Jesús se dirige a la gente y a sus discípulos, pero les habla de terceras personas, preveniéndoles frente al proceder de quienes se han constituido a sí mismos en guías espirituales del pueblo: En la cátedra de Moisés –les dice- se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. La cátedra de Moisés es la sede magisterial más importante del pueblo de Israel. Moisés es el dirigente por excelencia del pueblo judío, el que lideró la liberación de la esclavitud de Egipto, dando a estos esclavos semitas rango de pueblo independiente y libre. La cátedra de Moisés es el máximo exponente de la dirección espiritual del pueblo. Pues bien, en esa cátedra se han sentado los letrados, o especialistas en las Escrituras sagradas, y los fariseos o ‘piadosos’ cumplidores de la Ley mosaica. Ellos eran los que habían asumido la dirección espiritual del pueblo judío.
Ante tales dirigentes Jesús adopta una actitud muy crítica: haced lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen. La crítica sigue teniendo actualidad y alcanza a cuantos ocupan alguna cátedra o puesto de dirección (obispos, sacerdotes, etc.) en medio del pueblo. Por eso no podemos eximirnos de ella como si no fuera con nosotros. Jesús no censura su doctrina o magisterio, aunque en otras ocasiones lo haga, sino su falta de coherencia entre lo que dicen (o predican) y lo que hacen (o practican). Haréis bien en cumplir lo que os digan, viene a decirles, pero no en hacer lo que ellos hacen. Atended, pues, a sus directrices, porque son válidas y buenas, pero no a su conducta, porque dista mucho de lo que enseñan que debe hacerse.
No obstante… ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. «Liar fardos pesados e insoportables para cargarlos sobre los hombros de la gente» es una actividad que forma parte de la enseñanza y de la dirección moral. Luego la crítica alcanza al magisterio práctico de los dirigentes judíos. Imponen una legislación moral opresiva e insoportable, y la cargan sobre los hombros de la gente, que tienen que soportarla hasta límites inhumanos; pero ellos no ayudan a llevar la carga, no mueven un solo dedo para empujar. Por tanto, ni aligeran la carga, ni ayudan a llevarla. Jesús pone de relieve la opresión sentida por el pueblo de la moral farisaica.
Mientras tanto, ellos se dedican a alargar las filacterias y a ensanchar las franjas del manto, acrecentando así la apariencia de piedad, a ocupar primeros asientos en los banquetes públicos o privados y los asientos de honor en las sinagogas. La crítica subraya que disfrutan con este trato de honor, porque se les ha pegado la vanidad hasta no poder desprenderse de ella. Lo que buscan en los banquetes y en las sinagogas lo trasladan incluso a la calle; porque también en la calle gustan de las reverencias y de los reconocimientos: que la gente los llame «maestros».
Los rasgos con que Jesús describe el comportamiento de los fariseos resultan tan familiares que no dejan de provocar estremecimiento al que mantiene despierta su sensibilidad. Porque hoy seguimos tan interesados y ocupados en franjas del manto (o en indumentarias), en asientos de honor y en reconocimientos como entonces. Ante determinados espectáculos eclesiales podemos tener la impresión de lo difícil –casi imposible- que nos resulta prescindir de ciertas apariencias y vanidades; porque siempre encontraremos razones (de dignidad, de culto, de sacralidad, de distinción) para justificarlas, y ello aun manteniendo el empeño por substraer semejante comportamiento de ese virus de la vanidad a cuyo influjo es tan raro escapar. Pero los fariseos, como nosotros, también tenían sus razones.
Y porque este proceder es tan universal, Jesús se dirige ahora a sus discípulos proponiéndoles un cambio de actitud o de modelo. Ellos acabarán siendo también guías y dirigentes del pueblo cristiano. Por eso les conviene tener en cuenta estas recomendaciones: Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. ¿No es, sin embargo, la pretensión de Jesús una utopía imposible de realizar? ¿Cómo no dejarse llamar «maestro» ejerciendo una función magisterial? ¿O «padre», ejerciendo un oficio paternal?
La solución a este dilema la ofrece el mismo Jesús al señalar que hay un maestro del que brota todo el magisterio eclesial, lo mismo que un padre del que nace toda paternidad. En relación con este Maestro, todos somos discípulos y hermanos, hasta los que ejercen el magisterio en la Iglesia. Pero no siempre se mantiene esta perspectiva y asumimos posturas que pierden de vista la humilde sumisión al magisterio supremo de Cristo. Cuantas veces los que ocupamos ciertas cátedras o púlpitos nos hemos constituido en maestros de todo, incluso de esas materias que no eran de nuestra competencia, como si dispusiéramos de un saber infalible. Sucede también que por el hecho de considerarnos «representantes» de Cristo, podemos exigir de los demás un tratamiento (o un respeto reverencial) que no se lo concedemos a ningún otro.
Pero tendríamos que tener muy presente estas sentencias evangélicas: uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos –algo que incluye a todos los cristianos; también a la jerarquía-; uno solo es vuestro Padre, el del cielo; uno solo es vuestro Señor, Cristo. ¡Cómo tendríamos que grabar a fuego en nuestra alma cristiana esta frase: el primero entre vosotros será vuestro servidor! Y para ser esto hay que evitar esos vicios de la conducta farisaica que tan de manifiesto puso Jesús en su crítica y que siguen afectando en mayor o menor medida a cuantos hoy ocupamos sedes, cátedras o púlpitos en su Iglesia. Sólo sintiéndonos ‘indignos’ servidores podremos escapar a ese círculo de fuego hecho de apariencias, vanas aspiraciones, reconocimientos fatuos, glorias efímeras.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística