A la pregunta de Jesús a sus discípulos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, Pedro, quizá como portavoz del grupo, respondió: Tú eres el Mesías. La versión de Mateo añade alguna cosa a la de Marcos, pero ésta parece más cercana a los orígenes. A juicio de Pedro, o de su inspirador, Jesús no era un profeta más, un Elías, un Juan Bautista o cualquier otro profeta; esto era lo que pensaba la mayor parte de la gente que tenía buena opinión de él. Otra, muy distinta, era la opinión de sus enemigos o adversarios.
Decir Mesías era decir Ungido del Señor para llevar a cabo la misión encomendada, ungido y enviado. La denominación le confería una singularidad que le colocaba por encima de los profetas. Pero Jesús, aun reconociendo el acierto de la designación (era algo que le había sido revelado a Pedro por el Padre celestial), les prohíbe terminantemente divulgarlo.
Ya sabemos que la expresión podía dar lugar a equívocos y prestarse a interpretaciones falsas o abusivas. Al Mesías podía confundírsele con un líder carismático capaz de emprender una campaña revolucionaria y violenta; y esto era siempre motivo de alarma para los dirigentes del pueblo y las autoridades imperiales. Quizá aquí se encuentre la razón de la terminante prohibición de Jesús. Eso es lo que parecen indicar al menos sus instrucciones y precisiones: El Hijo del hombre –les decía- tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días.
Él lo tenía muy claro. Por eso podía explicarlo con toda claridad. Su futuro mesiánico no será el de un militar triunfante, ni el de un hábil político, sino el de un condenado a muerte por las autoridades legítimamente constituidas; ni siquiera el de un condenado a muerte tras haber sido capturado en una campaña militar después de haber cosechado repetidos triunfos en campañas diversas, sino el de un condenado a muerte que había sufrido previamente la incomprensión de los que estaban investidos de autoridad judicial y habían hecho recaer sobre él la grave acusación de blasfemia. Su futuro es, pues, el de un condenado a muerte, pero también el de un resucitado (a los tres días) de entre los muertos: un futuro en el que habrá sufrimiento, y sufrimiento abundante (el Hijo del hombre tiene que padecer mucho), pero también gloria, porque el condenado es un hombre inocente y superará el juicio de Dios; más aún, será constituido por el Dios que le rescata de la muerte juez supremo, juez de vivos y muertos, incluidos los mismos jueces que le habrán condenado injustamente a una muerte ignominiosa o muerte en cruz y entre dos malhechores.
Cuando Pedro, que no entiende ni acepta este diseño de futuro, se lo lleva aparte, como si tuviera ascendencia sobre él, y lo increpa para que deseche pensamientos tan nefandos, se hace merecedor de un severo reproche por parte de Jesús, y en presencia de los demás (porque quería que los demás se enterasen para que no alimentasen las mismas fantasías), lo increpó: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!
La reacción de Jesús resulta casi violenta; tiene la dureza de las descalificaciones. Está viendo momentáneamente en su discípulo a un aliado de Satanás, que pretende desviarle de su camino y, por tanto, apartarlo de la voluntad de su Padre, cuando él no ha venido para otra cosa que para cumplir esta voluntad y llevar a término sus designios. Pensar como los hombres es aquí no pensar como Dios y, por tanto, oponerse en cierto modo a sus planes, que es lo que hace expresa y radicalmente el demonio, ese mismo que le tienta a hacer actos de poder como transformar las piedras en panes o arrojarse desde el alero del templo, el mismo que le tienta a seguir su trazado y a someterse a su poderío haciendo un simple acto de adoración, el mismo que le tentará por boca de los miembros del Sanedrín a bajar de la cruz estando clavado a ella. Tras la increpación de Pedro ve Jesús al mismo tentador del desierto. Ello explica seguramente la dureza de la respuesta: ¡Apártate de mi vista!
Nosotros hoy podemos ver las cosas desde otra perspectiva diferente a la que tenía Pedro (y los demás discípulos) en aquel momento. Nosotros vemos hoy las cosas desde los acontecimientos consumados y desde sus interpretaciones redentoras. Por eso disponemos de más y mejores elementos de juicio para hacernos una idea más ajustada a la realidad de tales hechos, es decir, disponemos de una información que nos permite pensar menos como los hombres y más como Dios, pues el pensamiento de Dios lo vemos reflejado en la historia de su Hijo encarnado. Aun así, nos sigue costando mucho asimilar el pensamiento (=plan) de Dios sobre su Hijo y su obra salvífica, culminada en el Calvario, como nos cuesta también, y quizá mucho más, asimilar el proyecto de Dios sobre cada uno de nosotros, un proyecto de gloria, pero que pasa inevitablemente por la cruz.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística