Comentario – Presentación del Señor

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María…, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor. Así describe san Lucas el hecho histórico que hoy celebramos: la presentación del Señor. Esa presentación era también una consagración –pues, todo primogénito varón debía ser consagrado al Señor, según la ley de Moisés-, acompañada de una oblación. La oblación u ofrenda (un par de tórtolas o dos pichones) era el signo de la consagración y la expresión del rescate: con esa ofrenda se rescataba al que tendría que ser sacrificado enteramente al Señor, el dueño de la vida. Por tanto, no una simple presentación, sino una consagración: la consagración (=dedicación) de toda una vida a una determinada misión. Aquí se hace patente el envío, anunciado por el profeta, del mensajero del Señor. Jesús vino como mensajero de Dios para preparar el camino ante él. Malaquías alude al momento de su entrada en el santuario y nos invita a poner nuestras miradas en él, el buscado¸ el deseado.

Eso fue lo que hicieron el anciano Simeón y Ana, la profetisa. Advirtieron su presencia y fijaron su mirada en él, porque le buscaban, le deseaban y le esperaban. Pues ¿cómo recibir al que no se espera, ni se desea? Quizá sea ésta una de las grandes carencias del hombre contemporáneo: que no espera nada de Dios; que no espera el más mínimo mensaje de lo alto, o porque considera que Dios no puede hablarle al hombre (entiende que no hay enlace posible entre uno y otro), o porque piensa que no hay Dios. Pero el profeta sí admite que nos pueda llegar un mensaje de parte de Dios, y no sólo un mensaje, sino un mensajero; pues ¿cómo entender que hablemos de Dios sin tener ninguna noticia de él? Pues bien, este mensajero que viene de parte de Dios será como un fuego de fundidor, como una lejía de lavandero. Su palabra tendrá, por tanto, la fuerza purificadora y detersiva del fuego y de la lejía.

Éste es el presentado ante todos los pueblos como luz de las naciones y como gloria de Israel; éste es el que será alzado como una bandera discutida para clarificar la actitud de muchos corazones. Es la actitud de adhesión, admiración, entusiasmo, gratitud, compasión, indiferencia, despreocupación que se puede tomar ante la cruz. Ahí se encuentra Jesús como bandera discutida. Éste es también el consagrado para expiar los pecados del pueblo. Por eso tendrá que parecerse en todo a nosotros, los sujetos al pecado y al temor de la muerte; por eso tendrá que compartir nuestra condición carnal y doliente; por eso, tendrá que morir. Tales eran los pasos necesarios para aniquilar al que tenía el poder de la muerte y para liberar a los que vivíamos (y vivimos aún) bajo la presión (y el temor) de la muerte.

La muerte se nos impone siempre con una fuerza irrechazable. La muerte se nos presenta como lo más poderoso, porque ante ella nada puede el hombre, nada pueden los que detentan el poder en este mundo, ni emperadores, ni médicos, ni biólogos, ni magos. Sólo Dios, el Todopoderoso, puede liberarnos de la muerte y, por tanto, sólo él puede liberarnos del temor a morir. Para esto fue consagrado el enviado de Dios como mensajero y como luz. Y eso a pesar de ser bandera discutida, es decir, a pesar de la ambigüedad en que le sitúa ante la mirada humana su condición de crucificado.

Jesús, en cuanto mensajero de Dios está consagrado a su mensaje, Por eso, su luz no nos llega sólo a través de sus palabras, sino también a través de su vida, porque su vida está de tal manera consagrada a su mensaje que es mensaje en sí misma; y lo es especialmente en la cruz. Jesús crucificado, cuando ya carece de energías para hablar, es quizá más elocuente. Su silencio «mortal» es quizá su mejor mensaje, porque es su mejor testimonio de amor y de obediencia: le dice que tiene que morir, y muerte. El martirio fue el broche de su consagración y la expresión máxima de su entrega y, por tanto, de su luz, pues su luz brilla en el amor y desde el amor. Éste fue también su mensaje: que Dios es amor. Por eso puede amarnos, y puede demostrarnos su amor en la entrega de su consagrado.

Pero Jesús no fue el único consagrado. En la Iglesia también hay vida consagrada o especialmente consagrada: sacerdotes que consagran su vida (su celibato, sus bienes, sus energías, su tiempo, su salud, sus dolores) a su labor sacerdotal; religiosos y religiosas de vida activa o contemplativa que consagran su vida en pobreza, castidad y obediencia a su labor concreta, a su misión, que es encomienda de Dios en su Iglesia.

La consagración sigue teniendo una importancia enorme para la Iglesia y para el mundo. Es quizá el mejor testimonio del valor que concedemos a eso o ése por quien nos consagramos: un valor absoluto, pues por ello se entrega toda una vida. Consagrarse es aquí optar por Dios y por la misión que Dios confía, con todo lo que se tiene, sin ningún tipo de reservas. Aquí, en este marco, es donde encuentran sentido los consejos evangélicos: la pobreza, es decir, el desprendimiento de lo que estorba o de lo que no es necesario para esa vida de consagración (se trata de una pobreza que hace más libre para la dedicación); la castidad, es decir, la libertad para una entrega más universal, menos limitada y condicionada, y menos dividida; porque el corazón entregado al Señor está más libre para la apertura universal; y la obediencia, es decir, la desposesión de sí mismo en lo que se tiene de más íntimo y personal: las propias decisiones y deseos, la voluntad.

La obediencia nos libera hasta de nosotros mismos, hasta de nuestra propia voluntad. En suma, pobreza, castidad y obediencia son los instrumentos mediante los cuales Dios quiere facilitarnos una vida de consagración. Por eso nada tiene de extraño que Cristo, el consagrado por excelencia, fuera pobre, casto y obediente, sobre todo obediente a la voluntad del Padre, pero también a la de los hombres, cuando veía en ella la expresión de la voluntad divina; porque Jesús no sólo obedeció a Dios, también obedeció a los soldados que lo crucificaron o le obligaron a llevar la cruz. Todo porque se había consagrado al Señor para llevar a cabo su misión en el mundo: la de expiar los pecados y liberarnos del temor a la muerte.

Nuestra consagración, por ser cristiana, ha de tener también esta dirección o esta nota liberadora: expiación del pecado y liberación de los temores que engendra el pecado, incluido el temor a la muerte. Vivamos, pues, nuestra vida de consagrados, que es el menor modo de vivir para Dios, que es su dueño y provisor, y en favor de los hombres, especialmente de aquellos que nos haya tocado en suerte: niños, enfermos, ancianos, pecadores, creyentes, no creyentes, etc.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística