Vísperas – Lunes II de Pascua

VÍSPERAS

LUNES II DE PASCUA

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. 
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Nuestra Pascua inmolada, aleluya,
es Cristo el Señor, aleluya, aleluya.

Pascua sagrada, ¡oh fiesta de la luz!,
despierta, tú que duermes,
y el Señor te alumbrará.

Pascua sagrada, ¡oh fiesta universal!,
el mundo renovado
cantan un himno a su Señor.

Pascua sagrada, ¡victoria de la luz!
La muerte, derrotada,
ha perdido su aguijón.

Pascua sagrada, ¡oh noche bautismal!
Del seno de las aguas
renacemos al Señor.

Pascua sagrada, ¡eterna novedad!
dejad al hombre viejo,
revestíos del Señor.

Pascua sagrada, La sala del festín
se llena de invitados
que celebran al Señor.

Pascua sagrada, ¡Cantemos al Señor!
Vivamos la alegría
dada a luz en el dolor. Amén.

SALMO 44: LAS NUPCIAS DEL REY

Ant. Bendito el que viene en nombre del Señor. Aleluya.

Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

Tu trono, oh Dios, permanece para siempre,
cetro de rectitud es tu centro real;
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros.

A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Bendito el que viene en nombre del Señor. Aleluya.

SALMO 44:

Ant. Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero. Aleluya.

Escucha, hija, mira: inclina tu oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
la traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero. Aleluya.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. De su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Aleluya.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. De su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Aleluya.

LECTURA: Hb 8, 1b-3a

Tenemos un sumo sacerdote tal, que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos y es ministro del santuario y de la tienda verdadera, construida por el Señor y no por hombre. En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios.

RESPONSORIO BREVE

R/ Los discípulos se llenaron de alegría. Aleluya, aleluya.
V/ Los discípulos se llenaron de alegría. Aleluya, aleluya.

R/ Al ver al Señor.
V/ Aleluya, aleluya.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Los discípulos se llenaron de alegría. Aleluya, aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. Aleluya.

PRECES

Llenos de gozo, oremos a Cristo, el Señor, que con su resurrección ha iluminado el mundo entero, y digámosle:

Cristo, vida nuestra, escúchanos.

Señor Jesús, que te hiciste compañero de camino de los discípulos que dudaban de ti,
— acompaña también a tu Iglesia peregrina entre las dificultades e incertidumbres de esta vida.

No permitas que tus fieles sean torpes y necios para creer,
— aumenta su fe, para que te proclamen vencedor de la muerte.

Mira, Señor, con bondad a cuantos no te reconocieron en su camino,
— y manifiéstate a ellos, para que te confiesen como a su salvador.

Tú que por la cruz reconciliaste a todos los hombres, uniéndolos en tu cuerpo,
— concede la paz y la unidad a las naciones.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Tú que eres el juez de vivos y muertos,
— otorga a los difuntos que creyeron en ti la remisión de todas sus culpas.

Acudamos a Dios Padre, tal como nos enseñó Jesucristo:
Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, a quien podemos llamar Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Lunes II de Pascua

1) Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno, a quien confiadamente podemos llamar ya Padre nuestro, haz crecer en nuestros corazones el espíritu de hijos adoptivos tuyos, para que merezcamos gozar, un día, de la herencia que nos has prometido. Por nuestro Señor Jesucristo.

2) Lectura 

Del Evangelio según Juan 3,1-8
Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste a Jesús de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas si Dios no está con él.» Jesús le respondió:
«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.» Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo:
El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.» 

3) Reflexión 

• El evangelio de hoy nos trae una parte de la conversación de Jesús con Nicodemo. Nicodemo aparece varias veces en el evangelio de Juan (Jn 3,1-13; 7,50-52; 19,39). Era una persona que tenía una cierta posición social. Tenía lideranza entre los judíos y formaba parte del supremo tribunal llamado Sinedrio. En el evangelio de Juan, él representa al grupo de los judíos que eran piadosos y sinceros, pero que no llegaban a entender todo lo que Jesús hacía y hablaba. Nicodemo había oído hablar de señales, de las cosas maravillosas que Jesús hacía y quedó impresionado. El quiere conversar con Jesús para poder entender mejor. Era una persona cultivada que pensaba entender las cosas de Dios. Esperaba al Mesías con un librito de la ley en la mano para verificar si lo nuevo anunciado por Jesús estaba de acuerdo. Jesús hace percibir a Nicodemo que la única manera que alguien tiene para poder entender las cosas de Dios es ¡nacer de nuevo! Hoy acontece lo mismo. Algunos son como Nicodemo: aceptan como nuevo sólo aquello que está de acuerdo con sus propias ideas. Aquello con lo que uno no está de acuerdo se rechaza como contrario a la tradición. Otros se dejan sorprender por los hechos y no tienen miedo a decir: «¡Nací de nuevo!»
• Juan 3,1: Un hombre, llamado Nicodemo. Poco antes del encuentro de Jesús con Nicodemo, el evangelista hablaba de la fe imperfecta de ciertas personas que se interesan sólo en los milagros de Jesús (Jn 2,23-25). Nicodemo era una de estas personas. Tenía buena voluntad pero su fe era aún imperfecta. La conversación con Jesús le va a ayudar a percibir que debe dar un paso más para poder profundizar en su fe en Jesús y en Dios.
• Juan 3,2: 1ª pregunta de Nicodemo: tensión entre lo viejo y lo nuevo. Nicodemo era un fariseo, persona conocida entre los judíos y con un buen raciocinio. Se fue a encontrar a Jesús de noche y le dice: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas si Dios no está con él.» Nicodemo opina sobre Jesús desde los argumentos que él, Nicodemo, lleva dentro de sí. Esto es un paso importante, pero no basta para conocer a Jesús. Las señales que Jesús hace pueden despertar a la persona e interesarle. Pueden engendrar curiosidad, pero no engendran la entrega, en la fe. No hacen ver el Reino de Dios presente en Jesús. Por esto es necesario dar un paso más. ¿Cuál es este paso?
• Juan 3,3: Respuesta de Jesús: «Tienes que nacer de nuevo!» Para que Nicodemo pueda percibir el Reino presente en Jesús, el tendrá que percibir el Reino presente en Jesús, tendrá que nacer de nuevo, de lo alto. Aquel que trata de comprender a Jesús sólo a partir de sus propios argumentos, no consigue entenderlo. Jesús es más grande. Si Nicodemo se queda sólo con el catecismo del pasado en la mano, no va a poder entender a Jesús. Tendrá que abrir del todo su mano. Tendrá que dejar de lado sus propias certezas y seguridades y entregarse totalmente. Tendrá que escoger entre, de un lado, guardar la seguridad que le viene de la religión organizada con sus leyes y tradiciones y, de otro, lanzarse a la aventura del Espíritu que Jesús le propone.
• Juan 3,4: 2ª pregunta de Nicodemo: ¿Cómo es posible nacer de nuevo? Nicodemo no quiere dar su brazo a torcer y pregunta con una cierta ironía: «¿Cómo una persona puede nacer de nuevo siendo vieja? Podrá entrar una segunda vez en el vientre de su madre y nacer?» Nicodemo se tomó las palabras de Jesús al pie de la letra y, por esto, no entendió nada. El hubiera tenido que percibir que las palabras de Jesús tenían un sentido simbólico.
• Juan 3,5-8: Respuesta de Jesús: Nacer de lo alto, nacer del espíritu. Jesús explica lo que quiere decir nacer de lo alto, o nacer de nuevo. y «nacer del agua y del Espíritu». Aquí tenemos una alusión muy clara al bautismo. A través de la conversación de Jesús con Nicodemo, el evangelista nos convida a hacer una revisión de nuestro bautismo. Relata las siguientes palabras de Jesús: «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu». Carne significa aquello que nace sólo de nuestras ideas. Lo que nace de nosotros tiene nuestra medida. Nacer del Espíritu ¡es otra cosa! El Espíritu es como el viento. «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.»

El viento tiene, dentro de sí, un rumbo, una dirección. Percibimos la dirección del viento, por ejemplo, el viento del Norte o el viento del Sur, pero no conocemos ni controlamos la causa a partir de la cual el viento se mueve en esta u otra dirección. Así es el Espíritu. «Nadie es señor del Espíritu» (Ecl 8,8). Lo que más caracteriza al viento, al Espíritu, es la libertad. El viento, el espíritu, es libre, no puede ser controlado. El actúa sobre los otros y nadie consigue actuar sobre él. Su origen es el misterio, su destino es el misterio. El barquero tiene que describir, en primer lugar, el rumbo del viento. Después tiene que colocar las velas según ese rumbo. Es lo que Nicodemo y todos nosotros debemos hacer.
• Una llave para entender mejor las palabras de Jesús sobre el Espíritu Santo. La lengua hebraica usa la misma palabra para decir viento y espíritu. Como ya dicho, el viento tiene, dentro de sí, un rumbo, una dirección: viento del Norte, viento del Sur. El Espíritu de Dios tiene un rumbo, un proyecto, que ya se manifestaba en la creación bajo la forma de una paloma que aleteaba sobre el caos (Gn 1,2). Año tras año, él renueva la faz de la tierra y coloca en movimiento la naturaleza a través de la secuencia de las estaciones (Sl 104,30; 147,18). Este mismo Espíritu está presente en la historia. Hace secar el Mar Rojo (Ex 14,21) hace pasar las codornices y las deja caer sobre el campamento (Nm 11,31). Está con Moisés y, a partir de él, se distribuye entre los líderes de la gente (Núm 11,24-25). Estaba en los líderes y los llevaba a realizar acciones libertadoras: Otoniel (Jz 3,10), Gedeón (Jue 6,34), Jefté (Jue 11,29), Sansón (Jue 13,25; 14,6.19; 15,14), Saúl (1Sm 11,6), y Débora, la profetisa (Jz 4,4). Estuve presente no grupo dos profetas e agia neles con fuerza contagiosa (1Sm 10,5-6.10). Su acción en los profeta produce envidia en los demás, pero Moisés reacciona: «¡Ojalá que Dios comunicara su Espíritu a todo el pueblo y profetizara!» (Núm 11,29).
• A lo largo de los siglos, creció la esperanza de que el Espíritu de Dios orientara al Mesías en la realización del proyecto de Dios (Is 11,1-9) y bajara sobre todo el pueblo de Dios (Ez 36,27; 39,29; Is 32,15; 44,3). La gran promesa del Espíritu se manifiesta de muchas formas en los profetas del exilio: la visión de los huesos secos, resucitados por la fuerza del Espíritu de Dios (Ez 37,1-14); la efusión del Espíritu de Dios sobre todo el pueblo (Jl 3,1-5); la visión del Mesías-Siervo que será ungido por el Espíritu para establecer el derecho en la tierra y anunciar la Buena Nueva a los pobres (Is 42,1; 44,1-3; 61,1-3). Ellos vislumbran un futuro, en que la gente, cada vez de nuevo, renace por la efusión del Espíritu (Ez 36,26-27; Sl 51,12; cf Is 32,15-20).
• El evangelio de Juan usa muchas imágenes y símbolos para significar la acción del Espíritu. Como en la creación (Gén 1,1), así el Espíritu desciende sobre Jesús «como una paloma, venida del cielo” (Jn 1,32). ¡Es el comienzo de la nueva creación! Jesús habla las palabras de Dios y nos comunica al Espíritu sin medida (Jn 3,34). Sus palabras son Espíritu y vida (Jn 6,63). Cuando Jesús se despide, dice que enviará a otro consolador, a otro defensor, para que quede con nosotros. Es el Espíritu Santo (Jn 14,16-17). A través de su pasión, muerte y resurrección, Jesús conquistó el don del Espíritu para nosotros. A través del bautismo todos nosotros recibimos este mismo Espíritu de Jesús (Jn 1,33). Cuando apareció a los apóstoles, sopló sobre ellos y dijo: «¡Recibid al Espíritu Santo!» (Jn 20,22). El Espíritu es como el agua que brota desde el interior de las personas que creen en Jesús (Jo 7,37-39; 4,14). El primer efecto de la acción del Espíritu en nosotros es la reconciliación: » A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.” (Jn 20,23). El Espíritu se nos da para que podamos recordar y entender el significado pleno de las palabras de Jesús (Jn 14,26; 16,12-13). Animados por el Espíritu de Jesús, podemos adorar a Dios en cualquier lugar (Jn 4,23-24). Aquí se realiza la libertad del Espíritu del que nos habla San Pablo: «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2Cor 3,17). 

4) Para la reflexión personal

• ¿Cómo acostumbras reaccionar ante las novedades que se presentan? ¿Cómo Nicodemo que acepta la sorpresa de Dios?
• ¿Jesús compara la acción del Espíritu Santo con el viento (Jn 3,8). ¿Que nos revela esta comparación sobre la acción del Espíritu de Dios en mi vida? ¿Has pasado por alguna experiencia que te dio la sensación de nacer de nuevo? 

5) Oración final

Bendeciré en todo tiempo a Yahvé,
sin cesar en mi boca su alabanza;
en Yahvé se gloría mi ser,
¡que lo oigan los humildes y se alegren! (Sal 34,2-3)

Lo habían reconocido al partir el pan

La narración que ofrece el Evangelio según San Lucas (24, 13-35) en este domingo III de Pascua puede sinterizarse en el siguiente lema: «Emaús como camino hacia la fe desbordante de vida». Cleofás y su compañero eran, en verdad, discípulos de Jesús, pero se trataba de unos seguidores con mucho camino todavía por recorrer, si de verdad querían hacerse acreedores a la condición de discípulos. Se hallaban situados muy en la periferia de su enseñanza y, sobre todo, muy distantes del encuentro con la persona de Jesús.

Cierto que lo apreciaban y una muestra de su valoración se advierte en que no podían alejar de su pensamiento, conversación y hasta debate entre ellos el drama que había consternado a toda Jerusalén: la tragedia de la traición de los suyos, entrega a las autoridades religiosas para que procuraran su muerte y evitar así la ruina de todo un pueblo. Asustaba la presencia de un libertador que pudiera acarrear el hundimiento del conjunto de la nación. De este modo se hallaban cerrados sus ojos, a pesar del repaso incansable que hacían de la Escritura.

Los caminantes hacia Emaús en el día de Pascua valoraban su condición de profeta, se admiraban de sus palabras y de sus obras, ponderaban el sólido liderazgo que poseía, pero esto mismo los sumergía en un mar de confusión. Con semejante llave no lograban abrir la única puerta para adentrarse en el misterio de Jesús y conseguir la liberación por la que suspiraba todo su ser.

La historia de Israel estaba poblada de grandes personajes como, por otra parte, lo está la magna historia de la humanidad. Sin embargo, su repaso no los llevó a la fe, como no llevará a nadie su sola consideración. Todos los prohombres de cualquier época murieron. Jesús fue uno más, pensaban. Su ceguera los conducía al escepticismo más cerrado. Su discipulado, pensaban, había terminado en fracaso y era preciso alejarse hasta del escenario que les recordaba y que los retuvo entretenidos en vanas ilusiones.

Pero si estos simpatizantes de Jesús manifestaron de manera clara su hundimiento, el Maestro continuaba intacto en su paciencia, perseverante en su empeño y, sobre todo, empujado irresistiblemente por un amor infinito orientado al rescate. Una vez más salió en busca de los incontables tardos para entender, y utilizó las palabras más dulces que jamás pudieran oírse: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!».

Les había faltado la llave de la humildad y de la confianza en Dios para descubrir cuanto transmitía la Biblia. Jesús se la ofrece de nuevo y, esta vez sí: la recibieron en el encuentro amoroso con el Maestro que, ya resucitado, se había dignado quedarse con ellos, bajo la especie del pan que bendice, parte y entrega. Entonces «se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Su fe se hizo de golpe viva y operante, forzosamente comunicativa. Se fortificó todavía más en la asamblea de los Once que, a coro, proclamaban: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».

Cleofás y su compañero relataron lo que les había pasado por el camino y como en la posada lo habían reconocido al partir el pan. La resurrección de Jesús les proporcionó la vida que por sí solos nunca hubieran alcanzado. Entendieron entonces que por ella lograron una liberación, sí, pero que era nada más y nada menos que una justificación de la integridad de sus personas, para que se proyectara en transmisión desbordante de vida. La humanidad glorificada de Cristo fue para nuestros caminantes un puente seguro hacia la divinidad, enlace no necesariamente perceptible por los ojos corporales. De vuelta a Jerusalén y, en lo sucesivo, lo contemplaron con certeza mediante los ojos de una fe plena de vida.

Fray Vito T. Gómez García O.P.

Comentario – Lunes II de Pascua

Entre los fariseos, Jesús no sólo tuvo adversarios, contradictores y críticos, sino también anfitriones que le invitaron a compartir mesa y personas que se dejaron tocar por su palabra y se abrieron a su mensaje; más aún, que se dejaron ganar para su causa. Es el caso del magistrado judío Nicodemo, que fue a ver de noche a Jesús. La precisión adverbial tiene su valor. Si fue a verlo de noche es porque no quería hacer pública su relación con el Maestro de Nazaret, porque no quería delatarse como admirador y tal vez como partidario de este singular rabino de corte heterodoxo. Al parecer, ansiaba mantener una entrevista personal con Jesús; y a él se dirige en términos muy respetuosos, incluso obsequiosos: Rabí –le dice-, sabemos que has venido de parte de Dios, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.

Le reconoce, pues, como maestro digno de crédito; más aún, como alguien venido de parte de Dios, es decir, como un profeta reconocible no sólo en sus palabras, sino también en sus obras, pues no podría hacer obras tan poderosas y benéficas si Dios no estuviera con él, si no tuviera a Dios por aliado. Jesús había invocado en más de una ocasión a las obras como signo de credibilidad: Si no me creéis a mí, creed al menos a las obras que yo hago por encargo de mi Padre; ellas dan testimonio de mí. Nicodemo había recibido el testimonio de estas obras y había visto en ellas signos que delataban a un enviado de Dios, es decir, a alguien que tenía a Dios de su parte porque venía de parte de Dios. Esto mismo le daba autoridad ante los que habían acogido semejante testimonio. Entre ellos estaba, sin duda, el fariseo y magistrado Nicodemo.

Pero el Maestro venido de parte de Dios no se contenta con este reconocimiento. Aprovecha el momento para transmitir su enseñanza: Te lo aseguro –le dice Jesús-, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios. La frase, pretendidamente enigmática, del Maestro suscita preguntas en el discípulo: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? Las preguntas se podrían multiplicar en la misma dirección: ¿Cómo puede volver a nacer el que ya ha nacido? ¿No se requiere antes morir para volver a nacer? ¿Es posible nacer a una segunda vida? Pero ¿no implicaría esto una apertura a la idea de la reencarnación y de las vidas sucesivas? Jesús le contesta elevando el nivel del discurso a esferas más simbólicas (o espirituales) y menos biológicas (o corporales): Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: «Tenéis que nacer de nuevo».

Cuando Jesús habla de nacer de nuevo como requisito para ver el Reino de Dios o entrar en él, no piensa en un reingreso en el seno intrauterino para volver a nacer de él; esto sería absurdo. A lo que se refiere el interlocutor de Nicodemo es a otra cosa que él describe como un nacer de agua y de Espíritu y que la tradición ha visto desde antiguo como una clara alusión al bautismo cristiano en el que confluyen la materialidad del agua (signo) y la fuerza del Espíritu, ambas realidades en perfecta sincronía; porque el agua sin el Espíritu no produce nada y el Espíritu sin el agua carece de significación. Lo que produce el Espíritu en ese «vientre» que proporciona el agua es una nueva vida conformada (y caracterizada) por la matriz de la que procede, esto es, por el Espíritu. Lo que nace en el primer nacimiento (de la carne) es carne, si bien una carne dotada de alma, carne animada; lo que nace en el segundo nacimiento (del agua y del Espíritu) es espíritu, si bien un espíritu (o ser espiritual) en la carne del primer nacimiento, espíritu encarnado o vida dotada por el Espíritu para realizar obras espirituales o sobrenaturales (si hablamos en términos de naturaleza).

Sólo este nuevo ser vivo –hombre nuevo, en expresión paulina-, con nueva mentalidad, con nuevas capacidades y sentimientos, engendrado en este segundo nacimiento, estará dotado (o capacitado) para vivir en el Reino de los cielos, y eso no sin antes adaptarse al nuevo hábitat. Todo hábitat exige una adaptación en sus habitantes. El medio acuático obliga a los que allí viven (los peces) a adaptar su organismo a él; lo mismo sucede con el hábitat terrestre, que obliga a sus habitantes a tener pulmones que les permitan respirar el oxígeno atmosférico. También el Reino de Dios exigirá una adaptación de cuerpo y alma a sus moradores. Por tanto, nada tiene de extraño que tengamos que nacer de nuevo y sufrir las transformaciones necesarias tanto de cuerpo como de alma para adaptarnos a ese hábitat, que no es terrestre (ni acuático), sino celeste.

el que ha nacido del Espíritu, dice Jesús añadiendo más misterio a su hablar misterioso y simbólico, obrará movido por la fuerza del Espíritu que, al igual que el viento, cuando sopla, no sabemos de dónde viene, ni adónde va. A esta afirmación podríamos objetar que algo sabemos de la procedencia del viento: si éste es cálido, procede del sur; si es frío, procede del norte. Pero ¿sabríamos precisar con exactitud el origen de ese viento? Sea como fuere, lo cierto es que el movimiento generado por el Espíritu nos pude resultar muchas veces desconcertante e imprevisible, sin saber de dónde viene ni adónde va. Lo que sí sabemos, no obstante, es que viene de Dios y a Dios va. Por eso, los nacidos del Espíritu, que van y vienen adonde el Espíritu les lleva, podrán entrar y vivir en el Reino de Dios por toda la eternidad.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores»

39. La fe y el Espíritu de fe.

El Obispo es hombre de fe, conforme a cuanto la Sagrada Escritura afirma de Moisés quien, mientas conducía al pueblo de Egipto a la tierra prometida, “se mantuvo firme como si viera al invisible” (Hb 11, 27).

El Obispo juzgue, realice, soporte todo a la luz de la fe, e interprete los signos de los tiempos (cf. Mt 16, 4) para descubrir lo que el Espíritu Santo dice a las Iglesias para la salvación eterna (cf. Ap 2, 7). Será capaz de ello si nutre su razón y su corazón “con las palabras de la fe y de la buena doctrina” (1 Tm 4, 6), y cultiva con diligencia sus conocimientos teológicos y los aumenta cada vez más con doctrinas probadas, antiguas y nuevas, en plena sintonía, en materia de fe y de costumbres, con el Romano Pontífice y con el Magisterio de la Iglesia.

Homilía – Domingo III de Pascua

1.- Un resurrección «atestiguada» (Hch 2, 14.22-33)

El texto de Hechos está tomado del discurso de Pedro, el día de Pentecostés. Tiene el sabor de inicio de una nueva etapa en la historia de la salvación. En ella, la obra lucana concede un valor especial al Espíritu y al testimonio de los Doce. A la circunstancia del día de Pentecostés, se añade la relación expresa del Resucitado con el Espíritu Santo: «Ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado».

Como en todo el kerigma apostólico, subraya Pedro la identidad entre el Señor resucitado y Jesús de Nazaret. Por eso recuerda su vida, «acreditada por Dios con milagros, signos y prodigios». Aquellos que anticipaban ya la «gran acreditación»: la resurrección de entre los muertos.

La vida y la muerte de Jesús quedan iluminadas por la resurrección en gloria. La misma cruz no queda fuera de designio divino de gloria: «Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron… y vosotros lo matasteis en una cruz». El «per crucem ad lucem» (por la cruz a la luz) es la entraña del misterio de la Pascua.

La «acreditación» por parte de Dios y la «atestiguación parte de los Doce pertenecen al núcleo mismo del discurso de Pedro: «Dios resucitó a Jesús, y nosotros somos testigos de ello». Iluminación del Espíritu que alcanza también a una mayor penetración en las antiguas Escrituras: cuando David afirmó que «Dios no lo entregaría a la muerte, hablaba previendo la resurrección del Mesías». El Espíritu da la clave de lectura que les faltaba a los discípulos de Emaús (lectura cristológica de las Escrituras del Antiguo Testamento).

 

2.- Una resurrección «creída» (1Pe 1, 17-21)

La primera Carta de Pedro se dirige ya a cristianos que no tuvieron el contacto directo con el Resucitado; a aquellos que se encuentran dentro de la bienaventuranza proclamada por Jesús: «Dichosos los que sin ver han creído».

Lo mismo que el corazón de la confesión veterotestamentaria es «el Dios que sacó a Israel de la esclavitud de Egipto», la del Nuevo Testamento se concentra en «el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos».

En ambos casos, una confesión salvadora. No por los propios méritos: «Por Cristo, vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria». Este es el mensaje fundamental de esta segunda lectura, hecha en contexto pascual. Lo demás, son consecuencias: la fe y la esperanza (no sólo la fe), puestas en Dios, la conciencia de haber sido rescatados de un proceder inútil y vacío a precio de la sangre de Cristo, el nuevo estilo de vida derivado de la confesión de Dios como Padre. Novedad y plenitud que tienen en la resurrección de Jesús su origen y meta.

3.- Una resurrección «experimentada» (Lc 24, 13-35)

Lo había dicho Pedro en Hechos: las comidas se hicieron lugar de encuentro con el Resucitado. Las que siguieron a aquellas otras comidas de la vida histórica de Jesús: Comidas de integración y cercanía, de convivencia y de fraternidad, expresión de un Reino abierto a los excluidos y marginados, a todos aquellos a quienes era negado un lugar en la mesa. Y las comidas que van a continuar en la comunidad de los discípulos, cuando también ellos compartan el pan de la fraternidad y realicen el mandato Jesús, perpetuando su memoria y su presencia.

Como modelo y síntesis del múltiple valor de las comidas de Jesús, la comida de Emaús. Precedida por un primer encuentro anónimo en el camino. Jesús no se da a conocer, pero encuentra a sus discípulos en su situación real: el desconcierto después de lo sucedido en Jerusalén. Su esperanza estaba por los suelos: «Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel»… Y, para colmo, los que de ellos se habían acercado al sepulcro, soliviantados por las mujeres, «a él no lo vieron». De repente, todo se les ha convertido en oscuridad. El acompañante desconocido da una razón: «Su necedad y torpeza»; solamente deberían haber abierto las Escrituras… Lo que había ocurrido a Jesús, había sido, en efecto, «según las Escrituras».

El atardecer cronológico («quédate con nosotros que atardece») coincide con un amanecer anímico («¿no ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?»).

Pero no se hace luz plena sino en la mesa, cuando Jesús «toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo da». La rememoración es intensa: aquella Última Cena, anticipo de la muerte y de la nueva comida en el Reino. Fue sólo entonces «cuando se les abren los ojos y lo reconocen» de nuevo vivo y entre ellos. Alusión eucarística como lugar privilegiado de encuentro como el que está vivo en medio de la comunidad de discípulos. Ellos confesaron y nosotros confesamos: «Era verdad, ha resucitado el Señor»… y lo seguimos experimentando «en la fracción del pan».

 

¡Camina con nosotros!

Comemos y bebemos en tu mesa
algunos cada día, otros de tarde en tarde
y aún somos ese fuego que no arde,
aunque tu vino embriaga y tu maná no cesa.

¡Señor Jesús! Cumpliste tu promesa
pero de tu victoria sólo hacemos alarde.
¡Camina con nosotros cualquier tarde
y prende en nuestro pecho tu llamarada espesa!

¡Muéstranos el sendero de la vida
y enséñanos de noche tu Ley internamente
desde el ocaso hasta la amanecida!

Y, pues llamamos nuestro al Padre providente,
fiador de tu Iglesia renacida,
seguiremos tus pasos de día, dignamente…

Pedro Jaramillo

Lc 24, 13-35 (Evangelio Domingo III de Pascua)

Cuando arde nuestro corazón

El evangelio (Lucas 24,13-35) es una de las escenas de las apariciones del Resucitado que más han calado en la catequesis de la comunidad cristiana. La polifonía de la narración encierra notas de mucho calado, “tempi” que deben recrearse en una lectura pausada y sosegada para llegar hasta donde nos quiere llevar el autor. Todo esto es lo que constituye la gramática generativa de nuestro relato como obra narrativa; pero no se queda ahí, en pura narración. Bien es verdad que sin narración, sin gramática, no hay mensaje y no puede haber hermenéutica. Pero la narración no está sola, sino que engendra un texto sagrado para la comunidad. Es como si fuera la descripción de una eucaristía en un proceso dinámico: primeramente los peregrinos de Emaús, desconcertados, van escuchando la interpretación de las Escrituras en lo referente al Mesías. Es una catequesis de preparación para lo que viene a continuación. Bien podemos articular esta narración en torno a dos escenas principales introducidas por la misma expresión: (a) Lc 24,15: «Y sucedió mientras conversaban…» (kai egéneto en tô homilein autois…); (b) Lc 24,30: «Y sucedió mientras se sentó a la mesa …» (kai egéneto en tô kataklithenai auton…). Muchos han reconocido que Lucas indica los dos momentos esenciales de la liturgia cristiana: la palabra y el sacramento, escucha de las Escrituras y liturgia eucarística.

La primera parte es en el camino. Desde la nostalgia solamente no es posible abrirse a la resurrección. No es la nostalgia la forma y manera de adentrarse en el anuncio pascual de que “el crucificado vive”. Esta primera etapa es la narración más impresionante de eso que podemos llamar la etapa de la verificabilidad de la resurrección. En ella ha quedado claro que el sepulcro vacío ha dejado de significar nada, al menos en la obra de Lucas y yo creo que en todo el NT. Pero es Lucas el que nos ha mostrado con esta escena que la “verificabilidad” no puede sostener la grandeza del misterio de la Pascua. Porque es después del intento de la verificabilidad cuando los dos discípulos prácticamente huyen de Jerusalén con el convencimiento de que todo ha terminado Mientras iban de camino, el Resucitado les sale al encuentro sin que puedan reconocerlo. Sabemos que Lucas es un verdadero catequista del camino. Así entiende toda la vida de Jesús, y muy especialmente en su decisión irrevocable de ir a Jerusalén (Lc 9,51-19,24). Y entiende, a su vez, que el discipulado cristiano es un camino que se ha de recorrer con Jesús; no es un discipulado de tipo intelectual: se aprende viviendo. Por eso, ahora también, en este relato de la experiencia de la resurrección, ese misterio es un “itinerario” que hay que recorrer en la lectura de la Escritura. En el caso de la comunidad cristiana debemos interpretarlo del mensaje de la vida de Jesús. Pero Jesús toma su iniciativa: se hace un peregrino, un itinerante con ellos, que vienen de Jerusalén desesperados, porque ni siquiera han tomado en consideración lo que algunas mujeres ya decían.

El peregrino, sin que se lo pidan, hace el camino con ellos y les explica las Escrituras; ya no pueden vivir sin él, sin su palabra de consuelo y de vida. Estamos ante una de las novedades del cristianismo primitivo que Lucas plasma extraordinariamente en este relato, en cuanto esos pasajes, como Is 53, van a ser considerados mesiánicos por los cristianos. El v. 26 es el punto de arranque en el proceso de leer las Escrituras desde la Pascua, con ojos nuevos. No olvidemos que el lector sabe quién habla, aunque los peregrinos son ignorantes, pero es una de las claves de este itinerario que el evangelista quiere marcar a la comunidad cristiana que ha de leer las Escrituras.

Como buenos orientales, han dado hospitalidad a este peregrino desconocido que les ha interpretado las palabras de los profetas sobre la muerte y la resurrección de Jesús. Eso fue lo que tuvieron que hacer los primeros cristianos para explicarse y vivir espiritualmente la muerte y la resurrección de Jesús. Y entonces, en la casa, símbolo de una comunidad eucarística, Él, que aparecía como un hombre de paso, viene a constituirse en el anfitrión de aquella celebración. Por eso, aquellos peregrinos «reconocen» al Señor, en un gesto como el que pudo hacer en la noche de la última cena; podemos entender que parte el pan y lo reparte y beben de la copa. Así se cumple, pues, el sentido de las palabras de Jesús, en la tradición de Lucas y Pablo, la conocida como tradición de Antioquía, cuando se dice: «haced esto en memoria mía» (Lc 22,19c; 1Cor 11,24c), después de haber tomado pan y haberlo repartido entre los suyos. Es, la Eucaristía, memorial de lo que hizo Jesús aquella noche, que no se explica, desde luego, sin lo que le lleva a realizar aquel acto profético de lo que estaba por llegar inmediatamente. En efecto, fue entregar su vida, en el pan y en la copa que reparte entre los discípulos. Pero ese memorial no está limitado a ese momento puntual, sino a toda su existencia, que culminará en la cruz.

Es, pues, en la Eucaristía donde nos entrega el Señor la vida de la que goza ahora como resucitado. Lucas quiere enseñar a su comunidad que, aunque ellos como nosotros, no pudimos vivir con El, ni conocerle, en la Eucaristía es posible tener esta experiencia de vida. En definitiva, en la Eucaristía hacemos un «memorial», con todo lo que esto significa, pero con el Resucitado, mas no como testigo pasivo, sino siendo El Señor y anfitrión, porque es solamente con El con quien podemos abarcar la altura y la profundidad de algo que no es simplemente repetir, sino revivir. La Eucaristía, como la Resurrección, es un misterio inefable de liberación, ya que los discípulos que estaban angustiados por lo que había pasado en Jerusalén, poco a poco, en la medida en que va haciéndose la Eucaristía, como un peregrinar, se conmueven, porque la vida del Resucitado se apodera de sus corazones. Eso es lo que Lucas quiere enseñarnos, catequeticamente, sobre lo que acontece cuando el Señor resucitado parte el pan con su comunidad, con y en la Iglesia.

La “fracción del pan! es el signo que necesitaban para saber lo que había pasado. Queda, no obstante, por formular el remate de este momento decisivo. Es lo que se describe ajustadamente en el v. 31, y que es lo contrario de lo que se ha expresado en el v. 16 (sus ojos estaban cerrados, retenidos, sin luz). Este es el momento que tan maravillosamente plasmó Rembrandt en su cuadro de los discípulos de Emaús, una de las composiciones pictóricas más hermosas que existan. No hay palabras para expresarlo mejor. Es una “auto-revelación” del resucitado en la cena, la fracción del pan, es decir, en la eucaristía. Por eso, esa presencia no es “visible” como normalmente entendemos esto. El hecho de que se use el verbo en aoristo pasivo indica que se trata de una experiencia profunda, espiritual, real sin duda, pero no para ver con los ojos corporales, sino con los ojos de la fe. ¡No debe caber la menor duda de hablar de este modo! Por eso, el v. 32 tiene un sentido irrenunciable en el metalenguaje del nuestra narración. Es la clave: “y se decían el uno al otro: ¿no ardía nuestro corazón cuando por el camino nos hablaba y nos explicaba (nos abría) las Escrituras?”.

N.F. Para una mayor profundización en este hermoso relato remito a mi artículo titulado: ”Los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35): pedagogía de la resurrección. El texto en su identidad dinámica”, ISIDORIANUM, 25 (2004) 167-185.

1Pe 1, 17-21 (2ª lectura Domingo III de Pascua)

Nuestra esperanza está en Dios

La IIª Lectura, de la carta Iª de Pedro (1,17-21) insiste poderosamente en el kerygma del misterio de la Pascua, de la muerte y la Resurrección de Jesús. Propone, que no es el oro y el poder lo que cambiará la historia, aunque muchos hombres consideren que eso es lo que moviliza este mundo. El oro, el poder, las armas, traen la tragedia a nuestros pueblos: la guerra y los nacionalismos. Pero en el misterio de la Pascua, que es el misterio del «sin poder», se abre todo a la esperanza y a la vida que permanece para siempre.

Hch 2, 14. 22-33 (1ª lectura Domingo III de Pascua)

La fuerza de kerygma

La Iª Lectura de este Domingo (Hechos 2,14.22-33) se toma del discurso de Pedro el día de Pentecostés y es el prototipo del primer anuncio (kerygma) que los apóstoles proclamaban ante los judíos, y ante todos los hombres. Consistía en proponer al mundo la muerte en la cruz y la Resurrección de Jesús de Nazaret como el acontecimiento más importante de la historia de la salvación. Los “discursos”, en los Hechos de los Apóstoles, le dan a la narración toda la fuerza catequética del mensaje. Aunque provienen de la tradición primitiva, en realidad están redactados y actualizados por Lucas.

Este discurso concretamente está organizado en tres partes: (a) Invitación a escuchar: «Escuchad Israelitas» (v. 22a); (b) Exposición del acontecimiento fundamental: Dios ha resucitado a Jesús el Nazareno (v. 22b-24); (c) Un apoyo o testimonio en la Escritura, que es el Sal 16,8-11 (vv. 25-28). De alguna manera, los cristianos siguieron las pautas de lo que eran los discursos del libro de Deuteronomio (cf. Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1; etc.) y en la misma tónica de los profetas que anunciaban algo decisivo a Israel. Porque los discursos “kerygmáticos” que anuncian el valor y la muerte de Jesús tienen un carácter profético.

Proclamar la muerte de Jesús, sin embargo, no podía hacerse sin poner de manifiesto las causas y los motivos de la vida de Jesús, quien por sus palabras y sus hechos extraordinarios hizo presente la liberación de Dios; liberación que debía recordarles a los judíos la liberación de la esclavitud de Egipto. Pero ellos no vieron en la vida de Jesús una vida liberadora, sino que lo “crucificaron” por medio de los “impíos” (anomoi), los romanos, que eran los “sin ley” para los judíos. Aquí no debemos hacer, de ninguna manera, una lectura antisemita del texto. Los cristianos, al menos, no lo debemos hacer porque la responsabilidad de la muerte de Jesús no es de un pueblo, sino de los responsables de su religión y de los responsables romanos. No obstante, tampoco se puede ocultar que la muerte de Jesús es el resultado del rechazo a su predicación liberadora, aunque en el mismo v. 13 se ponga de manifiesto que todo esto ocurre “según el designio de Dios”. Pero dicho designio no se refiere a la muerte en sí, muerte ignominiosa de la cruz, sino al valor de esa muerte como causa de redención y salvación para todos.

La respuesta de Dios a la muerte de Jesús, teniendo en cuenta ese designio divino, es la resurrección. Dios lo ha liberado de los “dolores de la muerte” (v. 24), como si fuera un parto. Así como en el parto la madre y el hijo sufren hasta que los dos se abrazan en un misterio de vida nueva, de la misma manera, el dolor de la muerte de Jesús lleva al abrazo divino de la vida nueva del Crucificado. De la misma manera deberíamos leer e interpretar el misterio de nuestra propia muerte y la esperanza de nuestra propia resurrección. Morir para nosotros debería ser un parto que nos lleva a la vida nueva y verdadera. El discurso de Pedro se apoya (vv. 25-28) en el Sal 16 en el que se nos manifiesta un creyente que confía en Dios hasta pensar que no verá la corrupción. Como a Israel le costó mucho expresar su fe en la vida después de la muerte, el que se use este salmo aquí, quiere decir que pronto en la comunidad cristiana se consideró este salmo como un canto mesiánico en toda su dimensión.

Por ello, cuando se habla de la fuerza de la palabra de Dios en los cristianos primitivos, esa fuerza no consistía en otra cosa que en la fuerza que tenía la misma muerte y resurrección de Jesús. Es una fuerza que cambia los corazones y, si cambia los corazones, cambia también la historia; porque en la muerte de Jesús, en la cruz concretamente, la muerte ignominiosa de esclavos y revolucionarios, se revela todo el amor de Dios por nosotros; y en la Resurrección se revela el poder de Dios sobre la muerte de Jesús y sobre la de todos los hombres.

Comentario al evangelio – Lunes II de Pascua

El salmo empieza con un ruido, una sublevación de los reyes, como si la orientación histórica, el futuro de la humanidad, estuviera en manos de los hombres, de los que gobiernan las naciones, incluso en contra de Dios. Lo que estamos viviendo en estos momentos de pandemia nos lleva percibir que el futuro no está garantizado: no somos omnipotentes; nuestros proyectos, programaciones, rutinas… se han escapado de nuestras manos; nuestra finitud se muestra, ahora más que nunca, a flor de piel.

Pero esto no significa que hay que rendirse. El refrán del salmo “Dichosos los que se refugian en ti, Señor” proclama la dicha de quien se acoge a Dios. Buscar refugio o acogida en el Señor es un acto de confianza total en Dios, en cuyas manos están los hilos de la Historia y de nuestra historia particular, de nuestra vida. Lo mismo dice, con la imagen del viento, el Evangelio: “el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabemos de dónde viene ni adónde va”.  Él es el “punto omega” hacia el que se encamina todo lo creado.

Por eso, orar con este salmo es situarse ante Dios, deponer la rebeldía y el deseo de omnipotencia y saberse acogido desde nuestra fragilidad en las manos de Dios. Este es, en el fondo, el tema del dialogo de Jesús con Nicodemo, que nos acompañará en los próximos días: ¿la salvación es fruto del cumplimiento de la Ley o es un don gratuito de Dios?

El Evangelio nos sitúa en la noche. Muchos de nosotros nos sentimos como en una larga noche. Necesitamos una luz que alumbre nuestras preguntas, nuestros miedos, nuestras incertidumbres. Nicodemo, trae consigo muchas dudas, pero busca la respuesta. Y la encuentra. No de la forma que buscaba, en un Mesías poderoso, que todo puede solucionar como por arte de magia, sino en el Hijo del hombre elevado en la cruz, prueba suprema del amor del Padre hacia la humanidad.

Para comprender esto es necesario nacer de lo alto, es decir, aceptar la vida como don, del que no podemos disponer por nosotros mismos. Aceptar nuestra existencia como don es, en definitiva, acoger la filiación divina regalada por el Hijo de Dios y vivirla con en fraternidad, que es consecuencia de esta filiación.

Eguione Nogueira, cmf