Comentario – Martes I de Cuaresma

La oración es el ejercicio de la fe del creyente. El que cree en Dios ora, es decir, pide, da gracias, alaba, suplica, conversa con ese Dios –personalmente concebido- en el que cree. La modalidad concreta de nuestra oración –lo mismo que de nuestra religión-dependerá de la idea que tengamos del Dios a quien nos dirigimos. Pero el Dios cristiano es el Dios que nos ha sido revelado en Jesucristo, su Hijo. Por eso no debe extrañar que él sea también el que nos ofrezca las pautas de nuestra oración y pueda decirnos: Cuando oréis, no lo hagáis como los hipócritas; o también: Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis. Tanto judíos como paganos son religiosos, creen en su Dios o en sus dioses, y rezan.

Jesús quiere que sus seguidores se distingan tanto de los judíos como de los paganos en su modo de orar. Su manera de concebir al Padre –el destinatario de nuestras oraciones- determinará los rasgos de nuestra oración. Se trata del Dios que ve en lo escondido y no necesita, por tanto, que la acompañemos de esa publicidad que busca más bien la aprobación de los demás; también es el Dios que sabe lo que nos hace falta antes de que se lo pidamos; por tanto, no necesita demasiadas explicaciones, ni aclaraciones; no necesita de largos discursos, ni de copiosas informaciones. La oración no es, pues, ningún medio para dar a conocer a Dios lo que ya sabe de antemano. El objetivo de la oración no es informar al que ya está suficientemente informado, ni convencer a base de argumentos al que sabe muy bien cómo actuar en cada caso. Por eso sobran las muchas palabras, sobre todo, cuando con ellas pretendemos que nos hagan caso o simplemente informar de nuestro caso.

Lo que Jesús parece desacreditar aquí, en este uso inmoderado de palabras, es una oración que, o bien busca informar a Dios de unas necesidades que ya conoce, o bien pretende convencer a Dios que no está del todo convencido de hacer el favor que se le solicita. El objetivo de la oración no es ni informar ni convencer. Por eso el caudal de palabras empleadas con este fin resulta inútil o infructuoso. Otra cosa es servirnos de un sinfín de palabras para alabar a Dios o prolongar nuestro tiempo para estar con Cristo en un ejercicio gozoso de amistad. La amistad requiere tiempo y la contemplación deleitosa también. Y en semejante relación hay cabida tanto para las palabras y como para los silencios.

De hecho Jesús no se opone al uso de las palabras en la oración. Sería demasiado insensato. La oración supone la comunicación y ésta el lenguaje. Los seres humanos somos los seres del logos, de la razón y de la palabra, seres lógicos dialógicos. El lenguaje nos califica. No podemos prescindir de las palabras en nuestras comunicaciones. También Dios se sirve de ellas en su revelación. Y es su misma Palabra hecha carne la que nos dice: Vosotros rezad así; y nos ofrece un modelo de oración que no quiere ser una fórmula única, pero que es normativa tanto en su formulación –corta, escueta, sintética, sencilla- como en su contenido, que reúne sobre todo peticiones de lo que debe pedirse en sintonía con el Espíritu, pero también reconocimientos y alabanzas.

El Padre nuestro quiere ser una oración comunitaria, formulada en primera persona del plural, que debe ser rezada con la conciencia de formar parte de una gran familia, la de los hijos de Dios. Sólo desde esta conciencia puede brotar la expresión: Padre nuestro del cielo. Jesús quiere que hagamos de Dios Padre, el que habita en los cielos, el destinatario de nuestra oración filial; porque se trata de una plegaria que florece en el corazón de quienes se sienten hijos, hijos del mismo Padre del cielo. Y en el hijo que pide se supone la confianza, además del respeto y el amor agradecido y filial. Decir: santificado sea tu nombre, no es pedir nada; es más bien expresar el deseo de que su Nombre santo sea santamente reconocido por quienes pueden, en cuanto creaturas dotadas de consciencia, reconocerlo como tal.

Santificar el nombre de Dios no puede ser hacer santo lo que ya es a natura, sino desear que su santidad resplandezca en el mundo en virtud de su reconocimiento por parte del hombre. Y a partir de aquí ya todo son peticiones. El Padre nuestro es realmente una oración de petición, pero que no pretende informar a Dios de cosas que ignora, ni convencerle para que nos otorgue lo que le pedimos. En realidad, Él pone en nuestra boca –el Espíritu ora en nosotros con gemidos inefables- lo que hemos de pedirle para disponernos a recibir lo que nos quiere dar: Venga tu reinohágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Sólo si su voluntad se cumple en la tierra –lugar donde tiene su protagonismo la voluntad humana- como en el cielo –aunque de ser así, la tierra se transformaría en cielo-, podremos decir que ha llegado su reino; porque su reino no puede ser otro que aquel en el que se cumple enteramente la voluntad de Dios, su Rey. Pedir y desear que venga su reino es pedir y desear que se cumpla su voluntad en la tierra, y en la medida en que esto suceda irá creciendo el reino de Dios y la tierra se irá aproximando al cielo en su proceso de transformación. Y puesto que la semilla del reino ya se ha implantado en la tierra, pedir la venida del reino no puede significar sino desear su crecimiento y su plenitud. Esto es precisamente lo que Dios quiere para nosotros. Con este fin nos envió a su propio Hijo.

El pan nuestro que pedimos para hoy es el pan que necesitamos para vivir en el hoy: el sustento necesario para mantenernos vivos tanto corporal como espiritualmente. Por eso, aunque por ese pan tengamos que entender directamente el alimento que nos proporciona los nutrientes necesarios para vivir en este mundo realizando todo tipo de operaciones psicosomáticas, también podemos ver en él una alusión al pan (diario) de la eucaristía que nos es tan necesario para el mantenimiento y fortalecimiento de la vida cristiana. Además de esto, pedimos el perdón de nuestras ofensas, la victoria sobre la tentación y la liberación del mal o de su promotor, el maligno.

En estas tres peticiones se concentran cosas muy valiosas, tanto que sin ellas no podría acontecer la anhelada venida del Reino. Sólo pueden acceder al Reino los perdonados de sus ofensas, los vencedores en el combate de las tentaciones y los liberados de todo mal. Pero el perdón de nuestras ofensas que suplicamos a Dios se presenta condicionado por nuestro propio perdón, el perdón que nos es solicitado por nuestros ofensores. Tanta importancia le concede Jesús a esto que añade una cláusula para reforzar la petición del Padre nuestro: Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotrosPero si no perdonáis a los demás… Para ser miembros de pleno derecho en el Reino de Dios es necesario no sólo pedir perdón al que puede concederlo, sino también otorgar el perdón al que lo solicita de nosotros en el modo en que nosotros podemos concederlo. Sólo así es posible la reconciliación con Dios y con los hermanos que hace posible la vida de los bienaventurados.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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