Comentario – Lunes III de Cuaresma

El evangelista nos sitúa a Jesús en la sinagoga de Nazaret, la localidad que le había visto crecer. Allí se había encontrado con la frialdad, e incluso con el rechazo, de sus paisanos que no eran capaces de abrirse a la novedad representada por la presencia profética del «hijo del Carpintero». En semejante situación no es extraño que Jesús sentencie: Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Si este rechazo experimentado por el profeta en su propia tierra es una realidad constatable en la historia, no debe extrañar que se repita una vez más en el caso de Jesús. También él ha pasado por esta experiencia; y ello le confirma en sus pretensiones proféticas. Y para reforzar esta afirmación recurre a algunos ejemplos que le ofrecía su propia historia, la historia de Israel.

En tiempos de Elías –como en otros tiempos- había en Israel muchas viudas. Se trata de ese período de tres años y medio de duración en el que el cielo estuvo cerrado y hubo, a consecuencia de ello, una gran hambre en todo el país. Pues bien, a ninguna de esas viudas fue enviado Elías, sino a una viuda extranjera, una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. También había en Israel muchos leprosos en tiempos de Eliseo, discípulo y sucesor de Elías, pero el profeta no fue enviado para curar a ninguno de estos leprosos, sino un extranjero, Naamán, el sirio. Se trata de casos narrados en los libros proféticos. ¿Por qué estas intervenciones proféticas llevadas a cabo en tierra extranjera? Primero, porque los no judíos también se encuentran entre los beneficiarios de los dones divinos; y en segundo lugar, porque el profeta se ha visto obligado a emigrar en razón de la persecución desatada contra él en su propia casa. Pero también fuera de su tierra han continuado ejerciendo su labor profética. Son casos históricos que vienen a refrendar la apreciación que saca Jesús de su experiencia particular: que ningún profeta es bien mirado en su tierra.

Pero aquel veredicto, que presentaba a los nazarenos como refractarios a los profetas patrios, les puso tan furiosos que, levantándose, empujaron a Jesús fuera del pueblo, hasta un barranco del monte, con la intención de despeñarlo. Pero Jesús sorteó la situación, se abrió paso entre ellos y se marchó. Así concluyó aquel incidente local que amenazaba con truncar su carrera profética casi en los comienzos. Estaba claro que aún no había llegado su hora; que tenía que cumplir la misión para la que había sido enviado. Esa hora no se retrasó en exceso; porque sólo tuvieron que transcurrir uno o dos años (aproximadamente) para que se hiciera presente. Pero no eran sus paisanos los que habrían de decidir el momento de la consumación, sino su Padre –por encima de todos- en connivencia con los hombres.

Una actitud tan reacia a la misión de Jesús en sus paisanos nos muestra las dificultades que han tenido todos los profetas para hacer valer su condición y oficio en medio del mundo. Los portadores de Dios siempre han encontrado mucha resistencia a ser reconocidos como tales, y mucho más por quienes les han conocido en sus oficios previos, como pastores, agricultores o pescadores. No se concibe la idea de que uno haya sido elegido por Dios para desempeñar esta tarea en un determinado momento de su vida, sin que los antecedentes tengan demasiada importancia. Jesús era conocido por sus paisanos como «el hijo del Carpintero». No parece que hubiese destacado por otra cosa durante esos años de su adolescencia y juventud, y sin embargo era el Hijo de Dios oculto tras la indumentaria de una existencia humana poco notoria. Por eso a quienes le habían conocido en esta existencia ordinaria, y hasta vulgar, les costaba tanto reconocerle ahora como el Mesías profetizado por Isaías.

Pero tales son las sorpresas de Dios que se dejan notar en determinados momentos de la historia. Aquí no hay criterios absolutos que nos permitan evaluar la veracidad del profeta; pero hay al menos «signos de credibilidad» que hacen posible y razonable el acto de fe en alguien que se presenta a nosotros como enviado de Dios para darnos a conocer sus planes. La tradición en la que hemos nacido y crecido refuerzan sin duda esas convicciones de fe. Y si la tradición condiciona nuestra libertad de elección, también nos ofrece posibilidades de realización y de crecimiento, como sucede con el idioma materno. Que el Señor guíe nuestros pasos por este mundo enigmático y azaroso para que no nos desviemos del camino de la verdad y de la vida.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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