Vísperas – Lunes dentro de la Octava de Pascua

VÍSPERAS

LUNES DENTRO DE LA OCTAVA DE PASCUA

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. 
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Nuestra Pascua inmolada, aleluya,
es Cristo el Señor, aleluya, aleluya.

Pascua sagrada, ¡oh fiesta de la luz!,
despierta, tú que duermes,
y el Señor te alumbrará.

Pascua sagrada, ¡oh fiesta universal!,
el mundo renovado
cantan un himno a su Señor.

Pascua sagrada, ¡victoria de la luz!
La muerte, derrotada,
ha perdido su aguijón.

Pascua sagrada, ¡oh noche bautismal!
Del seno de las aguas
renacemos al Señor.

Pascua sagrada, ¡eterna novedad!
dejad al hombre viejo,
revestíos del Señor.

Pascua sagrada, La sala del festín
se llena de invitados
que celebran al Señor.

Pascua sagrada, ¡Cantemos al Señor!
Vivamos la alegría
dada a luz en el dolor. Amén.

SALMO 109: EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE

Ant. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.
En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

SALMO 113A: ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO: LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO

Ant. Venid a ver el sitio donde yacía el Señor. Aleluya.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Venid a ver el sitio donde yacía el Señor. Aleluya.

CÁNTICO del APOCALIPSIS: LAS BODAS DEL CORDERO

Ant. Jesús dijo: «No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me veréis.» Aleluya.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios son verdaderos y justos.
Aleluya.

Aleluya.
Alabad al Señor, sus siervos todos,
los que le teméis, pequeños y grandes.
Aleluya.

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y gocemos y démosle gracias
Aleluya.

Aleluya.
Llegó la boda del Cordero,
Su esposa se ha embellecido.
Aleluya.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Jesús dijo: «No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me veréis.» Aleluya.

LECTURA: Hb 8, 1b-3a

Tenemos un sumo sacerdote tal, que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos y es ministro del santuario y de la tienda verdadera, construida por el Señor y no por hombre. En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios.

En lugar del responsorio breve, se dice:

Antífona. Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Jesús salió al encuentro de las mujeres y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron y le abrazaron los pies. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Jesús salió al encuentro de las mujeres y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron y le abrazaron los pies. Aleluya.

PRECES

Con espíritu gozoso, invoquemos a Cristo a cuya humanidad dio vida el Espíritu Santo, haciéndolo fuente de vida para los hombres, y digámosle:

Renueva y da vida a todas las cosas, Señor.

Cristo, salvador del mundo y rey de la nueva creación, haz que ya desde ahora, con el espíritu, vivamos en tu reino,
— donde estás sentado a la derecha del Padre.

Señor, tú que vives en tu Iglesia hasta el fin de los tiempos
— condúcela por el Espíritu Santo al conocimiento de la verdad plena.

Que los enfermos, los moribundos y todos los que sufren encuentren luz en tu victoria,
— y que tu gloriosa resurrección los consuele y los conforte.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Al terminar este día, te ofrecemos nuestro homenaje, oh Cristo, luz imperecedera,
— y te pedimos que con la gloria de tu resurrección ilumines a los que han muerto.

Unidos a Jesucristo, supliquemos ahora al Padre con la oración de los hijos de Dios:
Padre nuestro…

ORACION

Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos, concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Lunes dentro de la Octava de Pascua

1) Oración inicial

Tu, Señor, que nos has salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la alegría del cielo, que ya ha empezado a gustar en la tierra. Por nuestro Señor. 

2) Lectura

Del Evangelio según Juan 20,11-18
Estaba María junto al sepulcro fuera llorando. Y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Dícenle ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.» Dicho esto, se volvió y vio a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» Jesús le dice: «María.» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní -que quiere decir: «Maestro»-. Dícele Jesús: «Deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.» Fue María Magdalena y dijo a los discípulos: «He visto al Señor» y que había dicho estas palabras. 

3) Reflexión

• El evangelio de hoy describe la aparición de Jesús a María Magdalena. La muerte de su gran amigo lleva a María a perder el sentido de la vida. Pero ella sigue buscando. Se va al sepulcro para encontrar a aquel que la muerte le había robado. Hay momentos en la vida en los que todo se desmorona. Parece que todo se ha terminado. ¡Muerte, desastre, enfermedad, decepción, traición! Tantas cosas que pueden llevar a que falte tierra bajo los pies y a jugarnos una crisis profunda. Pero también acontece lo siguiente. Como que de repente, el reencuentro con una persona amiga puede rehacer la vida y hacernos descubrir que el amor es más fuerte que la muerte y la derrota.
• El Capítulo 20 de Juan, además de la aparición de Jesús a la Magdalena, tras varios otros episodios que revelan la riqueza de la experiencia de la resurrección: (a) del discípulo amado y de Pedro (Jn 20,1-10); (b) de María Magdalena (Jn 20,11-18); (c) da comunidad dos discípulos (Jn 20,19-23) y (d) del apóstol Tomás (Jn 20,24-29). El objetivo de la redacción del Evangelio es llevar a las personas a creer en Jesús y, al creer en él, tener vida (Jn 20,30-31).
• En la manera de describir la aparición de Jesús a María Magdalena se ven las etapas de la travesía por la que tuvo que pasar, desde la búsqueda dolorosa hasta el reencuentro de la Pascua. Estas son también las etapas por las que pasamos todos nosotros, a lo largo de la vida, en nuestro camino hacia Dios y en la vivencia del Evangelio.
• Juan 20,11-13: María Magdalena llora, pero busca. Había un amor muy grande entre Jesús y María Magdalena. Ella fue una de las pocas personas que tuvieron el valor de quedarse con Jesús, hasta la hora de su muerte en la cruz. Después del reposo obligatorio del sábado, ella volvió al sepulcro para estar en el lugar donde había encontrado al Amado por última vez. Pero, vio con sorpresa ¡que el sepulcro estaba vacío! Los ángeles le preguntan: «¿Por que lloras ahora?» Respuesta: «Se llevaron a mi señor y nadie sabe donde lo pusieron.” María Magdalena buscaba a Jesús, aquel mismo Jesús que ella había conocido y con quien había convivido durante tres años.
• Juan 20,14-15: María Magdalena conversa con Jesús sin reconocerle. Los discípulos de Emaús ven a Jesús y no le reconocen (Lc 24,15-16). Lo mismo acontece con María Magdalena. Ve a Jesús, pero no le reconoce. Piensa que es el encargado del huerto. Como los ángeles, también Jesús pregunta: «¿Por qué lloras?» Y añade: «¿A quién estás buscando?» Respuesta:»Si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.” Ella sigue buscando al Jesús del pasado, el mismo de los tres días antes. Es la imagen de Jesús del pasado la que le impide reconocer al Jesús vivo, presente ante ella.
• Juan 20,16: María Magdalena reconoce a Jesús . Jesús pronuncia el nombre: «¡María!» Fue la señal de reconocimiento: la misma voz, la misma manera de pronunciar el nombre. Ella responde: «¡Maestro!» Jesús había vuelto, el mismo que había muerto en la cruz. La primera impresión es que la muerte había sido apenas un momento doloroso a lo largo del recorrido, pero que ahora todo había vuelto a ser como antes. María abraza a Jesús con fuerza. Era el mismo que ella había conocido y amado. Se realiza lo que decía la parábola del Buen Pastor: «El las llama por su nombre y ellas le reconocen». – «Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen» (Jn 10,3.4.14).
• Juan 20,17-18: María Magdalena recibe la misión de anunciar la resurrección a los apóstoles. De hecho, es el mismo Jesús, pero la manera de estar junto a él no es la misma. Jesús le dice: «Deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre.” El va junto al Padre. María Magdalena debe soltar a Jesús y asumir su misión: anunciar a los hermanos que él, Jesús, subió para el Padre. Jesús abrió el camino para nosotros y hace que Dios se quede de nuevo cerca de nosotros. 

4) Para la reflexión personal

• ¿Has tenido una experiencia que te ha dado una sensación de pérdida y de muerte? ¿Cómo fue? ¿Qué es lo que te ha dado nueva vida y te ha devuelto la esperanza y la alegría de vivir?
• ¿Qué cambio tuvo lugar en María Magdalena a lo largo del diálogo? María Magdalena buscaba a Jesús según un cierto modo y lo vuelve a encontrar de otra forma. ¿Cómo acontece esto hoy en nuestra vida? 

5) Oración final

Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros, como lo esperarnos de ti. (Sal 32)

¡Señor mío y Dios mío!

La alegría y la sencillez crean comunidad (Hch 2, 42-47)

La primera lectura de este domingo nos muestra una imagen de cómo era el estilo de vida de las primeras comunidades cristianas. Así nos lo señala esa recopilación de datos que nos ofrece el autor. De todos estos datos cabe destacar, entre otros, lo que se nos dice en el versículo 46: «en sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera». La importancia de la fraternidad en comunidad es vital en este pasaje. Comunidades que viven de forma sencilla y alegre mostrando que estos signos -la alegría y la sencillez- los cuales se contagian, son frutos que el Espíritu ha dejado.

La lectura del libro de los Hechos nos enseña que el ideal de comunidad cristiana está en crear «hogar». Un hogar donde se construya comunión y, por consiguiente, se construyan personas. Que sean lugares de encuentro y no de paso; que sean lugares donde se vive y se siente, donde se comparte, se reza y se celebra. Esta visión de comunidad que nos lanza la primera lectura de este domingo debería ser una sacudida para el hoy de nuestras comunidades y el impulso para comenzar a trabajar. ¿Y empezar por dónde? Pues por el dato que nos indica nuestro texto, por aquello que identificaba a las primeras comunidades cristianas: la alegría y la sencillez. Quizá siendo comunidades alegres y sencillas estemos adelantando la verdadera plenitud a la que está destinada toda la humanidad.

La esperanza nos mantiene en la fe (1Pe 1, 3-9)

En la segunda lectura de este domingo vemos cómo la esperanza nos mantiene en la fe. La esperanza no niega que haya que soportar ciertas situaciones y mucho menos niega el mal, como tampoco es optimismo ingenuo. Pero la esperanza es la que sabe guiar nuestros pasos, con confianza, hacia algo mejor. Es la esperanza la que nos muestra que el mundo, y toda nuestra historia con él, van a ser transformados por completo; es más, aunque no lo veamos, sabemos que ya está ocurriendo. El texto de la primera carta de Pedro es toda una llamada a la esperanza para mantener la fe; esa fe en el Dios al que bendecimosy que un día va a llevar a plenitud lo que aquí sólo alcanzamos de forma limitada y provisional.

Bienaventurados los que sienten (Jn 20, 19-31)

El texto del evangelio de este domingo nos muestra algo fascinante: Jesús vive y está de nuevo en medio de los suyos. No es un fantasma, no hay por qué tener miedo. Al contrario, Jesús les hace experimentar una paz intensa y verdadera junto a una alegría incontenible. Sienten que Jesús, sí, el Resucitado, con su soplo,el soplo del Espíritu, aviva en ellos alegría y paz. Sin embargo el evangelio de hoy también nos muestra la incredulidad, fruto de la cerrazón. Tomás, el apóstol incrédulo, quiere ver, quiere tocar; exige pruebas, cual niño caprichoso, que le saquen de la oscuridad de sus dudas. Y ante esto Jesús vuelve a actuar. Jesús quiere que Tomás abra las puertas que aún tiene cerradas, que venza sus miedos y que también sea partícipe de la paz y la alegría que trae la resurrección. El Resucitado así se lo hace sentir, y Tomás nos ha dejado la confesión de fe más bella que podamos leer y proclamar del evangelio: «Señor mío y Dios mío».

 El evangelio de hoy es toda una invitación a vencer nuestros miedos y a no cerrar nuestras puertas. A no exigir pruebas a la medida de nuestros caprichos y a no instalarnos en la testarudez. A no aferrarnos a la necesidad de seguridades absurdas que no pasan de ser mera curiosidad. Y es que la resurrección de Jesús es toda una invitación a sentir. Sí, sentir que nuestra experiencia de fe va mucho más allá de comprobaciones epidérmicas, porque nos encontramos ante algo que nos habla de inmensidad y que es más profundo que una simple comprobación física. El ver y el tocar no aclara realmente nada, es más, nos pueden mantener en la incredulidad porque, en cuestión de fe, el amor es mucho más sólido que nuestras manos. Por ello hay que sentir. Hay que abrir todas las puertas que tengamos cerradas en nosotros mismos y sentir cómo se despierta el amor de quien nos ama y el amor que nos brota ante quienes amamos. Sentir cómo el amor nos reblandece, nos modela, nos figura humanamente, nos sitúa como constructores de paz, hacedores de un mundo nuevo, de nuevas situaciones y de circunstancias renovadas. Porque el amor nos dice quiénes somos antes de transparentarse en nuestras obras, y nos llevará donde no imaginamos.

Sentir todo lo que nos muestra el evangelio de hoy; sentir a Jesús, «saberle» resucitado, nos añade el gozo y la alegría de ver renacida la fe. Y esto nos convierte en bienaventurados. Por ello, bienaventurados aquellos que sienten que la resurrección no sabe de miedos, que la resurrección no sabe de corazones cerrados.

Fr. Ángel Luis Fariña Pérez O.P.

Comentario – Lunes dentro de la Octava de Pascua

Los relatos postpascuales nos ponen al tanto de las reacciones provocadas –no sólo entre sus seguidores, sino también entre sus enemigos- por ese extraordinario suceso de la resurrección de Jesús, que aparece siempre asociada a la desaparición de su cuerpo crucificado, muerto y sepultado, es decir, al hallazgo del sepulcro vacío de su cadáver. Las primeras testigos de este hallazgo fueron mujeres. Así lo atestiguan todos los relatos evangélicos sin excepción. Pero encontrarse el sepulcro vacío del cadáver –no de las vendas, ni del sudario- no obligaba a creer en el mensaje de la resurrección. Esta situación permitía también otras explicaciones: robo por parte de los apóstoles, o de otros; terremoto, grieta en la tierra y desaparición; traslado a otro lugar, o cualquier otra conjetura posible de imaginar: incineración, profanación.

San Mateo nos habla de mujeres impresionadas y llenas de alegría: impresionadas no por lo encontrado en el sepulcro abierto –aquello más bien les produjo temor-, sino por lo anunciado por esos «hombres de vestidos refulgentes»: no busquéis entre los muertos al que vive; no está aquí; ha resucitado. Si el cuerpo de Jesús hubiese permanecido entre los muertos, estando ‘allí’, esto es, en el sepulcro, en estado cadavérico, no podría anunciarse que ha resucitado, hecho que equivalía a decir que estaba vivo. Si el cuerpo cadavérico se asocia a la muerte, en que están los muertos, la resurrección se asocia a la vida en la que vive el resucitado. No se concibe, pues, una resurrección en presencia del cadáver o teniendo el cadáver como testigo.

Las mujeres, por tanto, quedan impresionadas por el anuncio de vida que se les hace en el lugar mismo de la desaparición del cadáver. La noticia alusiva a la vida de un ser querido al que se creía muerto es siempre un motivo de alegría. Quizá estas mujeres nos puedan parecer demasiado crédulas. Podían buscar otras explicaciones «más creíbles» al hecho de la desaparición del cadáver de Jesús. Pero acogen la primera explicación que se les ofrece. Llenas de alegría corrieron de inmediato a contárselo a los discípulos. Y, mientras iban de camino, Jesús les salió al encuentro. La temprana aparición de Jesús les ratifica en la veracidad de la explicación que les había sido dada. Ellas, al parecer, lo reconocieron en seguida, cosa que no sucede con otros testigos de las apariciones del resucitado como los de Emaus o como María. En este caso, las ‘crédulas’ mujeres se le acercan, se postran ante él y le abrazan los pies. Evidentemente lo han reconocido como al ‘escapado’ de las fauces de la muerte. Él las tranquiliza con palabras amables: No tengáis miedo; y las envía como transmisoras de un mensaje: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.

Pero el «hecho» no sólo puso en movimiento a las mujeres, generando en ellas sentimientos diversos: primero, asombro o desconcierto; después, alegría; luego, deseos imperiosos de comunicar la noticia; también provocó reacciones en los que se suponen enemigos del condenado. Según todos los indicios, el sepulcro había quedado no sólo sellado con una gran piedra, que cerraba el acceso al interior, sino también custodiado por una guardia pretoriana. Algún evangelio nos informa de que estaban alertados por extrañas profecías de resurrección y se temían un posible fraude perpetrado por sus amigos. Ello explica la guardia colocada a la entrada del sepulcro.

Pues bien, también ellos –como las mujeres- fueron testigos de los efectos provocados por ese extraño suceso que dejó el sepulcro desguarnecido y vacío del cadáver de Jesús. No describen ni explican «lo ocurrido», pero sí hablan de que «algo» ha ocurrido, y eso es esencialmente que el cuerpo (=cadáver) del sepultado y custodiado en el sepulcro ha desaparecido. Y no se explican cómo ni por qué. Pero ése es el hecho y así se lo cuentan a los sumos sacerdotes. Aquello tuvo que provocar gran alarma entre los máximos responsables de la muerte de aquel ajusticiado que, por otro lado, ya les había asombrado en vida con acciones de difícil explicación y que había predicho en diferentes modos su vuelta a la vida. Y, puestos a deliberar, encuentran una posible salida a esta complicada situación. Les dan una fuerte suma de dinero y acuerdan con ellos la difusión de una noticia: Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais.

Pero aquella confesión de negligencia o de descuido por parte de un soldado que debía mantenerse despierto durante la guardia encomendada le hacía objeto de duras sanciones por parte del código militar. Estaba catalogada como una falta muy grave. Por eso las autoridades judías les tienen que tranquilizar: Si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros. Y así quedó la cosa. Ellos tomaron el dinero, que era lo que les interesaba, y obraron conforme a las instrucciones recibidas. Y la historia ‘inventada’ y ‘difundida’ para tapar el suceso de la resurrección –así lo interpreta el evangelista- se ha convertido al menos en un testimonio a favor de veracidad de lo contado por las mujeres que habían acudido de madrugada al sepulcro con aromas para el cuerpo de Jesús: que este cuerpo no estaba ya en el sepulcro, que había desaparecido.

Pero la explicación que ofrecían al mundo era muy poco creíble: ¿un robo, con profanación, del cadáver por parte de unos seguidores atemorizados, huidos? ¿en un sepulcro custodiado por soldados? Si dormían, sólo podían sospechar –nunca testificar, a no ser que hubiesen dejado huellas delatantes- que los ladrones del cadáver habían sido realmente sus discípulos. ¿Y con qué fin habrían hecho esto? ¿Con el fin de venerarle? ¿No le había sido concedido ya a José de Arimatea, un amigo? ¿Con el fin de lanzar a bombo y platillo el mensaje de su resurrección al mundo entero? ¿Estaban los apóstoles, que tantas resistencias mostraron a creer que estaba vivo, en disposición de hacer eso? ¿Es posible suponer este fraude en hombres que mostraron una convicción y una fe inquebrantables, capaces de afrontar todo tipo de sufrimientos y penalidades, y hasta la misma muerte? La hipótesis del robo haría insostenibles todos los relatos evangélicos relativos a los encuentros del Resucitado con sus discípulos. Nada quedaría en pie de estos testimonios. Y en ningún caso podría explicar el ardor misionero que demostraron aquellos testigos de la primera hora.

La resurrección de Jesús se convirtió desde el principio en el núcleo del kerigma evangélico. Sin esta piedra kerigmática, el anuncio misionero de los apóstoles se quedaría sin apoyo. No habría nada que comunicar al mundo: ni al judío, ni al pagano. Si los apóstoles se lanzaron al mundo a hablar, fue para anunciar que Cristo había resucitado. No tenían otra cosa que comunicar que ésta. Después vendrían las consecuencias y derivaciones de esta noticia. Pero su noticia no era en principio otra que ésta: el Padre había resucitado a su Hijo de entre los muertos. Y ésta tendría que ser también nuestra primera y principal noticia al mundo como cristianos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores»

32. Las comisiones de la Conferencia.

De la Conferencia dependen varios órganos y comisiones, que tienen como tarea específica ayudar a los Pastores en la preparación y ejecución de las decisiones de la Conferencia.

Las comisiones permanentes o ad hoc de la Conferencia denominadas episcopales deben estar formadas por miembros Obispos o por quienes se equiparan a ellos en el derecho. Si el número de los Obispos fuese insuficiente para formar dichas Comisiones, se pueden constituir otros organismos como Consultas y Consejos presididos por un Obispo y formados por presbíteros, consagrados y laicos. Tales organismos no se pueden llamar episcopales.(101)

Los miembros de las diversas comisiones deben ser conscientes de que su tarea no es la de guiar o coordinar el trabajo de la Iglesia en la nación en un particular sector pastoral, sino otro mucho más modesto, aunque igualmente eficaz: ayudar a la Asamblea Plenaria – es decir, a la Conferencia misma – a alcanzar sus objetivos y procurar a los Pastores subsidios adecuados para su ministerio en la Iglesia particular.

Este criterio basilar debe llevar a los responsables de las comisiones a evitar formas de acción inspiradas más bien en un sentido de independencia o de autonomía, como podría ser la publicación por cuenta propia de orientaciones en un determinado sector pastoral o una forma de relacionarse con los órganos y comisiones diocesanas que no pase por el obligado trámite del respectivo Obispo diocesano.


101 Cf. Juan Pablo II, Motu Proprio Apostolos Suos, 18; Congregación para los Obispos y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, n. 763/98 del 13 de mayo de 1999, 9.

Homilía – Domingo II de Pascua

DOMINGO II DE PASCUA

 

Una comunidad de vida (Hch 2, 42-47)

En los domingos de Pascua, la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles nos lleva, de la mano de Lucas, a la comunidad de los discípulos, «tocados» por la resurrección del Señor. En los textos evangélicos del Ciclo C, el mismo Lucas se había centrado en «lo que Jesús hizo y enseñó»… La segunda parte de su obra (los Hechos) la centra en la comunidad de los discípulos, continuadora de la vida de Jesús y de su estilo salvador.

Hoy, aparece la comunidad encarnando el que había sido también ideal en la vida de Jesús: la relación con pobres; la creación de una verdadera fraternidad. Una concreción «cristiana» final de la exhortación de Dt 15: «No habrá pobres entre vosotros».

La comunidad de vida lo abarca todo, la enseñanza comunión interna (koinonía), la fracción del pan, la oración…, y la comunión de bienes (diakonia), que pretendidamente Lucas no sólo enuncia, sino que la desarrolla más: no sólo vivían unidos, «lo tenían todo en común»…, y no sólo los bienes espirituales, tan fáciles de compartir; también los bienes materiales: «Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos según la necesidad de cada uno».

Los detalles pueden estar idealizados, pero dan buena razón de una comunidad unida, alegre, atrayente por testimonial.

 

2.- Un nuevo nacimiento y una esperanza viva (IPe 1, 3-9)

La novedad y la vida son típicos temas pascuales. La primera Carta de Pedro nos va a adentrar en esa novedad y vida que, en la comunidad, son signos de la presencia del Resucitado. Nos lo dice bellamente nuestro poeta: «Cristo se hace presente en la esperanza cuando la cota del amor alcanza la fe latente de la noche oscura».

La novedad se llama re-nacer. Un tema típico de la catequesis bautismal. Se encuentra en el cuarto evangelio. En el diálogo de Jesús con Nicodemo. Lo nuevo en la primera de Pedro es la relación explícita que establece entre resurrección y bautismo: «Por la resurrección de Jesús de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo».

La resurrección de Jesús es causa también de una «esperanza viva», una herencia de hijos. De ahí, el ambiente de alegría que respira esta catequesis bautismal: «alegraos» de la herencia.

La alegría es realista. Cuenta con momentos duros en la vida: «De momento, tenéis que sufrir un poco»…, pero, en la cadena de la vida cristiana: creer en Jesucristo, aun sin verlo; amarlo, aun sin tocarlo…, la alegría es el final: «Os alegraréis con un gozo inefable y transfigurado». El motivo no puede ser más pleno: se ha alcanzado «la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación».

  1. Una comunión de experiencia (Jn 20,19-31)

Los textos evangélicos del tiempo de Pascua nos ponen en comunión de experiencia con la vivencia apostólica de Resucitado. El «Dios nos lo hizo ver» del discurso de Pedro se va a ir desglosando en los relatos de apariciones.

El día de la aparición es «el primero de la semana». Fuerza tuvo la experiencia como para poder con «el sábado», haciendo del «día del Señor» (dies dominica=domingo) el día consagrado al Señor.

La paz, el envío, la donación del Espíritu, el perdón de los pecados…, las grandes experiencias de la vida cristiana puestas en los mismos labios del Resucitado.

Y la experiencia que se realiza en medio de la comunidad. Los que intentan realizarla fuera de ella, por su cuenta, están simbolizados en Tomás, que «no estaba allí cuando vino Jesús». No vio y dudó: «Tomás que por amor está sufriendo afirma no creer… y está creyendo en la noche abismal de su amargura».

Le bastó, en efecto, estar de nuevo en la comunidad, para no necesitar de las evidencias que exigía como condiciones de su fe solitaria: «Señor mío y Dios mío» es su confesión ante el Señor Resucitado… Y, en comunión de experiencia, la dicha de la fe en el Resucitado se extiende en el tiempo: «Dichosos los que crean sin haber visto».

Presente en la esperanza

Hay que buscar las pautas y los modos
de poner en común la fe y la vida,
de orar una alabanza compartida,
de lograr que lo tuyo sea de todos…;

de anunciar la palabra sin recodos,
que atenúen su verdad comprometida;
de asumir que el camino a la Manida
no se mide por días ni por codos…

Cristo se hace presente en la esperanza,
cuando la cota del amor alcanza
la fe latente de la noche oscura…

Tomás, que por amor está sufriendo,
afirma no creer… ¡y está creyendo
en la noche abismal de su amargura…!

Pedro Jaramillo

Jn 20, 19-31 (Evangelio – Domingo II de Pascua)

¡Señor mío!

El texto es muy sencillo, tiene 2 partes (vv. 19-23 y vv. 26-27) unidas por la explicación de los vv. 24-25 sobre la ausencia de Tomás. Las dos partes inician con la misma indicación sobre los discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el saludo de la paz (vv. 19.26). Las apariciones, pues, son un encuentro nuevo de Jesús resucitado que no podemos entender como una vuelta a esta vida. Los signos de las puertas cerradas por miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, «dan que pensar», como dice Ricoeur, en todo un mundo de oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva religión de la vida por parte de Dios.

El «soplo» sobre los discípulos recuerda acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida nueva, por medio del Espíritu. Se ha pensado en Gn 2,7 o en Ez 37. El espíritu del Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Israel viejo, al que temen los discípulos, está fuera de donde se reúnen los discípulos (si bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el Espíritu del resucitado el que rompa esas barreras y abra esas puertas para la misión. En Juan, «Pentecostés» es una consecuencia inmediata de la resurrección del Señor. Esto, teológicamente, es coherente y determinante.

La figura de Tomás es solamente una actitud de «antiresurrección»; nos quiere presentar las dificultades a que nuestra fe está expuesta. Tomás, uno de los Doce, debe enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús desde sus seguridades humanas y desde su soledad, porque no estaba con los discípulos en aquel momento en que Jesús, después de la resurrección, se les hizo presente, para mostrarse como el Viviente. Este es un dato que no es nada secundario a la hora de poder comprender el sentido de lo que se nos quiere poner de manifiesto en esta escena: la fe, vivida desde el personalismo, está expuesta a mayores dificultades. Desde ahí no hay camino alguno para ver que Dios resucita y salva.

Tomás no se fía de la palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades, desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo. Pero Dios no va a fallar ahora tampoco; Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» (es una forma de hablar que encierra mucha simbología; concretamente podemos hablar de la simbología del «encuentro») como Tomás quiere, como muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se «encontrará» con el Señor. Esa no es forma de «ver» nada, ni entender nada, ni creer nada.

Tomás, pues, debe comenzar de nuevo: no podrá tocar con sus manos la heridas de las manos del Resucitado, de sus pies y de su costado, porque éste, no es una «imagen», sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar que la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y no de muerte.

1Pe 1, 3-9 (2ª Lectura – Domingo II de Pascua)

Sin haberle visto le amáis

La primera carta de Pedro es un escrito a los que viven en la «dispersión» y, sin duda, en la «persecución». No es necesario detenernos en su «autor», que no es necesariamente el Apóstol Pedro. Es claro que esa es la situación que viven los cristianos a los que se dirige este escrito

En un tono solemne comienza el texto que hoy sirve de IIª Lectura que proclama, ante todo, la resurrección de Jesús. Y es esa resurrección la que fundamenta la «esperanza» cristiana. No puede ser de otra forma, ya que es la resurrección el acontecimiento que hace posible vencer a la muerte y vencer toda dificultad en la vida y en la persecución de los que han aceptado a Cristo.

Por eso, la llamada a la fe, que es una confianza en el «poder» de Dios, determina lo que se nos dice en los vv. 8-9. Y de esta manera, pues, se ha pretendido enlazar con la enseñanza final del evangelio de hoy sobre Tomás y la bienaventuranza de «creer sin ver».

Hch 2, 42-47 (1ª lectura – Domingo II de Pascua)

Compartir los bienes, compartir la vida

El texto de Hechos 2,42-47 es uno de los famosos sumarios, una síntesis, de la vida de la comunidad que el autor de los Hechos, Lucas, ofrece de vez en cuando en los primeros capítulos de su narración (ver también Hch 4,32-37;5,12-16), para dar cuenta de la vida de la comunidad y para proponer a los suyos un ideal que debe ser el modelo de la Iglesia.

¿Vivió así la comunidad primitiva? Sin duda que sí, pero sin necesidad de llegar a pensar que todo era perfecto y no había problema alguno. Los había y grandes. Es posible que en el «compartir», las cosas estuvieran más claras que en otros aspectos ideológicos que poco a poco van a ir surgiendo. Los «helenistas» (Hch 6,1-6), no obstante, se quejaban de que sus pobres y viudas estaban más desasistidos.

Este texto de las cuatro perseverancias es especialmente significativo después del acontecimiento de Pentecotés y del discurso de Pedro. Es una consecuencia casi inmediata para definir la praxis cultual y religiosa de la comunidad que nace en Pentecostés. Las cuatro «perseverancias» que Lucas propone (êsan dè proskarteroûntes=eran perseverantes): aceptar la enseñanza de los apóstoles, en la koinônía, en la fracción del pan y en la oración, son todo un itinerario. Tiene varias interpretaciones, pero está claro, en principio, que la enseñanza de los apóstoles es la predicación, que mueve al grupo a la «comunión», a la «eucaristía» y a la «oración».

Lucas en este texto ha tratado de enlazar acciones que son propias de la comunidad cristiana (las cuatro perseverancias primeras) con otras actitudes religiosas y piadosas del judaísmo, como es su asistencia al Templo (v. 47), que contrasta con el «repartir el pan por las casas». En este caso se puede pensar en las comidas fraternas para los pobres que podían terminar con la «fracción del pan» o eucaristía.

Si debiéramos subrayar alguna cosa especial sería la afirmación de que no había pobres entre ellos. Es la consecuencia de la koinonía (comunión), que no es solamente algo espiritual, sino también social y práctico. O, en todo caso, es una consecuencia de la koinonía espiritual. Este ideal lucano es una expresión de lo que significa y es una iglesia de comunión. No podemos afirmar que Lucas esté pensando en una igualdad económica; no es ese el planteamiento. Sí podemos hablar, con pleno derecho, de solidaridad como consecuencia de la comunión y la renuncia a los bienes de algunos en favor de los pobres.

Comentario al evangelio – Lunes dentro de la Octava de Pascua

Gracias por la carta de amor que me has escrito hoy. Lo has hecho a través de las palabras de tu portavoz Mateo. La quiero volver a leer con detención. En la de ayer me has urgido a saltar de gozo, cantar aleluya, aleluya, aleluya. Tu gran obra es la resurrección de tu Hijo amado.  Nos deja sorprendidos. Nos supera por todas partes. No la abarcamos. Nos dices que es tu respuesta a la entrega de amor hasta la muerte; nos dices que es tu gran protesta contra la muerte. Nos revelas tu nuevo nombre: Resucitador. Nos habías puesto difícil creer en Ti, al ser testigos de la muerte ignominiosa de tu Hijo del alma. Pero al glorificarlo has llenado de luz la oscuridad. Has llenado de vida nuestras sombras de muerte. Eres el Dios resucitador.

Hoy en tu carta me invitas al asombro. Tu Hijo amado Jesucristo, resucitado por ti a la vida gloriosa, no ha querido dejarnos el enorme vacío de su ausencia. El mismo sale al encuentro. Toma la iniciativa de presentarse a las mujeres que estaban asustadas por el descubrimiento que habían hecho y se habían marchado corriendo. Las saludó. Le dirigió la palabra. Y como dijiste a ellas entonces, también nos dices a nosotros hoy: Alegraos. Donde tu Hijo resucitado aparece, allí surge la alegría; la lleva él, la es él mismo. Allí nos entran enormes ganas de abrazarlo y colmarlo de besos.

Dios Padre resucitador, te debes sentir muy orgulloso de tu Hijo del alma. Nosotros también lo sentimos nuestro. Él quiere seguir con nosotros. Siempre dispuesto a curarnos de nuestros miedos y nuestras tristezas. No temáis. Es parte de su saludo de entonces que se alarga hasta hoy. Como a sus primeros discípulos les envió a Galilea, es decir, a retomar el camino y la aventura de la fe, así también nos envía hoy a nuestra galilea personal, a nuestro amor primero, a recorrer el camino de la vida, pero de una manera distinta, con ojos nuevos.

 Gracias Padre resucitador, por tu gran carta de amor.

Bonifacio Fernández, cmf