Jesús propone de nuevo a Dios Padre como referente de comportamiento para sus discípulos: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros. Para un hijo de semejante Padre, Dios, no hay mejor forma de ser que la de su Padre. La filiación divina ya implica una participación en el ser de ese Padre del que somos hijos. Por tanto, ser como nuestro Padre no es sino conducirnos en la vida conforme a lo que ya somos en cuanto hijos de Dios. No es, pues, ni una pretensión desorbitada, ni una temeridad. Es simplemente traducir en actos lo que ya somos: hijos de Dios. Dios es amor, nos dice san Juan, y amor misericordioso. El ser compasivo es una nota constitutiva de este Dios que debe verse reflejada en la conducta de sus hijos. No ser compasivos sería como renegar de la propia condición o impedir el normal desarrollo del dinamismo vital que nos conforma. No obrar con compasión es desmentir lo que somos: hijos de un Dios compasivo y misericordioso.
Fuera de esto, Jesús quiere hacernos ver que habrá una proporcionalidad entre lo que hagamos nosotros en relación con los demás y lo que hagan con nosotros. La medida que usemos con los demás, la usarán con nosotros; más aún, a nosotros nos verterán una medida colmada, rebosante. Es importante tener esto en cuenta, porque si nuestras obras tienen «medida», ello se debe a que serán «juzgadas». Sólo un juicio puede determinar la «medida» de nuestras acciones o de nuestras omisiones, es decir, de nuestros juicios, de nuestras condenas, de nuestros perdones, de nuestras donaciones. No juzguéis; pero ¿se puede pasar por la vida sin hacer juicios? ¿No disponemos de inteligencia para enjuiciar las cosas que suceden a nuestro alrededor: acontecimientos, noticias, actuaciones, personas? Seguramente Jesús se refiera a juicios condenatorios –de hecho, a continuación dice: no condenéis– sobre personas, no sobre hechos, conductas u omisiones. Los juicios laudatorios son menos dañinos que los condenatorios, aunque si son falsos también pueden dañar tanto al que los recibe como al que los emite.
En cualquier caso, nuestros juicios pueden tener una componente de parcialidad o de mentira muy notable: no siempre disponemos de todos los elementos necesarios para hacer un juicio correcto; a veces nos precipitamos en nuestros juicios; a veces estos se asientan en un error de apreciación; muchas veces pretendemos juzgar lo que nos es imposible o lo que sólo sería posible para el que es capaz de penetrar en lo profundo de las conciencias, en las intenciones; finalmente, nuestros juicios nunca podrán ser definitivos, porque el ser humano sobre el que hacemos recaer nuestro juicio siempre puede cambiar o dejar de ser lo que era. Por tanto, no juzguéis, y no seréis juzgados: no os constituyáis en jueces de los demás, pues el que habrá de juzgarnos a todos, y en el día oportuno, no nos ha nombrado jueces de esos cuyo juicio se lo ha reservado Él, el único capaz de juzgar con verdad y rectitud en un juicio universal y definitivo.
Pero «no condenar» es una garantía de que tampoco nosotros seremos condenados; lo mismo que perdonar es una garantía de que obtendremos perdón. Y ello en razón de la proporcionalidad de la medida usada. Dad y se os dará: si damos bienes, se nos darán bienes; si males, males. La medida que usemos al tasar la conducta y las cualidades o los defectos de los demás será la que Dios emplee para apreciar nuestra propia valía, nuestros méritos o deméritos. Esta medida, incluso, rebasará la empleada por nosotros; pues será una medida colmada o remecida o rebosante. ¿Qué otra cosa significa: porque si no perdonáis a los demás sus culpas, tampoco vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros? Es siempre la misma estimación. Para Dios tiene tanto valor nuestro modo de tratar a los demás, que está dispuesto a aplicarnos la misma medida (o medicina) que empleemos con ellos. Y es que nuestra morada definitiva dependerá esencialmente de esta medida, pues los que hacen el Reino son sus habitantes, lo mismo que los que hacen la casa confortable son sus moradores.
Sólo si la medida usada con los demás es producto del amor misericordioso podrá construirse ese Reino cimentado sobre esta base que hace posible la convivencia, la armonía y la paz, sin las cuales se tornará aspiración imposible, sueño irrealizable, plasmación fantasmagórica. Reparemos, pues, en la medida que usamos para evaluar, apreciar o valorar las conductas de los demás, sin olvidar que nadie nos ha constituido en jueces de las vidas ajenas, y ni siquiera de la propia. Decía san Pablo: Es verdad que mi conciencia no me remuerde; pero ni siquiera yo me juzgo; mi juez es el Señor.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística