Estando Jesús en un banquete en casa de Leví, el recaudador de impuestos llamado por el Maestro para que formara parte del grupo de sus discípulos, es objeto de la crítica de los fariseos que se escandalizan al verle compartir mesa con los publicanos. Decir publicanos era decir pecadores; y compartir la mesa con los pecadores venía a significar entrar en comunión con ellos y con su pecado, contraer la impureza de la que eran portadores. Por eso ellos rehuían el contacto con los publicanos tanto como con los leprosos. Ante la acusación farisaica Jesús reacciona con una réplica que pretende justificar su conducta de acercamiento a los pecadores: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Su actividad mesiánica es similar a la de un médico cuyo oficio es curar a los enfermos. Los sanos no necesitan de los cuidados del médico. Por eso, no debe extrañar verle entre enfermos aún a riesgo de poner en peligro su propia salud; entre enfermos y entre pecadores, pues no se limitó a sanar enfermedades físicas y mentales, sino también a devolver la salud espiritual a los pecadores, perdonando su pecado, es decir, curando esta especie de enfermedad.
Es evidente que Jesús equipara el pecado con una enfermedad que hace de los pecadores en cierto modo enfermos que reclaman la actuación curativa del médico. Pero se trata de una enfermedad contraída voluntariamente, esto es, culpablemente, y de la que puede uno liberarse por la vía de la conversión. Aquí el médico es alguien que invita a los pecadores a la conversión. Basta con este movimiento de acercamiento a él para obtener la medicina curativa, la remisión del pecado. A los enfermos les bastaba con tocar con fe la orla de su manto para obtener el beneficio de la salud; a los pecadores también les basta con esa conversión que implica el reconocimiento del propio pecado y la petición del perdón que es petición de la salud perdida. La equivalencia entre el enfermo y el pecador es máxima en relación con el Sanador. Y el procedimiento empleado por el Médico en la curación es muy similar. Lo único que hace falta es que se ponga el mismo empeño en recuperar la salud espiritual que el que se pone en recuperar la salud física o psicosomática. Porque la ansiedad con la que los enfermos buscaban a Jesús no solemos encontrarla, al menos en el mismo grado, en los pecadores. Y es que la conciencia de la enfermedad suele ser mucho más viva o intensa que la conciencia del pecado, exceptuando quizá casos extremos de gravedad que generan una profunda sensación de culpa.
Jesús proclama abiertamente haber venido como médico, no a llamar a los justos, sino a los pecadores. Si esto es así, y no nos reconocemos pecadores, nos estaremos automarginando del círculo de su influencia benéfica. Si no nos sentimos realmente pecadores no podremos gozar de la cercanía del que ha venido precisamente a estar entre pecadores invitándoles a someterse al tratamiento medicinal adecuado para erradicar enteramente el pecado que les oprime y esclaviza como un tirano interior de cuyo dominio es difícil escapar o como un tumor difícil de extirpar. Y pecado –como nos recuerda Isaías- es todo lo que tendríamos que desterrar de nosotros: opresiones ejercidas sobre los demás, amenazas, maledicencias, indiferencias.
Pero para desterrar el pecado (resp. egoísmo) de nuestro interior hay que ejercer sobre él una fuerza superior al dominio que él tiene sobre nosotros, y de ordinario no basta la fuerza de que dispone nuestra voluntad. Necesitamos que esa voluntad nuestra, enferma y debilitada, adquiera de nuevo el vigor necesario. Y para eso ha venido él, como médico, para sanar y robustecer nuestra voluntad enferma, para infundir en ella la fuerza de su Espíritu y hacerla capaz de vencer la malicia que la domina, el poder del pecado que se sobrepone tantas veces a su recto querer y sentir. Si finalmente, y con su gracia sanante y elevante, logramos esta victoria, nuestra oscuridad se volverá mediodía, el Señor nos dará un reposo permanente y nos sentiremos como un huerto bien regado, un manantial de aguas cuya vena no engaña o una casa reconstruida desde sus propias ruinas.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística