Comentario – Miércoles I de Cuaresma

Jesús no sólo tuvo éxitos en su vida; también se encontró con la resistencia y la hostilidad, que fue la que le llevó finalmente a la cruz. Es lo que pone de manifiesto el pasaje evangélico de san Lucas, que sitúa a Jesús, como en tantas otras ocasiones rodeado de gente que le busca, que le venera, que le aclama. Pero es en esa situación triunfal en la que Jesús denuncia la «la perversidad» de su generación, una malicia que se describe en términos de incredulidad o de resistencia a creer en él. Decía: Esta generación es una generación perversa. ¿En qué radica su perversidad? Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación.

La actividad mesiánica de Jesús estaba colmada de signos. Sus numerosas curaciones milagrosas fueron vistas por muchos de sus contemporáneos como signos de la presencia de un gran profeta en medio de su pueblo. Pero no todos apreciaron en estas acciones extraordinarias signos de la actuación de un enviado de Dios, sino más bien signos demoníacos o acciones llevadas a cabo en estrecha alianza con el diablo. Las interpretaciones eran totalmente antagónicas, pero coincidían en una cosa: eran efectos en los que se revelaban fuerzas sobrenaturales. Había quienes seguían pidiendo un signo, quizá más espectacular y convincente, un signo al que nadie pudiera oponer argumentos. Pero Jesús se niega a satisfacer estas exigencias «diabólicas» que, a sus ojos, no son sino tentaciones, la reproducción de las tentaciones del desierto: Si eres Hijo de Diosdi a esta piedra que se convierta en pantírate desde el alero del templo, demuestra que lo eres realmente ofreciendo una prueba irrefutable.

La incredulidad es muy dura en sus reivindicaciones; siempre reclama signos, y signos más incuestionables. Ninguno de los signos que se le ofrecen es suficiente; siempre pide más. Es el orgullo del hombre que se resiste a doblegar su voluntad y su inteligencia a una autoridad superior. Pero la imagen reivindicante de un ser tan pequeño como el hombre exigiendo pruebas a su Creador puede resultar hasta ridícula. Y sin embargo, no es infrecuente encontrarnos a un hombre plantado ante Dios en actitud desafiante y exigente. Es como si la vasija se dirigiera al alfarero reclamando una mejor hechura: «¿Por qué me has hecho así?»

Decía que Jesús se negó a satisfacer estas exigencias: no se les dará –les dice- más signo que el signo de Jonás entre los habitantes de Nínive. ¿De qué fue signo Jonás para los habitantes de aquella gran ciudad? Simplemente de la presencia en medio de ellos de un enviado de Dios que les hablaba con su palabra de una manera convincente. Se trata sólo del poder de convicción de una palabra en boca de un profeta que predica desde su propia experiencia exhortando a la conversión. De Jonás no se dice que hiciera milagros; pero su predicación convenció y convirtió a los habitantes de Nínive, que se vistieron de saco y de sayal e hicieron penitencia. Jesús, aunque es más que Jonás, no pide otro crédito que el que tuvo Jonás entre los destinatarios de su misión. Jesús, de nuevo, encuentra más resistencia a su mensaje entre los judíos de su generación que entre los paganos de cualquier época, como aquellos ninivitas que se convirtieron con la predicación de Jonás. Es esta incredulidad culpable la que le lleva a calificar de perversa a su generación; puesto que se trata de una incredulidad que, en el día del juicio, merecerá condena hasta de los habitantes de Nínive que se alzarán y harán que los condenen.

Pidamos al Señor que nos libre de esta dureza de corazón que acaba por hacernos resistentes a todo antibiótico divino, a todo signo, a toda llamada a la conversión.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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