Comentario – Sábado I de Tiempo Ordinario

De nuevo vemos a Jesús, esta vez a la orilla del lago, rodeado de gente y enseñando. La enseñanza sobre el Reino de los cielos ocupó gran parte de su tiempo. Y elemento nuclear de esta enseñanza era la oferta de perdón para todos los pecadores. Lo dicho por Jesús al paralítico: Hijo, tus pecados quedan perdonados, valía para todos los que se acercaban a él porque antes él se había acercado a ellos. San Marcos narra la vocación del recaudador de impuestos Leví, el de Alfeo, como una llamada de efecto fulminante: Pasando Jesús junto al mostrador de los impuestos, vio a Leví y le dijo: Sígueme. Éste se levantó y lo siguió. Hemos de suponer contactos previos que permitan entender la celeridad en la respuesta. Uno no sigue a un desconocido por el simple hecho de que le diga «sígueme». Si Leví respondió a esa solicitud con semejante prontitud fue porque conocía a Jesús y le inspiraba confianza. Sólo la fe en la persona en cuestión permite una respuesta con tal desarraigo y decisión. Seguir al Maestro significaba «levantarse», esto es, dejar el oficio desempeñado hasta el momento y dar un nuevo rumbo a la propia vida.

Esto no impide que haya espacio para las despedidas. De hecho, parece que el publicano, llamado a la compañía de Jesús, organizó en su casa una comida de despedida. El evangelista cuenta que estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que los seguían, un grupo de recaudadores y otra gente de mala fama se sentaron con Jesús y sus discípulos. Esto llamó la atención de algunos letrados fariseos que dijeron a los discípulos: ¡De modo que come con recaudadores y pecadores! Evidentemente censuraban este comportamiento del Maestro de Galilea. Mezclarse con publicanos y pecadores era muy sospechoso. Compartir mesa con ellos era escandaloso: una prueba manifiesta de impureza legal. Su maestro se estaba contaminando del pecado de aquellos con quienes compartía la mesa; pero, para Jesús, esto no era sino un anticipo de la comunión que habría de ser plena realidad en el banquete del Reino de los cielos. Estos pecadores con los que ahora compartía mesa no tenían vedado el acceso a ese Reino del que era proclamador y portador. Porque él venía a ellos como un médico capaz de curar su pecado, capaz de devolverles la salud y hacerles idóneos para el Reino.

Jesús se siente médico; por eso, no se encuentra incómodo entre enfermos. Y los pecadores son sus principales enfermos, dado que el pecado es la más grave enfermedad que puede apoderarse del hombre. No necesitan médico los sanos, sino los enfermos –les dice-. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. La correlación entre enfermos y pecadores es diáfana. Ello nos indica que, a juicio de Jesús, el pecado era comparable a una enfermedad; y su labor en relación con él equiparable a la de un médico. Nada tiene de extraño ver a un médico entre enfermos; extraño sería más bien no verle nunca con enfermos. Por eso Jesús, que tiene clara conciencia de haber venido al mundo para salvarlo, responde a la crítica de los fariseos, asociando su labor a la de un médico. Porque salvar es curar. De hecho también actuó como sanador de enfermedades corporales y psíquicas.

Pero tales actuaciones no eran sino signos anticipadores o señalizadores de su actividad salvífica. Su medicina perseguía no una simple curación parcial, provisional, que finalmente se vería doblegada por la muerte, sino la salvación definitiva del pecado y de la muerte. Y la salvación del pecado es más que un mero acto de perdón; es la erradicación de sus mismas raíces: esas células cancerígenas que siempre parecen dispuestas a reproducirse a pesar de haberles aplicado la radioterapia y la quimioterapia pertinentes. Porque el pecado es semejante a un cáncer con raíces tan profundas que parece imposible su total extirpación, seguramente porque tales raíces son en último término genéticas. Pues bien, a Dios, para quien nada es imposible, le debemos suponer la capacidad de extirpar tales raíces, aunque para ello tenga que emplear, adecuándose al carácter progresivo del ser humano, el tiempo de toda una vida. La penitencia aplicada sería similar a un tratamiento de quimioterapia; pero su gracia sanante llega más lejos y más hondo que la «quimio».

Jesús no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, es decir, a todos, puesto que todos somos pecadores. Sólo que a algunos se les conoce o se les señala más como pecadores que a otros; pero puede que los que se creen justos, sean más pecadores que los que no tienen esta conciencia. Jesús, estando con los pecadores señalados como tales, delata su condición de médico-salvador y pone al descubierto aquello y aquellos para los que ha venido. No nos ocultemos, engañándonos a nosotros mismos, nuestro estado de pecadores, para no quedarnos al margen de su acción medicinal y poder obtener finalmente la salud, es decir, la salvación a la que aspiramos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Anuncio publicitario