Comentario – Conversión de San Pablo

El llamado «mandato misionero» se inscribe dentro de los relatos postpascuales. Se trata de una encomienda de Jesús resucitado a los Once. Jesús se aparece a sus discípulos y les da esta consigna: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. En este imperativo se encuentra resumida la misión de la Iglesia, conformada en este momento histórico por los Once. Jesús, que había salido para proclamar el evangelio del Reino y que ahora ha pasado a otra dimensión, les pide a sus discípulos más directos que prolonguen su misión en el mundo, que es esencialmente la de seguir anunciando la llegada del Reino, pero al mismo tiempo amplía los límites de esta misión extendiéndola al mundo entero. Si esto es así, no podrán darla por finalizada hasta alcanzar estos límites. Jesucristo manifiesta, pues, su voluntad de llevar este mensaje a todos los hombres sin distinción, al mundo entero. Para que esto se haga realidad, aquellos mensajeros tendrán que ponerse en camino, pero como no les bastará para llevar a cabo esta tarea con una vida, tendrán que establecer sucesores que continúen su labor en la historia. Esto explica la existencia de los obispos como sucesores de los apóstoles y la obra inmensa protagonizada por algunos misioneros como san Pablo, cuya conversión recordamos hoy.

Pero si el empeño de Jesús es que este anuncio llegue a todos los hombres, será porque concede mucha importancia a este conocimiento como vía de salvación. Ello confiere una gran relevancia a las palabras que siguen: El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. La salvación se hace depender de la fe, y la fe va ligada a un acto de adhesión y compromiso que es el bautismo. Bautizarse es recibir el agua bautismal que significa la vida naciente y la limpieza proporcionadas por el Espíritu; pero semejante recepción debe ir precedida de un profundo acto de fe, que es al mismo tiempo acto de adhesión y compromiso. Se trata, pues, de una fe comprometida, que quiere ser coherente con un determinado estilo de vida. Todo ello permite afirmar: el que crea el mensaje que se le anuncia (el evangelio del Reino) y asuma y mantenga los compromisos bautismales hasta el final de sus días, se salvará. Pero esta sentencia tiene, como cualquier moneda o efigie, su reverso: el que se resista a creer, será condenado.

La condena no recaerá sin más en los que no crean, sino en los que se resistan a creer. Tiene que haber resistencia, obstinación, contumacia, que hemos de suponer culpable. Porque si tal resistencia se debiese a otros factores ambientales o educacionales que pudieran eximir de culpa a la persona en cuestión, habría que dejar abierta la puerta de la salvación para ella, aun pareciendo cerrada la puerta de su fe. ¿Cómo no admitir esta posibilidad teniendo por juez al que, colgado en la cruz, pidió el perdón para sus enemigos: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen? Les excusa en razón de su parcial ignorancia. Es verdad que Jesús no incorpora estas disquisiciones propias de teólogos y moralistas; al menos no han quedado reflejadas en el evangelio. Pero de lo que sí tenemos constancia es de sus actuaciones, inspiradas en la misericordia, y de su enseñanza lineal. No sabemos qué grado de resistencia tendrá que oponer el que merezca condena; pero tendría que ser un tipo de resistencia que rechace con desprecio la salvación que se le ofrezca consciente de la gravedad del acto. Jesús se encontró de hecho con la incredulidad real presente sobre todo entre los fariseos y con la pública condena de los miembros del Sanedrín.

Hoy nos encontramos con la incredulidad difusa y resistente a dejarse penetrar de una mentalidad positivista muy difundida en nuestra sociedad. ¿Será suficiente esta resistencia tan generalizada para merecer la condena o será preciso una resistencia más personalizada y endurecida por el odio? ¿Es posible mantener esta resistencia hasta el final si no media una cierta ignorancia o la convicción de estar solos ante la muerte sin la posibilidad de recurrir a Dios dado que se le cree inexistente? Pero ¿puede mantenerse esta convicción sin dudas? Muchas preguntas para pocas respuestas. Sin embargo, la frase de Jesús sigue resonando en el aire no como una amenaza, pero sí como una advertencia de alguien que ha dado la vida para proporcionarnos el acceso a la salvación. La condena es sólo privación de salvación o de Dios. Y hay quienes de facto desean vivir sin Dios, aunque quizá sin un Dios que, por los motivos que sea, se les hace odioso o poco amable, cuando el Dios verdadero debe ser objetivamente el supremamente amable, puesto que es el Bien sumo. Pidamos a Dios que nos mantenga perseverantes en la fe y derribe las murallas de la incredulidad que con tanto esfuerzo nos empeñamos en levantar los hombres de todos los tiempos, especialmente de los actuales.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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