Comentario – Miércoles III de Tiempo Ordinario

San Marcos nos presenta a Jesús de nuevo enseñando junto al lago. El evangelista nos informa de que para su enseñanza se sirve abundantemente de parábolas, ese género catequético tan imaginario como narrativo, que tanto muestra y tanto oculta a la vez. Jesús habla narrando las andanzas de su protagonista, en este caso el sembrador: Salió el sembrador a sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron…

Todo el mundo sabe qué es un sembrador, todo el mundo ha visto al sembrador realizar su tarea. Jesús describe en su parábola las vicisitudes de su siembra: parte de la semilla queda al borde del camino; parte cae en terreno pedregoso; parte, entre zarzas; y parte se siembra en tierra buena, pero de diferente calidad o capacidad: una da el treinta, otra el sesenta, y otra el ciento por uno. Ante la multitud, Jesús se limita a narrar; no esclarece el sentido de la parábola, que es siempre sugerente. Pero cuando se queda a solas con los que le están más próximos, con los Doce, les explica con detenimiento su secreto, pues ellos desean saber. Y Jesús les reserva esta particular enseñanza a la que no tienen acceso los demás, aquellos que él califica como los de fuera. Mientras que a los Doce se les hace partícipes de los secretos del Reino escondidos en las parábolas como en una indumentaria multicolor y sugerente, a los de fuera, es decir, al gentío que se había concentrado junto a él a la orilla del lago, todo se les presentaba en parábolas, sin más aclaraciones; de esta manera se cumplía lo profetizado por Isaías (6, 9ss.): para que «por más que miren, no vean; por más que oigan, no entiendan; no sea que se conviertan y los perdone».

Y no es que Jesús no quiera que se conviertan con su predicación. Su palabra es una llamada a la conversión. Ha venido precisamente para eso: para que se conviertan y puedan obtener el perdón. Nos lo decía días atrás: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, a que se conviertan. Luego él quiere la conversión de todos aquellos a quienes dirige su palabra. Pero si cita al profeta es para acreditar el cumplimiento de su profecía, dado que habrá muchos que mirarán y no verán, oirán parábolas, pero no entenderán; y no porque no reciban las debidas explicaciones, sino porque no muestran disposición para recibirlas, porque se quedan en cierto modo fuera, en lo más externo de la narración, en la superficie de la imagen parabólica. Los discípulos más próximos, al parecer, sí muestran interés por entender. Por eso Jesús, aunque les reprocha su falta de perspicacia, se toma su tiempo para explicarles los detalles y los secretos de la misma: El sembrador siembra la Palabra. Luego el oficio de este sembrador no es otro que la predicación. Él mismo es el protagonista de la parábola, él es el sembrador de la Palabra.

El destino de esta siembra es muy diverso, como diversos son los destinatarios de la Palabra. Unos están representados por el borde del camino, terreno en el que no cala la siembra: escuchan la palabra, pero ésta no entra ni en su mente (para ser entendida) ni en su corazón (para ser sentida); queda de tal manera fuera que cualquiera que pase puede llevársela para hacer de ella el uso que quiera. Otros reciben la simiente como terreno pedregoso, sin apenas tierra donde enraizar: escuchan la palabra, la acogen con alegría –hay, por tanto, buena receptividad-, pero, dado que no tienen raíces y son inconstantes –es un terreno sin suficiente hondura o profundidad-, ante la más mínima dificultad o persecución sucumben, como sucumbe a una corta, aunque severa, sequía una planta tierna y poco enraizada. Otros reciben la simiente entre zarzas. Se trata de aquellos que escuchan la palabra de Dios, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás –tales son las zarzas invasoras- los invaden, ahogan la Palabra y se queda estéril. Aquí hay acogida y enraizamiento; pero esto no basta; hay que eliminar las zarzas de la vida para impedir que acaben estrangulando la planta ya nacida. ¡Cuántos afanes, seducciones y deseos impiden el desarrollo de esas plantas nacidas de la palabra y llamadas a dar abundante fruto! Sólo los que son tierra buena y preparada –o labrada-, porque escuchan la Palabra, la aceptan y la permiten madurar, dan cosecha, unos más (el sesenta o el ciento por uno) y otros menos (el treinta), en razón de su bondad (cualidad) y de su labranza (estado idóneo para la producción).

La cosecha se hace depender no de la semilla, que es la misma, aunque pueda llegar a través de manos más o menos expertas, sino del terreno en el que cae, de mejor o peor cualidad y en mejor o peor estado o disposición. La disposición cuenta mucho en este negocio, porque la cualidad de la tierra, en cuanto salida de las manos de Dios, hemos de considerarla buena por naturaleza o idónea para la siembra. Somos creación de Dios. La naturaleza de que hemos sido dotados es adecuada para recibir la palabra de Dios. Si ésta no es acogida será porque se ha producido una distorsión o disfunción que lo impide; es porque algo extraño a sí misma la ha endurecido u obstruido; es porque se ha introducido en ella una alteración que deforma, ciega o endurece, y obstaculiza la siembra o el crecimiento de la semilla ya sembrada. Pero ¿qué puede haber más connatural con nuestra naturaleza que el mismo Dios –y su palabra- a cuya imagen hemos sido hechos? ¿Y qué puede haber más satisfactorio para la tierra que producir los buenos frutos que se han sembrado en ella? Empeñémonos en ser tierra buena o bien dispuesta y podremos disfrutar con los frutos de una buena cosecha.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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