Comentario – Domingo II de Pascua

San Juan concluye su evangelio con estas palabras: Muchos otros signos hizo Jesús a la vista de sus discípulos. Estos se han escrito para que creáis, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre. Entre estos signos está su resurrección. La resurrección es el signo por excelencia que nos invita a creer que el Resucitado es el Mesías, el Hijo de Dios. Y entre los signos que delatan la resurrección de Jesús están el hallazgo del sepulcro vacío (un hecho narrado) y las apariciones del Resucitado (también narradas como hechos acaecidos en determinados lugares y tiempo, como hechos localizables).

Esta última aparición, narrada por san Juan, se sitúa en un espacio cerrado (una casa) y al anochecer del primer día de la semana. Las puertas cerradas hablan del temor y la inseguridad en que vivían aquellos discípulos acobardados. Era la situación anímica en que les habían dejado los últimos acontecimientos habidos en Jerusalén, acontecimientos que culminaron con la crucifixión y sepultura del Maestro de Nazaret. En esa casa que mantenía aislados del mundo circundante a los discípulos del Nazareno se encerraban el desencanto, la desesperanza y el temor.

Son hombres fracasados, como nos recuerda el testimonio de los discípulos que se encaminan hacia Emaús, a los que ni siquiera el anuncio alarmante de algunas mujeres del grupo les hace reaccionar. Esta situación explica, al menos en parte, su resistencia a creer que su Maestro vive a pesar de haber muerto y haber sido sepultado. Sólo cuando perciben desapariciones y entran en contacto con presencias vivas (las apariciones del Resucitado) empiezan de desplomarse los muros de su incredulidad. Todos los evangelios hablan de esta necesidad de ver para creer: necesitaron verle para creer que estaba realmente vivo. Y no sólo verle, sino también examinarle, palparle, para reconocer en él al que pocos días antes había sido clavado a una cruz. Por eso no se limita a enseñarles su figura o su rostro; les enseña también las manos y el costado, pues allí están las señales identificativas de su crucifixión. Y sólo entonces, cuando reconocen en el aparecido al Señor, se llenan de alegría. No era para menos. Le creían muerto, pero ahora se presentaba vivo ante sus asombrados ojos.

Pero Tomás, uno de los Doce, no estaba con ellos. Y cuando sus compañeros le dicen que han visto al Señor, se resiste a darles crédito. Se trataba de un testimonio unánime, que no procedía de una fuente tan poco fiable como la de las mujeres, sino de hombres como él que habían mostrado también resistencia a creer. Pues, aun así, Tomás no cree. Necesita ver y tocar por sí mismo, sin mediaciones interpuestas. Las exigencias de Tomás son realmente duras y rigurosas: un examen en toda regla. No le basta con ver en sus manos la señal de los clavos; exige tocarmeter el dedo en el agujero de los clavos y la mano en la cavidad del costado. Quiere la confirmación táctil de la visión: el refrendo de un sentido (el de la vista) por el otro (el del tacto). No admite ser víctima de un engaño. Y tal vez por eso sus exigencias son tan rigurosas como las de un científico aplicándose a la verificación empírica de un fenómeno observado.

En realidad, Tomás está queriendo aplicar un método empírico de verificación a algo (una aparición) que no es del todo verificable, que está reclamando un acto de fe. El mismo Tomás se dará cuenta de esto cuando Jesús, apareciéndose de nuevo, accede a someterse a las exigencias de reconocimiento minucioso de su discípulo: Trae tu dedo -le dice a Tomás-, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Esta actuación desarmó a Tomás, que se quedó sin respuesta, o cuya respuesta fue un sencillo y profundo acto de fe, quizá el acto de fe más explícito de todo el evangelio: ¡Señor mío y Dios mío! Los demás habían dicho: Hemos visto al Señor; pero Tomás dice más: ¡Señor mío y Dios mío!

No sólo le reconoce su Señor, sino también su Dios. Y esto no era empíricamente verificable, pues Dios es una realidad intangible, además de invisible. El reconocimiento táctil le permitía únicamente llegar a la conclusión que el que tenía delante, vivo, era alguien en el que pervivían las señales de un crucificado, más aún, del Crucificado que él conocía; por tanto, de que el que él creía muerto estaba vivo por efecto de un extraño e inexplicable fenómeno. Pero afirmar que el resucitado que estaba ante él, sometiéndose a su examen de reconocimiento, era Dios, no se deducía sin más de este hecho. No dejaba de ser un acto de fe en aquel que se había proclamado Hijo de Dios y que ahora manifestaba ser tal presentándose a unos testigos como el que había vencido definitivamente a la muerte. La resurrección era el signo que invitaba a hacer este acto de fe.

No hemos de ser incrédulos -como le dice Jesús a Tomás-; tampoco crédulos, aceptando cualquier testimonio que se proponga a nuestra aprobación. Habrá que valorar la procedencia y el tono de ese testimonio. Por tanto, ni incrédulos, ni crédulos, pero sí creyentes. Y la creencia de la fe no está nunca desprovista de signos. ¿Cómo vamos a creer en Dios si Él no nos da muestras de su existencia, de su poder o de su bondad? Tales muestras son los signos captables -de lo contrario no serían signos- por los sentidos. Por tanto, aunque Jesús proclame dichosos a los que crean sin haber visto, esto no significa que se excluya de la fe todo tipo de signos; él mismo recurrió a ellos para suscitar la fe de sus contemporáneos y los adujo, en presencia de los emisarios del Bautista, como signos mesiánicos o signos de credibilidad.

Lo que no podemos es exigir, como hacían los fariseos, otros signos, o signos más espectaculares, al gusto de nuestras preferencias o expectativas, diferentes de los que Dios mismo se ha dignado ofrecernos. Nosotros hoy no podemos pretender ver al Resucitado como los testigos de aquellas apariciones; hemos de vivir del testimonio de los que lo vieron tras la resurrección. Ello nos permite gozar de la bienaventuranza de los que creen sin haber visto. Pues vivamos de esta dicha, porque por mucho que veamos en este mundo, siempre se nos pedirá un acto de adhesión que va más allá de lo controlable (lo visible, lo palpable y hasta lo razonable): un acto de fe. Y si la fe pudiese reducirse a la evidencia o a la racionalidad, dejaría de ser fe, es decir, un acto de confianza en alguien que pide nuestro crédito y adhesión.

Uno de los efectos de la fe es agrupar a los creyentes en torno a Aquel en el que creen, hacer comunidad. Por eso, porque la fe reagrupa, surgieron muy pronto -como nos recuerda el libro de los Hechos– comunidades de creyentes, constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la fracción del pan y en la vida común: tres elementos esenciales para el sostenimiento de aquellas comunidades: la catequesis, la eucaristía y la vida en caridad. Esto de vida común no era una forma metafórica de hablar. Aquellos primeros cristianos compartían no sólo bienes intangibles como la fe, ciertas oraciones como el Padre nuestro, el pan de la eucaristía, ideales de santidad y de martirio, temores, alegrías, sentimientos, anhelos… sino también bienes materiales, cosas que podían venderse o comprarse, dinero y alimentos que podían repartirse según las necesidades de cada uno.

En la Iglesia siempre ha habido formas de vida comunitaria, modos de compartir lo que se tiene, que no es sino expresión y consecuencia del compartir lo que se es. Si se comparte el ser cristiano, ¿cómo no se va a compartir lo que se tiene? Compartir es una exigencia de la propia fe, una fe que, aún vivida personalmente por cada uno, se tiene como bien común, recibido y compartido por muchos. Y como la fe, también se comparte el Espíritu de Cristo resucitado y la filiación divina. Luego si compartimos lo importante, no podemos no compartir lo accesorio: las demás posesiones; pero con frecuencia cometemos el error de conceder más valor a los bienes menos valiosos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística