Jesús habla de un futuro próximo y anuncia tiempos de pasión. Previendo el ya cercano desenlace de su vida, dice de sí mismo: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Jesús enuncia los acontecimientos previstos en tono de obligatoriedad (dei = «tiene que», «es preciso que», «conviene que»), como si formaran parte de un designio superior irreformable, de una voluntad que estuviera por encima de la suya. El Hijo del hombre padecerá porque tiene quepadecer. Este padecimiento será consecuencia de un rechazo –por ser considerado indigno de la sociedad que le había acogido- en el que confluirán las voluntades de todos los mandatarios sociales de la nación: ancianos, sumos sacerdotes y letrados, y de una ejecución o consumación del rechazo –fuera de las murallas de Jerusalén- en la que también intervendrán el magistrado y los brazos ejecutores del imperio extranjero. Pero el anuncio del desenlace, que es mortal, no se clausura con la consumación del rechazo. Hay alguien que no lo rechazará, sino que lo levantará (egercenai) de su postración y su sepulcro al tercer día, otorgándole la corona de la victoria. Ese alguien es su Padre, Dios. Resucitará al tercer día porque Dios Padre así lo quiere, porque no puede permitir que su Hijo, el desechado por los hombres, pero el Ungido del Espíritu, permanezca yacente (cadavérico) en un sepulcro. Tal sería el signo más flagrante de su derrota.
Del anuncio de su próximo desenlace terreno, Jesús saca de inmediato una enseñanza; pues, dirigiéndose a todos, dijo: El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará. Jesús saca a la luz lo que de por sí resulta evidente. El seguimiento cristiano –quizá todo seguimiento comprometido- implica una negación de sí mismo. ¿Cómo podría uno seguir a alguien con todas sus consecuencias si no estuviera dispuesto a renunciar a sus propios proyectos, a su propia independencia, a la propia voluntad incluso? Seguir a alguien como discípulo es iniciar un camino vital trazado por las huellas de ese alguien que va por delante como maestro y guía. Y este seguimiento implica necesariamente la renuncia a trazar el propio camino como pionero de la vida. Pero sólo el que pone su confianza en aquel a quien sigue encontrará motivos para negarse a sí mismo. Es la fe (confianza) que Jesús pide a sus seguidores la que les permitirá negarse a sí mismos, renunciar a sus propios planes y proyectos en la vida, para asumir el proyecto existencial implicado en este seguimiento.
Pero el seguimiento es siempre voluntario: el que quiera seguirme, que me siga. A Jesús, como a cualquier otro, le siguieron porque encontraron motivos para seguirle, a pesar de la negación de sí mismos que ello implicaba. Pero nada valioso se alcanza sin coste y sin riesgo. En el seguimiento de Cristo había costes (renuncias) y riesgos, pero también una promesa de vida sin parangón. Por otro lado, la cruz es un ingrediente tan presente en la vida humana, que es imposible pasar sin ella. ¿Quién no tiene su cruz, que puede ser un rasgo del carácter, un defecto físico o psíquico, una deficiencia de cualquier tipo, una enfermedad congénita, una compañía difícil de tolerar, un complejo educacional? Pues bien, Jesús invita a sus seguidores a cargar con su cruz cada día, la cruz que le haya tocado en suerte por razón de su nacimiento, educación, elección o accidente, y a irse con él, formando parte de su compañía y compartiendo su propio destino, que ya ha dicho que será sufriente (pasión, rechazo y ejecución) y glorioso (resurrección), aunque no a partes iguales. Sólo se accederá a la gloria pasando por el padecimiento y el rechazo. La gloria se presenta como una fase que sucederá al sufrimiento y que se alcanzará sólo a través del sufrimiento y la muerte.
Por eso no es extraño que diga a continuación: el que pierda su vida por mi causa, la salvará. Jesús está proponiendo a sus seguidores una vida martirial: no sólo propia de testigos, sino de testigos dispuestos a perder la vida de la que están en posesión por su causa, que es la misma causa por la que él perderá la vida. En cambio, los que no le sigan por no arriesgar su vida, acabarán perdiendo, como todos, esa vida que tanto quieren proteger de riesgos, pero además perderán también la vida que se les ofrece en forma de promesa. «Salvar la vida» no es mantenerla preservada de todas las acechanzas, incluida la muerte. Ni siquiera el mismo Cristo pudo preservar la vida del impacto de la muerte. Salvar la vida es obtener como premio la inmortalidad que brota del sepulcro con la resurrección, como él mismo había previsto para sí. Se trata de una promesa de vida (eterna) ligada a su seguimiento y a su causa. Porque ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se perjudica a sí mismo? ¿Qué podrá hacer uno con el mundo si no se tiene a sí mismo? ¿Qué podrá hacer con el mundo entero un condenado a muerte o un desahuciado? Para disfrutar del mundo uno tiene que disponer de salud y vigor. ¿De qué le sirve, por tanto, tener el mundo entero como ganancia si no se tiene a sí mismo porque carece del vigor (=vida) necesario para vivir? Pero «perderse a sí mismo» puede significar incapacitarse para vivir la vida plena y verdadera. Pidamos al Señor una fe tal en él que nos permita arriesgar la vida en su seguimiento.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística