La Vida de Jesús – Fco. Fernández-Carvajal

V.- LA ESTRELLA DE BELÉN

 

1.- HEMOS VENIDO A ADORARLE

Mt 2, 1-12

Se presentaron en Jerusalén unos personajes regios, unos Magos, dice san Mateo, que provenían del Oriente. Y preguntaban a las gentes, un tanto desconcertadas al verlos y oírlos: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Y con sencillez explicaban el motivo de sus consultas: Vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle.

Ellos pensaban que todo el mundo conocía el nacimiento del Salvador, pero nadie les sabía dar respuesta alguna. Se notaba en su lenguaje y en sus vestiduras que venían de lejos y que habían realizado un largo viaje.

San Mateo, al darnos noticia de este suceso, supone que el lector conoce ya los pormenores del nacimiento de Jesús, y los pasa por alto como algo sabido. Recuerda, sin embargo, el momento —en tiempos del rey Herodes— y el lugar: repite por dos veces que se trata de Belén de Judá, que dista unos pocos kilómetros de Jerusalén, para evitar la confusión con otra ciudad del mismo nombre, menos conocida.

La visita de los Magos tendría lugar después de los cuarenta días de la purificación de María y cumplidas ya en Jerusalén las prescripciones que manda la Ley. Se puede suponer con toda lógica que la Sagrada Familia se había instalado en Belén, en un lugar más confortable que el establo donde se cobijó en un primer momento. De hecho, los Magos la encuentran en la casa, dice el texto; casi puede traducirse en su casa. Podemos suponer que la Sagrada Familia se ha establecido en Belén con ánimo de permanecer allí. Lo insinúa el propio san Mateo cuando nos dice que, después de volver de Egipto, José pensó en quedarse en Belén. Estaba convencido de que el Hijo de David debía crecer en la ciudad de David, donde había nacido, y estaba dispuesto a vivir con exactitud lo que cree que es la voluntad divina. Dios mismo le indicará más adelante sus planes. ¿Cómo iba a dejar a la casualidad lo que más quería en el mundo?[1]

Pero ¿quiénes son estos personajes, que se presentan tan de improviso en la ciudad?, ¿de dónde vienen?, ¿de qué estrella se trata?

El nombre de magos era dado por los medos y los persas a los sacerdotes sabios, muy considerados entre el pueblo y muy solicitados como consejeros de señores y de reyes. Eran hombres dedicados al estudio del cielo y acostumbrados a buscar signos en él. En esas observaciones encontraron un día algo singular: vimos su estrella, su astro, dicen. Sin duda ha llegado hasta ellos el proselitismo de los judíos de la diáspora, que esperaban el advenimiento del Mesías. La expectación mesiánica se había extendido por todo el Oriente.

Hemos de suponer que estos sabios, además, fueron esclarecidos por una luz interior, que les movió a investigar más aún y, por fin, a seguir esa estrella, que brillaba, quizá para ellos solos, con un fulgor especial[2]. La interpretación literal del texto del evangelio hace suponer que se trata de una estrella que aparece, avanza y se oculta, hasta lucir de nuevo. Esta es y ha sido la opinión popular, y la de la mayor parte de los Padres[3]; algo parecido a la nube de fuegoque guiaba a los hebreos por el desierto[4]. Se trataría, por tanto, de un hecho sobrenatural y de una gracia interior especial que movía a estos hombres buenos que también esperaban la Redención. Parecía como si la estrella invitara a seguirla[5].

Señalemos aquí, aunque solo sea de paso, cómo el Señor adapta sus gracias e inspiraciones a las disposiciones íntimas y a las circunstancias de aquellos a quienes se digna atraer hacia sí. Más tarde conquistaría Jesús el ánimo de los pescadores de Galilea a través de las redes milagrosamente repletas de peces; de los enfermos, por curaciones; de los doctores de la Ley, por la explicación de los textos de la Escritura…; de estos Magos, dedicados a investigar el firmamento, por la aparición de la estrella[6].

Los Magos aparecen por vez primera con nombre en un manuscrito del siglo vii, que se encuentra en la Biblioteca Nacional francesa. En el siglo IX son nombrados como Gaspar, Melchor y Baltasar en un mosaico de Rávena[7]. Las pinturas de las catacumbas representan casi siempre a tres personajes portando uno oro, incienso otro y mirra el tercero. En otras pinturas se ven dos o cuatro. Desde san León Magno y san Máximo de Turín, los latinos han hablado de los tres Reyes Magos. El número de los presentes, aunque no constituye una prueba completa, se ha interpretado como indicio del número de los Magos. La tradición popular arranca ya de Orígenes[8].

En cuanto a si eran o no reyes, se puede afirmar que ningún autor anterior al siglo IV les da expresamente este título. Herodes no los trató como a tales, tampoco como a mercaderes.

Muy pronto la inesperada noticia que traían los Magos corría de boca en boca, y llegó enseguida a oídos del monarca. Y, al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén. Los motivos de la turbación son bien distintos. El soberano, cercano ya a los setenta, había reinado treinta años en medio de intrigas y violencias, y era detestado por la mayoría de sus súbditos por su conducta, por su poder despótico y por su falta de religiosidad, que tanto importaba a los judíos celosos. Había vivido pendiente del menor atisbo de un competidor del trono, para eliminarlo. Y en aquel tiempo estaba muy difundida la esperanza de la pronta venida del Mesías, concebido a la manera de un nuevo rey más grande que David.

También los habitantes de Jerusalén tenían sus razones para turbarse. De un lado, la posibilidad de la pronta realización de estas esperanzas mesiánicas que hacían latir los corazones; de otro, el temor a la cólera de Herodes, tantas veces puesta de manifiesto, que haría todo lo posible por suprimir a cualquier posible competidor de su trono y de su corona. Escribe san Mateo que se inquietó toda Jerusalén. Deja entender que la noticia corrió como la pólvora. No se hablaba en la ciudad de otra cosa[9].

Herodes, simulando tranquilidad, convocó enseguida a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo para saber dónde había de nacer el Mesías. Los consultados respondieron, como por otra parte todo el mundo sabía, que en Belén de Judá, pues así está escrito por medio del profeta (Mt). Los expertos en la Ley comentaron la profecía de Miqueas, interpretada por la tradición judía como indicadora del lugar exacto del nacimiento del Mesías:

Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ciertamente la menor
entre las principales ciudades de Judá;
pues de ti saldrá un jefe
que apacentará a mi pueblo, Israel.

Con estos datos, Herodes llamó en secreto a los Magos y les preguntó más detalles y, sobre todo, el tiempo en que había aparecido la estrella: se informó cuidadosamente, dice el evangelista. Y los envió a Belén, que estaba solo a unas dos horas de camino a paso no muy rápido, para que se informaran bien del niño y le avisaran a él, para ir yo también a adorarle, les dice. Los Magos, sin sospechar nada, se pusieron en camino hacia Belén.

Entonces ocurrió de nuevo algo asombroso: la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Es muy posible que ellos mismos contaran a la Virgen lo que experimentaron ante la nueva aparición de la estrella: se llenaron de inmensa alegría. El texto latino recalca de modo intensivo: gavisi sunt gaudio magno valde[10]. Siempre recordarían aquellos momentos en los que, camino de Belén, volvieron a ver la luz que había sido su guía durante tantos días de viaje[11].

De repente se detuvo la estrella. Y ellos entendieron que allí se albergaba el rey a quien venían buscando desde tan lejos[12]. Y entraron en la casa donde se había instalado la Sagrada Familia.

Como hemos dicho, esta habría realizado algún viaje a Nazaret; quizá solo José. Pueden darse varias razones puramente prácticas para ese viaje: deseo de presentar al Niño a la familia, necesidad de recoger los enseres que se habían dejado, arreglar algún asunto pendiente. Lo cierto es que cuando los Magos llegaron se encontraban de nuevo instalados en Belén.

Y, entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron. Se postraron, como correspondía a un rey entre los orientales: es un verdadero homenaje real. Y le adoraron, como a Dios[13].

Todo el contexto anterior y el siguiente señalan que esta expresión —le adoraron— tiene un significado religioso profundo, no solo en el sentido de un saludo respetuoso al modo oriental. El camino tan largo para conocer a este Niño, la aparición de la estrella, el gozo profundo que produce en ellos, los dones tan significativos que le ofrecen… indican claramente que reconocen su divinidad. Parece una visión anticipada de la adoración que más tarde se tributaría a Jesús resucitado. Y en esta visión queda también incluida María, como Madre del Mesías. Así lo han entendido los Padres de la Iglesia. Sin duda recibieron gracias especiales -la gracia debió de correr a torrentes en aquellos días- para que, rodeado de tanta sencillez, supieran reconocer al Rey de los Judíos, al Mesías, Hijo de Dios[14].

Los Magos mostraron enseguida los presentes, como corresponde a la costumbre oriental. Ofrecieron a Jesús una nueva muestra de aquella fe sencilla y generosa: abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra. ¿Por qué estos regalos? Porque eran verdaderamente regios y de gran valor[15]. Estos dones tenían, además de su valor material, una significación simbólica, que los antiguos escritores cristianos han indicado con pocas variantes: en el oro han visto simbolizada su realeza; en el incienso, la divinidad; y en la mirra, que solía emplearse también en la sepultura de los muertos, su humanidad.

Es de suponer que aquellos viajeros no se marcharon enseguida, después de tan largo viaje. Contarían a María y a José cómo vieron en Oriente la estrella y cómo sintieron en su corazón una llamada para seguirla, y el encuentro con Herodes y lo que este les había indicado… La Virgen estaría atentísima, pendiente de sus palabras. Y Ella, por su parte, no se limitaría a sonreír, sin decir nada. Les diría que Dios les había conducido a través de la estrella; quizá les hablara de Gabriel y de su mensaje, y del Niño… Les explicaría que era Hijo del Altísimo y que Dios le iba a dar el trono de David, su padre… Porque no es lógico pensar que entraran en la casa y le adoraran y se marcharan, como puede sugerir una lectura poco atenta del evangelio.

Solo María podía encontrar explicación a todo lo que estaba ocurriendo. Entonces recordaría las palabras del ángel: Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.

La venida de los Magos y las razones por las que se habían puesto en camino debieron de ser motivo de inmensa alegría para José, cuando María se lo contara (nada dice san Mateo de su presencia en la adoración de los Magos). Con todo, había algo que les causaría una honda preocupación: el que Herodes hubiera dicho que pensaba venir a adorar al Niño. Herodes era rey desde hacía muchos años y no había un solo judío que ignorase su crueldad.

La estancia de los Magos en Belén duró poco, pero María recordaría siempre aquel suceso. Desde entonces vio a su Hijo, con más claridad aún, como Salvador de Israel y de todos los hombres. Los Magos eran los primeros de los que luego se acercarían a Él a través de los tiempos; gentes de todas las razas y de toda condición[16]. Se hicieron más claras las palabras de Simeón cuando hacía referencia al que has puesto ante la faz de todos los pueblos como luz que ilumine a los gentiles…

El ángel del Señor advirtió a los viajeros que tomasen otro camino para su país. Los Magos obedecieron con presteza y desaparecieron misteriosamente, como habían venido.

Estos hombres sabios, escrutadores del cielo, fueron los primeros gentiles llamados a la fe. Por eso, la Iglesia celebró su fiesta desde el comienzo con especial solemnidad[17].


[1] San Lucas enlaza directamente con la estancia posterior en Nazaret, después de la vuelta de Egipto, y omite por completo esta etapa en Belén. Escribe después de san Mateo.

[2] Para aquellos astrónomos era la estrella, según la expresión de san Agustín (Sermón 97), un lenguaje exterior muy adecuado para atraer su atención y su fe. Pero, evidentemente, a este lenguaje de fuera se asoció una palabra mucho más clara, una revelación divina, que precisó su sentido y les impulsó a ir a ofrecer en persona su homenaje al rey de los judíos. Esto parece claro.

[3] En particular san Justino (Diálogo con Trifón, 10) y san Juan Crisóstomo (Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, hom. 1) escriben en este sentido. Ver también Catena Aurea, vol. I, pp. 13 ss.

[4] A finales del siglo II, Clemente de Alejandría habla de una estrella «insólita y nueva» (Excerpta ex Teodoro, 74, 2).

[5] La ascética cristiana ha considerado muchas veces la estrella de Belén como imagen de la llamada del Señor a cada uno. Como en el caso de los Magos, cuando se sigue la propia vocación, todos los caminos (trabajo, dolor, familia…) se empalman para llevar a Dios. Toda la vida se vuelve camino hacia Jesús.

[6] San Juan Crisóstomo explica que «Dios los llama por lo que a ellos les era más familiar, y les muestra una estrella grande y maravillosa para que les impresionara por su misma grandeza y hermosura» (Homilías sobre san Mateo, 7).

[7] Ver Migne, II, 14. Ver también F. PRAT, Jesucristo, vol. I, p. 470.

[8] ORÍGENES, Homiliae in Genesis (MG 14, 3); también, más tarde, SA N LEÓN MAGNO, Sermón 31 (ML 54, 235), etc.

[9] Hay que tener en cuenta que en tiempos de Nuestro Señor Jerusalén era una ciudad pequeña, si se la compara con nuestras grandes poblaciones de ahora. Se calcula en veinte mil las personas que habitaban dentro de las murallas, y cinco o diez mil más fuera de ellas (J. JEREMIAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, p. 102). En los días de las grandes festividades, principalmente la Pascua, la población de la ciudad santa podía multiplicarse por cinco o por seis.

[10] «¿Por qué tanta alegría? –comenta san Josemaría–. Porque los que no dudaron nunca reciben del Señor la prueba de que la estrella no había desaparecido: dejaron de contemplarla sensiblemente, pero la habían conservado siempre en el alma. Así es la vocación del cristiano: si no se pierde la fe, si se mantiene la esperanza en Jesucristo que estará con nosotros hasta la consumación de los siglos, la estrella reaparece. Y, al comprobar una vez más la realidad de la vocación, nace una mayor alegría, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y el amor» (Es Cristo que pasa, n. 35).

[11] La aparición de Cristo en la tierra es un motivo continuo de alegría. Comienza con el gozo por el nacimiento del Precursor y se extiende a la Concepción de Jesús, que hizo saltar de alegría al niño Juan en las entrañas de su madre e inundó de gozo a María. Cuando Jesús nace, el ángel anuncia a los pastores la gran alegría que ello reportará a todo el pueblo, y el hecho provoca el cántico gozoso de los ángeles y la alabanza exultante de los pastores. Así también en el encuentro con cada hombre y con cada mujer.

[12] San Buenaventura, en un sermón para la víspera de la Epifanía, señala la existencia de tres estrellas que todos debemos descubrir: una estrella externa, que es el Evangelio; una estrella superior, que es la Virgen Madre; y una estrella interior, que es la gracia del Espíritu. Con la luz de estas tres estrellas hemos de llegar hasta Cristo para ofrecerle nuestros dones y nuestra vida (En la Epifanía del Señor, en Obras de san Buenaventura, vol. II, p. 404).

[13] El Concilio de Trento cita expresamente este pasaje para enseñar cómo ha de ser el culto que se debe dar a Cristo en la Sagrada Eucaristía (De SS. Eucharistia, cap. 5).

[14] De ello no dudaron nunca los Santos Padres (cfr. SAN AGUSTÍN, Sermón 200; SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, VIII, etc.).

[15] El incienso era el elemento principal en la composición del perfume sagrado. Se añadía también a las oblaciones y con él se espolvoreaban los panes de la proposición. Provenía de Saba, en el sur de Arabia. En el Nuevo Testamento se menciona también en la lista de mercancías preciosas que se nombran en el Apocalipsis.

La mirra, una resina aromática, servía de perfume, bien en forma de polvo (resina endurecida y triturada), o bien en forma líquida, mezclada con el aceite sagrado de la unción. El vino mezclado con mirra poseía poder embriagador. Constituía un regalo muy apreciado (cfr. Diccionario Enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, pp. 70 y 1034. En adelante esta obra aparecerá citada como DEB).

[16] La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas» (S. LEÓN MAGNO), en el pueblo elegido (cfr. Catecismo, n. 528).

[17] La Tradición ha visto en estos singulares personajes a miles de almas de toda lengua y nación que se ponen en camino para adorar a Jesucristo. Desde entonces nuevas gentes se han acercado a Jesús. Del mismo modo hemos llegado nosotros de todas las latitudes, de todas las razas y pueblos. Jesús sigue siendo la persona más amada del mundo, por el que muchos han dejado bienes, comodidad, éxitos… para llegar hasta Él y adorarle, como los Magos.