1.- El episodio que celebramos hoy es uno los que me resultan más simpáticos de entre los relatos evangélicos. Había nacido el Niño, había el matrimonio recibido la felicitación simpática de los pastores, cosa inaudita, pues, esta gente vivía alejada y marginada. Ellos compartieron su gozo, al encontrarse al que se les había anunciado y propagaron la noticia. Fueron los primeros apóstoles, no de un Cristo Salvador, pero sí de un Niño prodigioso y prometedor. Catequistas anónimos que el texto revelado no ha querido ignorar.
2.- Se supone que encontró la familia en Belén un cierto acomodo y algún “modus vivendi”. En la intimidad familiar, o tal vez en un círculo restringido y en la sinagoga, habían circuncidado al Niño, esto fue al cabo de ocho días de haber nacido. Habían pasado deprisa los cuarenta de rigor. Tocaba acudir al Templo a ofrecer al primogénito de María a Dios-Padre y, de inmediato, rescatarlo con una ofrenda simbólica. Como eran pobres, les correspondía hacerlo con un par de pichones o dos tórtolas.
3.- Hace muchos años que no veo nidos de paloma, por tanto he de suponer que sus crías serán como las que conocí en mi niñez. Tórtolas sí, hoy mismo, hace muy pocas horas, he visto una pareja. Me ha sorprendido y me he sentido agraciado, iba a referirme a estos animalitos y hoy 25 de enero, no tocaba que permaneciesen por estas tierras. Se trata de unas aves que emigran a lugares menos fríos, pero observo últimamente que no siempre es así. He mirado detenidamente, sin duda lo eran: he dado gracias a Dios. Os escribo ahora, pues, mis queridos jóvenes lectores, con mayor entusiasmo por esta delicadeza de Dios por mí.
4.- La jovencita María, satisfecha de su maternidad, acompañada de su esposo sorprendido del nacimiento que, no por esperado, deja de ser siempre para el varón un sobresalto, caminaban hacia Jerusalén. (Este trayecto yo también lo he hecho a pie, la distancia que separa uno y otro lugar, no es superior a los 11 km). Irían ellos dos impacientes. Llegando de Belén a la Ciudad Santa, el Templo toca al otro extremo. Los 1200 metros a recorrer por dentro de la urbe, les parecerían eternos. Entrarían por fin por cualquiera de las puertas que circundaban la gran explanada. Avanzarían por entre las gentes que, por negocio, en busca de un maestro que enseñase, o queriendo orar, se adentraban aproximándose a la balaustrada que delimitaba la frontera entre lo profano y el santuario. Franquearla les emocionaría a ambos. El latir del corazón de la Madre, alertaría al Hijo que iba en brazos y su rostro estaba pegado al corazón que desde el inicio de su concepción había escuchado. Por fin llegaron y entraron. Serían atendidos por el levita de turno y cumplieron sin dificultad el rito.
5.- Pero, antes de lo preceptuado, sorprendió al matrimonio el ver que un anciano se acercaba. Cumplía una función de antiguo esperada por él. Según se cuenta, no era un abuelo solitario, que buscase entretener su vejez, como tantos hoy en día observamos ocupan sus días en ello. Esperaba. Vivía esperanzado desde hacía años, actitud esta sublime, pese a que no esté tarifada y pocos aprecien. El buen vejete tomó al Niño en sus brazos, su madre temería que se le escurriera de las manos y cayera al suelo, pero confió. Baruj ata Adonai, exclamaría contento, para continuar dando gracias a Dios porque había llegado el momento soñado. Veía y tenía al Mesías con él, ya podía morir tranquilo. Sus palabras, recogidas por Lucas, nos las confía la Iglesia para que antes de ir a descansar se las digamos nosotros, cada día, también al Señor. Es un canto de alabanza y para nosotros un motivo de examen personal. Al acabar la jornada ¿agradecemos lo que Dios nos ha deparado? El anciano no acabó con la sublime reflexión. Se atrevió a profetizar a la misma Madre de Dios ¡qué atrevimiento! Le advirtió que su Hijo no sería un cualquiera, ni un hijo fácil. Para la sociedad sería un hombre controvertido, para ella causa de desgarrador sufrimiento. Al oírle esto, sin duda, a María le daría un vuelco el corazón. Nada así esperaba en aquel momento.
6.- El Señor lo tenía todo previsto. Alguien me dijo un día a mí, os lo escribo a vosotros, mis queridos jóvenes lectores, que los hombres somos cerebros con patas. Y con frecuencia acierta la estrambótica definición. A la advertencia varonil, siguió una consoladora intervención femenina. Fue tan importante su función, que el texto la identifica con nombre y apellidos: se trata de Ana, hija de Fanuel, aserita, para más señas. De 84 años de vida, piadosa mujer, de asiduas plegarias y ayunos. La intuición femenina y la imaginación de Dios, la había conducido hasta este lugar y en este momento. Alegró a la Virgen y proclamó a los demás que aquel Niñito era el Esperado. Su gloria, su autoestima personal, se diría hoy, no se la proporcionó ni un oficio, ni el matrimonio. Ella en su ancianidad, fue la escogida para que, en el lugar que entonces era el más sagrado, ejerciera de apóstol de los de su entorno. Dio gracias por su suerte. Desapareció del Templo, no de la memoria de la comunidad jerosolimitana, que se lo relató a Lucas y él nos lo trasmitió.
7.- Me temo que se equivocan quienes tanto reclaman el presbiterado femenino, olvidando el papel profético que desde el Antiguo Testamento puede desempeñar la mujer y que tanta necesidad tenemos de ellas. Recuerdo a María, hermana de Moisés y a Hula. Me gustaría que vosotras, queridas jóvenes lectoras de estos mensajes-homilía, os preguntaseis si Dios os ha llamado a esta misión. Ya lo veis, Ana a sus 84 años desempeñó esta excelsa vocación y nosotros todavía apreciamos su fidelidad.
Y a todos, que no confiéis o desconfiéis usando solo el criterio de la edad que una persona pueda tener. En el relato de hoy, podréis ver que los dos viejos son los que se atreven a hablar de futuro y lo aciertan ¡cuántos jóvenes de hoy presumen de modernos y se lo cargan todo, para con facilidad desertar poco después!
Pedrojosé Ynaraja