «Cuando hayáis de entrar en la Tienda del Encuentro, no bebáis vino ni bebida que pueda embriagar, ni tú ni tus hijos, no sea que muráis. Es ley perpetua para todas vuestras generaciones» (Lv 10,9)» (Stöger, p. 31). Juan, que «se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre materno» (Lc 1,15), vive siempre, por decirlo así, «en la Tienda del Encuentro», es sacerdote no sólo en determinados momentos, sino con su existencia entera, anunciando así el nuevo sacerdocio que aparecerá con Jesús.
La misión de Juan es interpretada sobre la base de la figura de Elías: él no es Elías, pero viene con el espíritu y la pujanza del gran profeta. En este sentido, cumple en su misión también la expectativa de que Elías volvería y purificaría y aliviaría al pueblo de Dios; lo prepararía para la venida del Señor. Con esto se incluye por un lado a Juan en la categoría de los profetas, aunque, por otro, se le ensalza al mismo tiempo por encima de ella porque el Elías que está por volver es el precursor de la llegada de Dios mismo. Así, en estos textos se pone tácitamente la figura de Jesús, su llegada, en el mismo plano que la llegada de Dios mismo. En Jesús viene el mismo Señor, marcándole a la historia su dirección definitiva».
El sacerdote Zacarías había rogado al Señor que le diera un hijo, pues la esterilidad era vista por un israelita como una maldición. El ángel le dice que su ruego ha sido escuchado y que su mujer, Isabel, le dará realmente un hijo, que debe llamarse Juan. Pero el sacerdote manifiesta sus dudas al respecto: ¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo y mi mujer de edad avanzada. No ve, por tanto, cómo pueda realizarse esa fecundación que le permita tener al hijo prometido; algo que parece indicar desconfianza en el poder de Dios, capaz de dar a la naturaleza una capacidad que no tiene por sí misma, bien porque nunca la ha tenido, bien porque la ha perdido. Y esa oculta incredulidad es la que le echa en cara el mensajero de Dios: Yo he sido enviado a hablarte para darte esta buena noticia. Pero mira: guardarás silencio sin poder hablar, hasta el día en que esto suceda, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento. Y así sucedió. Zacarías quedó mudo hasta que se cumplió la promesa y su mujer dio a luz a un hijo varón. Por no haber recibido la buena noticia de su paternidad sin dudas ni vacilaciones, quedará en silencio, sin poder hablar, hasta el día en que se cumpla. Se trata de una especie de carga penitencial que le recordará durante esos meses su incredulidad al mensaje divino. Pero, cumplido el tiempo, recuperará de nuevo el habla, esta vez para dar gracias a Dios por haberle hecho tan gran misericordia.
Si, como a Zacarías, nos cuesta trabajo aceptar lo sobrenatural (o lo milagroso) es porque no valoramos suficientemente al agente o artífice de tales hechos. Si éste es Dios y Dios es todopoderoso, y si Dios ha creado el mundo, ¿por qué no admitir con facilidad que pueda provocar hechos como la fecundidad de las estériles o la maternidad de las vírgenes?, ¿por qué no aceptar que pueda conceder a la naturaleza en un momento dado la capacidad de producir aquello para lo que de ordinario está incapacitada?, ¿por qué no admitir el milagro si tiene a Dios por agente? Es la fe en un Dios al que se le reconoce toda su potencia divina, de un Dios al que se reconoce como Dios.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística