VI. EN NAZARET
1.- JESÚS CRECÍA. LA PASCUA DE LOS DOCE AÑOS
Mt 2, 23; Lc 2, 39-50
José comenzó por acondicionar de nuevo la casa que, después de dos años sin habitar, estaba en malas condiciones. Pero ese era su trabajo. Le ayudarían vecinos y parientes, que se alegraban de su vuelta al pueblo. Instaló allí su pequeño taller y pronto le llegaron los primeros encargos…
Aquellos muros fueron testigos del amor de los miembros de la Sagrada Familia. En la casa, limpia y alegre, se reflejaba el alma de María; los modestos adornos, el orden, la limpieza, hacían que Jesús y José, después de una jornada de trabajo, encontraran el descanso junto a Nuestra Señora. Allí preparó Ella la comida muchas veces, remendó la ropa y procuró que aquel hogar estuviera siempre acogedor. Y estaría pendiente de esos momentos del mediodía, cuando se suele hacer un parón en el trabajo, o al atardecer, al dar por concluida la tarea. En aquella casa fue creciendo el Hijo de Dios.
Jesús siempre tuvo presentes aquellas paredes y aquel lugar sencillo, pero ordenado y agradable. Cuando, en su ministerio público, volvió a Nazaret, recordaría momentos inolvidables junto a su Madre y a san José. Entre las cosas que Santa María guardaba en su corazón estaban sin duda tantos pequeños sucesos corrientes de la vida de su Hijo, que fueron la alegría de su alma.

Todos los años sus padres iban a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. De Galilea a la ciudad santa existían tres caminos principales. El más occidental recorría la Llanura de Esdrelón, costeaba el monte Carmelo y descendía por el litoral del Mediterráneo hasta la altura de Antípatris; era muy largo y poco frecuentado por los israelitas. El camino oriental, muy habitual, seguía el curso del Jordán hasta Jericó, y desde allí embocaba la fuerte subida hasta Jerusalén. El tercero corría de norte a sur, a través de Samaria. Era el más breve y casi siempre evitado para no pasar por tierra de samaritanos. Hemos de pensar que la Sagrada Familia siguió el camino del Jordán.
La vida oculta de Jesús transcurre aquí, en Nazaret. Nos lo dice san Mateo, y san Lucas lo repite dos veces con esta misma intención. Allí se educó. San Marcos y san Mateo escriben expresamente que esta es su patria[1], en la que han vivido o viven sus padres y parientes, la ciudad de José y de María. Ni siquiera insinúan que este sea su país natal: Mateo y Lucas han consignado que nació en Belén. Sin embargo, se ha desarrollado y ha adquirido su plenitud de hombre en Nazaret. Allí se ha relacionado con su tiempo, su tierra y su raza.
Jesús no hizo nada espectacular en Nazaret: ni en la escuela, ni en la sinagoga ni en ningún otro lugar. Los pájaros de barro que fabricaba en sus juegos no salían volando, como indican los evangelios apócrifos. Ni tampoco hizo surgir un manantial a las puertas de su casa para evitar a su madre el trabajo de ir a buscar el agua a la fuente del pueblo. Nada más lejos de la realidad. No podemos olvidar la extrañeza de sus paisanos al comenzar su vida pública, que indica un comportamiento anterior lleno de normalidad. San Lucas, después de narrar aquella ocasión en el Templo en la que Jesús actuó con independencia, pone de relieve que esto fue lo excepcional. Por eso señala enseguida: bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto, les obedecía. El evangelista recibió estas noticias de la Virgen o de alguien muy cercano a Ella.
Lo extraordinario, y san Lucas lo ha narrado anteriormente, es que el Hijo de Dios, consustancial al Padre, obedezca a dos criaturas jóvenes de Nazaret. Obedecía a sus padres, pero especialmente a José, porque él era quien ejercía la autoridad en aquel hogar.
Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres. Así resume san Lucas la vida de Jesús en Nazaret. El paso de los años fue acompañado de un progresivo crecimiento y manifestación de su sabiduría y de su gracia.
Según su naturaleza humana, Jesús crecía como uno de nosotros. Las acciones de Jesús no eran realizadas unas por Dios y otras por el Hombre. Todas pertenecían al Hijo de Dios encarnado. Y, al mismo tiempo, sus actos humanos eran genuinamente humanos, los propios de un niño inteligente, alegre, sin pecado ni tendencia alguna desordenada, con un alma que gozaba a la vez de la visión beatífica, esa visión directa de la Trinidad que el resto de los hombres solo podrá tener de modo parcial y limitado en el Cielo.
Como todos los niños, Jesús haría muchas preguntas sobre los asuntos que ignoraba: ¿Para qué sirve esto? ¿Por qué metes estas maderas en agua? ¿Cómo se llama aquel vecino?… Más tarde, en su vida pública, le veremos también haciendo preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿Cuánto tiempo hace que sufres esa enfermedad? ¿Cuántos panes tenéis? Otras veces se sorprende y se admira. No fingía cuando se admiraba o preguntaba, porque estas son reacciones íntimas y profundas, propias del ser humano. Aunque Jesús poseía una ciencia divina con un conocimiento perfectísimo, quiso sin embargo vivir una existencia plenamente humana. Su divinidad no era un mecanismo para no tener que esforzarse. El Hijo de Dios no tomó la apariencia de hombre; era hombre, con un cuerpo y un alma racional humanos. Y ambos unidos estrechísimamente.
Jesús iba adquiriendo conocimientos a partir de las cosas que le rodeaban, de María y de José, de sus maestros, de sus vecinos, de la experiencia de la vida que posee todo ser humano con el paso de los años. En la sinagoga de Nazaret aprendería la Sagrada Escritura, con los comentarios clásicos que solían acompañar a la explicación. Jesús leía el Antiguo Testamento y aprendía lo que se decía del Mesías; es decir, de Él mismo.
Jesús recibió de José muchas enseñanzas; entre otras, el oficio con el que se ganó la vida y sostuvo luego la casa, cuando el Santo Patriarca abandonó este mundo. Y para aprender, Jesús utilizó sus sentidos, la inteligencia humana, la memoria…, pues los sentidos de Jesús y su entendimiento humano no estaban en él para parecerse externamente a los demás. En Cristo, la inteligencia humana correspondía a su alma racional. Y esta inteligencia no estuvo dormida, como despojada de la actividad que le era propia. No era un adorno; Jesús empleó la inteligencia y los sentidos como todo niño y todo hombre.
La Virgen dejó una profunda impronta en su Hijo: en su forma de ser humana, en dichos y maneras de decir, en las mismas oraciones que los judíos enseñaban a sus hijos. Jesús aprendió de ella su lengua materna, el arameo, y recibió la educación más santa que podía recibir un niño israelita. En casa y en la sinagoga oía hablar el hebreo, la lengua sagrada de las Escrituras. Cuando llegue la ocasión sabrá expresarse en hebreo, citará las Escrituras y hará alguna de sus oraciones en esta lengua.
De su Madre le vino el encanto, la gracia, la dulzura arrolladora y compasiva. También aprendería Jesús de los vecinos, de aquellas conversaciones que José sostenía con los clientes que iban a encargarle alguna cosa, y que luego derivaba a la buena o mala cosecha de aquel año, a las lluvias, a la próxima peregrinación a Jerusalén…
Jesús, María y José constituían una familia real, en la que contaba el modo de ser de cada uno y donde se compartían muchas vivencias y experiencias sencillas del acontecer diario. Al principio, María lo guardaba y lo ponderaba todo en su corazón; más tarde, conforme su Hijo se iba haciendo mayor, hablaría con Él de la llegada del ángel, de su respuesta emocionada, del gozo profundo que experimentó después de la Encarnación, cuando supo que Dios habitaba en su seno…
No sabemos cuántos años vivió José. Los dos evangelios de la Infancia, y sobre todo san Mateo, muestran cómo desempeñaba su misión de padre. Le enseñó a Jesús a trabajar la madera, y quizá a labrar la tierra y el modo de cuidar la vid. Se dedicaron juntos a la misma tarea, todos los días, siguiendo el ritmo de las diferentes estaciones. Cuando Jesús salga de su vida oculta, sus compatriotas podrán afirmar que le conocen bien: es el hijo de José, el carpintero, y se ha empleado en su mismo oficio. Iría con su padre a colocar el maderamen de las casas, y juntos fabricarían o repararían el mobiliario de las viviendas. Hacían arados, yugos, mástiles… Y también catres, cofres, arcas, artesas…[2].
José conocía las Escrituras, como un buen judío piadoso, y se alimentaba de las esperanzas mesiánicas. Fue discreto, y se acostumbró a saborear en silencio el misterio del Hijo de Dios. Muchas veces, Jesús debió de quedar hondamente conmovido en presencia de un hombre tan bueno, tan justo. Veía en él la imagen de su Padre celestial. José desaparece del evangelio tan silenciosamente como había aparecido. Lo más probable es que muriera antes del comienzo de la vida pública. De hecho, no le vemos intervenir en las circunstancias familiares de este tiempo. Jesús derramaría lágrimas y sentiría en su corazón hondamente su muerte. Si lloró por Lázaro, ¿no lo iba a hacer por quien no había tenido otro fin en la vida que cuidarle? Le confortaría con sumo cariño y piedad, le prometería el Cielo… Nadie podía hacerlo mejor. Después de su muerte recordaría tantas conversaciones en la intimidad, los paseos por las cercanías de Nazaret, los pequeños regalos que llevarían a María…
Los judíos piadosos solían ir en peregrinación al Templo de Jerusalén en las fiestas principales: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Aunque no obligaban a quienes vivían lejos, eran muchos los judíos de toda Palestina que se trasladaban a Jerusalén en alguna de esas fechas. Además del contenido religioso, esos días eran prácticamente las únicas ocasiones de ir a la gran ciudad y de salir de la rutina del pueblo. Estas peregrinaciones tenían, pues, un carácter religioso, pero también festivo.
En el siglo I, cada una de estas tres fiestas duraba una semana entera, sin contar los días de viaje. Por estas y otras razones no todos los judíos emprendían efectivamente las tres peregrinaciones. Desde luego, no las cumplían cada año los judíos de la diáspora, que procuraban subir a Jerusalén al menos una vez en su vida. En cuanto a los campesinos galileos, es poco probable que las hicieran todas, teniendo en cuenta los gastos de tiempo y de dinero, y que al menos los Tabernáculos se celebraban al final del período de recolección, más tardío en Galilea que en Judea. Por eso la fiesta más frecuentada era la Pascua.
Con esta solemnidad, relacionada con las cosechas, iba unido el recuerdo de la liberación de Egipto. Luego, al paso del tiempo, se celebró con esta ocasión el aniversario de los grandes acontecimientos de Israel: la realización de la promesa de descendencia a Abrahán, la liberación de Egipto y la pronta liberación mesiánica.
Como no todos los peregrinos podían alojarse en la ciudad santa, se ensanchaban sus límites en esta circunstancia y se ampliaban a las aldeas más cercanas.
En la tarde del 14 de Nisán (el primer mes de los judíos), los cabezas de familia (familia en sentido estricto, o bien un grupo de diez a quince personas conocidas, parientes o amigas, incluidos mujeres y niños) venían al Templo con un cordero para inmolarlo. Entretanto, en las casas se eliminaba el pan fermentado y se preparaban una especie de galletas sin levadura y unas «hierbas amargas» (ensaladas distintas), que recordaban las penurias del cautiverio. Comenzaba entonces el banquete de la fiesta.
El viaje de Nazaret a Jerusalén (unos ciento treinta kilómetros) duraba cinco o seis jornadas por el camino más recto. Al llegar la Pascua solían reunirse varias familias para hacer el trayecto juntas. El recorrido hasta la ciudad santa tenía un aire de fiesta, y los peregrinos solían cantar diversos salmos durante la marcha. El salmo 121 se entonaba cuando se divisaban los muros del Templo:
¡Oh qué alegría, cuando me dijeron:
vamos a la Casa de Yahvé!
¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies
en tus puertas, Jerusalén!
No era obligatorio quedarse en Jerusalén toda la semana pascual, pero no estaba permitido marcharse antes del segundo día. San Lucas parece indicar que la Sagrada Familia permaneció en Jerusalén durante toda la semana. No sabemos con quiénes se reunían para la cena pascual. Quizá con unos parientes o con otras familias galileas. Terminados los ritos pascuales, se inició la vuelta a Nazaret. Jesús se quedó en Jerusalén, mientras María y José se ponían en camino. No notaron su falta.
¿Cómo se pudo quedar el Niño sin que sus padres se dieran cuenta? En parte, por la aglomeración de forasteros; en parte también, por la costumbre de viajar los hombres y las mujeres en caravanas separadas. Jesús, a los doce años, tendría una justa autonomía, aunque dependiera en todo de sus padres. Por la frase suponiendo que iba en la caravana se ve que los padres han depositado toda su confianza en Él, y que cada uno ha pensado que estaba con el otro o con un grupo de parientes y amigos con hijos de su edad. Esto explica que pudiera pasar inadvertida la ausencia de Jesús hasta el término de la primera jornada, cuando se reagrupaban todos para acampar. Entonces, ambos preguntaron por el Niño y comprendieron en un instante que lo habían perdido.
Para María y José fue un momento de gran dolor y desconcierto. No podían explicarse qué había sucedido. Nadie sabía nada de Jesús.
Aquella noche María y José no pudieron dormir ni descansar. Por la mañana, con las primeras luces, se dirigieron de nuevo a Jerusalén. Pasaron tres días, cansados, angustiados, preguntando a todo el mundo si habían visto a un niño de doce años… Todo fue inútil.
María y José, sin saber ya adónde ir ni a quién preguntar, entraron en una de las dependencias destinadas al culto y a la enseñanza de las Escrituras, quizá uno de los atrios del Templo. Y allí se encontraba Jesús con aire tranquilo, preguntando y respondiendo a los doctores en animada conversación. Estaba como uno de tantos oyentes, sentado en el suelo. Intervenía como lo hacían otros, y en sus preguntas se descubría una gran sabiduría que los dejaba a todos admirados.
Los rabinos solían comentar en el Templo la Sagrada Escritura. Para los forasteros de Jerusalén era esta la única ocasión de ver y oír a los maestros más relevantes de Israel. Los oyentes tomaban asiento sobre esteras alrededor del maestro y podían intervenir, y también ser preguntados sobre la cuestión que se explicaba. Las preguntas y respuestas de Jesús llamaron poderosamente la atención de todos: Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas.
Jesús desveló algo de la ciencia divina que ya existía en su corazón. Cuando inicie su vida pública, el evangelista nos dirá que las gentes se maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Oyéndole, las multitudes se olvidarán del hambre y del frío de la intemperie.
María y José estaban maravillados y sorprendidos viendo a Jesús. No daban crédito a lo que veían y escuchaban. El verbo griego indica impresión y asombro. Es posible que oyeran algunas de las preguntas y respuestas de su Hijo. Esperarían un poco… Luego, María se dirigió a Él, llena de alegría por haberle encontrado, y quizá con un débil tono de reconvención. El hecho de que la Madre sea la que interpela al Niño y en nombre del padre, se puede explicar por la gran personalidad de María y por su misma relación con Jesús, de un relieve y en un plano distinto a la de José. El contenido de las palabras no es de reprensión, sino manifestación espontánea de la angustia de esos días. También habla en nombre de José: Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos…
La pérdida de Jesús no fue involuntaria por su parte. Teniendo plena conciencia de quién era y de la misión que traía, quiso comenzar de algún modo a cumplirla. ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?
Es esta una expresión misteriosa que ya apunta a su misión en la tierra y al sentido de su filiación divina. Jesús estaba siempre en las cosas del Padre, tanto en Nazaret como en Jerusalén, en compañía de sus padres o sin ellos. Aquí contrapone el padre legal y visible, José, al Padre natural e invisible. Todo el peso de la respuesta está aquí: en que llama a Dios «su Padre». No hay ningún otro personaje de la Escritura que llame Padre a Dios de esta manera tan plena. Jesús posee, también a los doce años, no solo una conciencia puramente mesiánica, sino estrictamente divina[3]. Ante sus relaciones del todo singulares con Dios, «su Padre», parece que se eclipsa el sentimiento filial humano. Esta respuesta se sitúa en la misma línea de otras afirmaciones posteriores que se encuentran particularmente en el evangelio de san Juan, donde llama a Dios «su Padre» con un sentido único y trascendente. La obediencia y entrega al Padre está a tal altura que ante ella debe ceder incluso el propio cuarto mandamiento, que manda la sumisión y obediencia a los padres. Son las primeras palabras que conocemos, y las únicas, de Jesús Niño. Son el preludio de las afirmaciones rotundas ante las gentes que escucharemos durante su vida pública.
San Lucas nos ha dejado la impresión que produjeron en sus padres. Con toda sencillez nos cuenta la realidad de las cosas. Es muy posible que lo oyera de labios de María o de alguien muy cercano a Ella. No nos dice muchas cosas que nos hubiera gustado saber: qué hizo Jesús cuando no estaba en el Templo, dónde pasó aquellas noches, quiénes le dieron alimento… Probablemente el evangelista nada nos dijo porque él tampoco lo sabía. ¿Lo sabría la Virgen? ¿Le contó algo más Jesús durante el camino de vuelta a Nazaret? Suponemos que sí. Y Ella lo guardó en su corazón.
En el plano humano es difícil de entender esta respuesta, pues nada más natural que buscar a un hijo perdido. Jesús no reprende a sus padres porque le hayan buscado; afirma en forma de pregunta su independencia y responsabilidad mesiánica.
Para ellos debió de ser una dolorosa prueba; pero también un rayo de luz, que les descubre un poco más el misterio de la vida de Jesús. Fue un episodio que jamás olvidarían.
Con todo, para penetrar un poco más en la respuesta habría que haber oído la entonación de la voz de Jesús mientras se dirigía a sus padres, sus gestos, quizá algún comentario posterior…
El viaje de vuelta a Nazaret debió de estar lleno de alegría. María y José ¡están tan contentos de haber hallado a Jesús! Después de aquellas palabras misteriosas, su Hijo es el de siempre, cariñoso, alegre, con sentido del humor… Este hecho no parece haber tenido más consecuencias; nunca más se menciona. El mismo asombro que produjo en sus padres revela unos años de normalidad; este parece ser el único suceso extraordinario. Incluso aquello mismo debió de ser pasajero, y no trascendería más allá del grupo de familiares y amigos que lo presenciaron. Probablemente en Nazaret no se supo nada. Pero María no lo olvidaría: Ella guardaba estas cosas en su corazón.
[1] Mc 6, 1; Mt 2, 23.
[2] Jesús «debía de parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José» (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 55).
[3] «Con la respuesta del niño a sus doce años ha quedado claro, por un lado, que él conoce al Padre –Dios– desde dentro. No solo conoce a Dios a través de seres humanos que dan testimonio de él, sino que lo conoce en sí mismo. Como Hijo, él vive en un tú a tú con el Padre. Está en su presencia». BENEDICTO XVI, La infancia de Jesús, p. 131.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...