Comentario – Lunes IV de Adviento

La biografía de Juan el Bautista es la de un elegido de Dios para desempeñar una función importante en la historia de la salvación. Antes que ser «bautista» y, en su condición de tal, precursor mesiánico, fue llamado al desierto; pero antes aún que la llamada está la elección. Todos los datos de su biografía así lo indican. Es el hijo de unos padres ancianos y estériles, hasta que Dios quiebra su esterilidad o saca de ella fecundidad. Su nacimiento es anunciado con antelación a su padre, Zacarías, un hombre que, debido a la edad, ha perdido toda esperanza de paternidad. Y el anuncio se hizo realidad. Su mujer, Isabel, contra todo pronóstico, quedó embarazada y, habiéndosele cumplido el tiempo, dio a luz un hijo, el hijo llegado cuando ya nadie lo esperaba porque la naturaleza de aquel matrimonio de ancianos parecía desprovista de todo vigor. Aquel nacimiento en edad inusual significó para los parientes y vecinos un motivo de extrañeza y de gozo al mismo tiempo. Al darles el regalo inesperado de un hijo, Dios les había hecho una gran misericordia, pues les había liberado del baldón, casi un estigma, de la esterilidad. Había, por tanto, motivos para felicitarles.

A los ocho días tocaba circuncidar al niño, tal como preveía la ley, y declarar su nombre. La circuncisión lo hacía miembro del pueblo elegido. Pero él ya era un elegido de Dios antes incluso de pasar a integrar la nómina de ese pueblo. Por eso tendrá el nombre que el Elector ha dispuesto para él, y no el que debía llevar el primogénito según los usos y costumbres más arraigados en el judaísmo, el nombre del padre. Tendrá que intervenir la madre para evitar que se le llame Zacarías, como a su padre, porque el niño ya tiene nombre, el que le ha puesto Aquel que le encomendará la misión a realizar en la vida. Juan es su nombre, replica Isabel, contraviniendo las costumbres usuales de su pueblo. Y como les resulta extraño este modo de proceder, le preguntan al padre, que permanece mudo tras la anunciación del ángel. Él escribió: Juan es su nombre, porque el mismo que había anunciado anticipadamente su concepción y nacimiento le había impuesto ya el nombre, es decir, le había asignado misión y oficio. En ese mismo instante Zacarías recupera el habla para bendecir a Dios, causando la admiración de los testigos.

La acumulación de hechos extraños provocó la sensación de estar ante algo inusual y extraordinario: todos los vecinos quedaron sobrecogidos y la noticia corrió por toda la montaña de Judea. Era la manera de destacar lo singular de este nacimiento. Y ante lo extraño o extraordinario de los hechos era inevitable que la gente se hiciese preguntas: ¿Qué va a ser este niño? Sospechaban que estaba tocado por la mano de Dios. Pues bien, ese niño acabará siendo lo que quería de él el que lo había llamado a la existencia y a la misión profética, el Bautista, el mártir de la verdad, el Precursor del Mesías. Este último título le confiere una singularidad en la historia que no tiene parangón.

También nosotros, en nuestra condición de bautizados, hemos sido elegidos por Dios para formar parte de su pueblo, desempeñando cada uno el papel que le corresponda al servicio del mismo, pues en cuanto bautizados participamos de la condición profética, sacerdotal y regia de Jesucristo. Pero para sentirnos tales tenemos que apreciar esos signos de elección que han conformado nuestra vida vocacional. Sólo así, como Juan, tendremos una conciencia viva de nuestra elección divina y de la necesidad de responder a la iniciativa de Dios con una vida entregada a la misión encomendada.

 

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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