Hoy es una de esas «noches» que la tradición cristiana llama «santas»: noche iluminada por el acontecimiento que se celebra, hasta el punto que no la deberíamos dormir, hasta el punto de hacer de ella «día», tiempo de vigilia. Y lo que se celebra en este día es la Natividad, el nacimiento de Cristo Jesús, a quien reconocemos como nuestro ‘Salvador’. Sin esta referencia a Cristo no hay verdadera Navidad. Habrá ‘fiesta de invierno’ o ‘fiesta familiar, fiesta que quiere revivir ocultos anhelos, siempre incumplidos, de paz y de armonía que laten en el corazón humano, pero no Navidad. Porque si Navidad no dijese ‘Natividad’, se habría desvirtuado el sentido de la palabra y de la fiesta. Pero si el léxico se desconecta de la realidad significada acaba convirtiéndose en algo inservible y, por consiguiente, llamado a desaparecer.
Éste es, pues, el acontecimiento que ilumina esta noche. Las luces de nuestras calles y plazas, incluso las de nuestros belenes, son sólo el reflejo de esa luz que brota del acontecimiento celebrado. Porque la Navidad, antes que celebración es acontecimiento: algo sucedido en nuestra historia: lo sucedido hace ya veinte siglos en una pequeña localidad de Judea, llamada Belén, en la provincia romana de Siria, siendo Augusto máxima autoridad imperial, y Cirino gobernador de esa provincia. Fue allí, en esa pequeña localidad judía del Imperio romano, donde le llegó a María, la elegida de Dios para ser madre de su Hijo, el tiempo del parto de su hijo primogénito.
El suceso que consideramos es un parto, un nacimiento. Pero ¿en qué radica la importancia de este nacimiento? No en las ‘circunstancias’ de lugar y tiempo, aun siendo éstas singulares (tuvo por madre una virgen y por cuna un pesebre), sino en que el que ve la luz en este parto es alguien muy singular. Porque, como anuncia el ángel a los pastores, el que en este día nace en la ciudad de David es el Salvador del mundo, el Mesías, el Señor. Es el Nacido el que da importancia al Nacimiento. Pero el Mesías y el Señor era entonces sólo un niño recién nacido, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En este niño tan necesitado de protección y de afecto tenían que reconocer, y tenemos que seguir reconociendo, al Salvador, pues él es la señal dada de antemano por el mismo Dios.
De este niño se predica no sólo lo que es, sino lo que habrá de ser en el futuro: quebrantador de opresiones, portador de un principado, Dios guerrero, Padre perpetuo, príncipe de la paz. Son todos títulos que aluden a la eficacia de su acción salvífica, una eficacia que depende de su ser poderoso (es Dios, es príncipe, es Padre) y de su obrar misericordioso, unas veces quebrantando opresiones, otras imponiendo un principado; a veces haciendo la guerra a enemigos y malvados o corrigiendo la maldad de los enemigos; siempre, reproduciendo en el mundo la paternidad perpetua de Dios, y finalmente trayendo un reinado de paz que reconcilia pueblos, familias y personas. De él se dice que instaurará una paz sin límites –ni nacionales, ni raciales, ni generacionales, ni de sexo, ni personales, ni siquiera de circunscripción religiosa, ni exteriores, ni interiores- sobre los pilares de la justicia y el derecho. Aportar paz en un mundo aquejado por el pecado, que es el gran factor de división, ya que del egoísmoproceden las divisiones y los conflictos, es ya mucho, tiene una importancia excepcional. Esta paz es ya un fruto de salvación. Porque para gozar de esta paz tiene que disminuir el pecado que divide y engendra violencia hasta en el interior de la persona. Ahí es donde se acumula la agresividad y comienza la violencia.
Quizá por eso, la fuerza de salvación de Dios, siendo tan poderosa por ser de Dios, se haya manifestado por el camino del amor que acaba en la cruz, víctima de la violencia del pecado. Pero no es el amor el que sale derrotado en esta batalla, en la que su portador es llevado a la cruz. El amor sale victorioso en su confrontación con el odio precisamente en ese instante en que el que odia da muerte al que ama, pero no puede dar muerte al amor del que muere amando, esto es, pidiendo el perdón para sus enemigos. Ese amor no puede morir; por eso, acaba reproduciéndose en todos aquellos en los que se ha sembrado. Es la fuerza ‘invencible’ del amor (humano-divino) que atrae voluntades, que gana corazones, que empuja a heroicidades y actos de entrega extremos; pero una fuerza que sigue una senda de persuasión, no de imposición; que no destruye, sino que gana voluntades. Por eso, esta paz sin límites (que trae el Salvador) estará ahí como una ‘oferta permanente’ para las voluntades rebeldes que se niegan a aceptarla como don.
San Pablo acentúa el carácter gratuito de este don, cuando presenta la «aparición» de Jesucristo en el mundo como aparición de la gracia de Dios. Y la gracia es esencialmente eso: gracia, don. Gracia es la condonación de una deuda o de una condena; gracia es el perdón sin contrapartida. Gracia es también el regalo inmerecido. Pues bien, eso es Jesucristo: el don de Dios a la humanidad. Pero ya se sabe que lo que se dona y no es aceptado no acaba de ser don para aquellos que lo rechazan. La salvación, como la salud, tiene que ser acogida con la medicina que la proporciona o el tratamiento que la procura. No se pueden separar el resultado a obtener (la salud) y el tratamiento a aplicar (la medicina o la dieta), el fin y los medios.
Del que nos trae la salvación, nos dice san Pablo, hay que aprender a renunciar a una vida sin religión, esto es, sin referencia a Dios, pero también a una ‘religión sin vida’. Se trata, pues, de vivir una vida-con-religión, una vida referida a Dios en todo lo que vive, en sus prácticas, en sus actitudes, en sus proyectos, en sus aspiraciones… Una vida en lucha contra deseos (mundanos) que poco tienen que ver con Dios y con el amor de Dios, que es el que tiene que movernos; una vida sobria y honrada; y una vida esperanzada, es decir, pendiente de esa promesa de salvación que seguirá siendo promesa mientras no hayan sido vencidos todos los ‘impedimentos’ que nos impiden el logro o la consecución de esa dicha completa que esperamos.
La muerte es siempre una ‘frontera’, un límite insoslayable. Esta condición nuestra (mortal) hace que toda ‘oferta de salvación’ para este mundo, que venga a proporcionarnos un mayor bienestar en él, resulte radicalmente insuficiente. Al final, por mucho que sea el bienestar de que disfrutemos –o el malestar que suframos- en esta vida, nos encontraremos con la muerte. Y la muerte significa el cese de semejante situación de bienestar o malestar. Por eso lo que nosotros necesitamos es una salvación que mantenga vivo nuestro deseo de vida más allá de la muerte, nuestro deseo de eternidad. Y esta salvación sólo puede proporcionarla Dios, el único que tiene dominio sobre la muerte.
De ahí que aguardar con paciencia la otra aparición, la gloriosa, sea vivir en la aspiración a la plenitud de la salvación y vivir de la promesa del Salvador que se hizo presente en la Navidad como hombre entre los hombres, como hombre mortal, pero Hombre que venció en sí mismo al pecado y a la muerte.
Este debe ser el ‘motivo central’ de nuestro gozo en la Navidad: la presencia del Salvador que ya ha empezado a actuar su salvación en nosotros. Los demás motivos (alegría familiar, fiesta, alumbramientos, endulzamientos, villancicos, escenificaciones, vacaciones…) deberían estar asociados o derivar de aquel, que es el motivo constituyente de la Navidad.
Pidamos al Señor la gracia de experimentar el gozo de la Navidad: gozo de la salvación experimentada y esperada.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística