Comentario – Lunes III de Pascua

La escena se desarrolla junto al lago de Tiberíades. Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embargaron y fueron a Cafanaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago le preguntaron: Maestro, ¿cuándo has venido aquí? La pregunta esconde el deseo de encontrarse de nuevo con él tras haber comido pan hasta saciarse. Jesús evalúa este deseo y les dice: Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciarosTrabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios. Jesús pone el motivo de su búsqueda en algo tan terrenal o tan carnal como haber saciado su estómago hambriento con el pan proporcionado. Al parecer ni siquiera habían reparado en el valor de signo de este hecho, quedándose en la mera satisfacción corporal.

Pero Jesús quería significar algo con aquella multiplicación de panes, que era un signo de comunión, una especie de anticipo del banquete mesiánico, y al mismo tiempo un signo de su poder y de su bondad. Me buscáis, les dice, no porque habéis visto signos, sino por la utilidad que os reportan mis acciones, la salud que os proporcionan mis palabras y mis contactos y el pan que calma vuestra hambre. Pero éste es un alimento que perece. Jesús quiere elevar sus miras y les orienta hacia otro alimento no perecedero, un alimento que perdura y que les será dado también por el Hijo del hombre, aquel a quien Dios ha sellado con su Espíritu. Al expresarse en estos términos, Jesús quiere abrir el apetito de sus seguidores por un alimento de otra índole, un alimento con capacidad para saciar el hambre más específicamente humana, hambre de verdad, de belleza, de unidad, de amor, de vida, en el sentido más hondo y amplio de la palabra. Se trata de un alimento que perdura y hace perdurar y que es él mismo en cuanto pan de vida pan bajado del cieloMi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida, dirá más tarde.

Jesús les habla de trabajoTrabajad no por el alimento que perece… Al hilo de palabra tan sugerente, le preguntan: ¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere? Entienden que están en este mundo, entre otras cosas, para trabajar; y que han de trabajar para comer. Pero Jesús parece sugerir la idea de un trabajo que no busca la adquisición del alimento perecedero, sino de otro tipo de alimento. Tal sería el trabajo en el que habría que empeñarse conforme al querer de Dios.

¿Cuáles son, por tanto, los trabajos que Dios quiere, y cómo ocuparse en ellos? Y Jesús les responde: Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado. ¿Es que creer es un trabajo? Nadie hubiese presentado la fe como un trabajo por mucho esfuerzo que pudiera suponernos el creer. ¿No es la fe más bien un hábito o disposición que se tiene o no se tiene? ¿No es una ‘posesión’ (=actitud) donada, heredada o adquirida? Nosotros decimos que la fe es un don del mismo Dios que sale a nuestro encuentro y la provoca al salirnos al paso. Esto no impide que la fe sea también un acto (humano) de asentimiento por parte del creyente que se adhiere a la verdad propuesta o a la persona que propone el mensaje. Creer en el que Dios ha enviado no parece requerir otra cosa que este asentimiento a la persona que se presenta como enviada de Dios; por tanto, un acto de confianza en esa persona, y antes en el Dios al que representa. No se puede creer en el enviado de Dios si no se cree antes en Dios, en un Dios capaz de enviar a alguien. Pero ¿qué tiene esto de trabajo? Todo trabajo implica dedicación, derroche de energías, atención a la labor que se realiza, esfuerzo. Pues bien, Jesús parece aludir a esto cuando habla de la fe como trabajo que Dios quiere.

El mantenimiento de la fe –y la fe no se mantiene si no crece- supone dedicación y esfuerzo. Acaba siendo tarea de toda una vida. En realidad, todo lo que puede deteriorarse con el paso del tiempo –una casa, un coche, un huerto, una persona- reclama para su mantenimiento y conservación de dedicación o cuidado y esfuerzo. Si la conservación de la memoria exige un ejercicio, acompañado de esfuerzo, constante, también y con más razón la fe. La fe se conserva y crece ejercitándola, dedicándole tiempo, alimentándola con palabras, lecturas, razonamientos favorables, protegiéndola frente a las amenazas, defendiéndola de las agresiones. La fe tiene el valor de una vida –o ser vivo- que requiere cuidados, atenciones y protecciones, sobre todo cuando se encuentra en su fase más infantil o tierna. Y todo eso es trabajo: los trabajos de la fe. Si no queremos perderla, trabajemos por ella y estaremos trabajando por el alimento que perdura para la vida eterna. Muchos de los que han perdido la fe bautismal –una simple semilla-, la perdieron porque no le prestaron ninguna atención, porque dejaron de trabajar en ella muy pronto, ya que dejó de interesarles a una edad demasiado temprana, cuando apenas habían entrado en la pubertad o la adolescencia. Recuperar el interés por la fe es crucial para mantenerla suficientemente viva. Sólo una fe viva nos puede ser útil para afrontar las inevitables situaciones de sufrimiento y muerte con las que nos encontraremos, lo queramos o no.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística