Comentario – Sábado III Pascua

La disputa que las palabras de Jesús habían originado entre los judíos alcanza también a sus discípulos, que las escuchan entre el desconcierto y la incredulidad. Decían: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? Calificar de «duro» su modo de hablar es destacar lo difícil de digerir que resultaba; tanto que se hacía ‘inaceptable’. Luego el discurso en el que Jesús se proponía como pan de vida y, por tanto, en el que se mostraba más dispuesto a la inmolación y al sacrificio, resultó ser el más escandaloso: esa piedra de tropiezo que apartó a muchos de sus hasta entonces seguidores de su lado. Y él, advirtiendo esto, les dice: ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? Y continua: El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.

Jesús parece asombrarse de esta falta de fe ante palabras tan cargadas de espíritu y vida. Y lo que realmente vale, según él, es el espíritu, porque sólo el espíritu tiene el carácter de lo perenne o de lo perdurable; la carne es demasiado frágil y perecedera como para darle tanto valor; pero ¡está tan ligada al espíritu en el hombre! Si esto es así, cuando Jesús habla de su «carne» como comida que da vida eterna no puede estar aludiendo a una carne corruptible, sino a una carne espiritual o carne portadora de ese Espíritu que da vida, al modo de esas palabras suyas que son espíritu y vida. Pero si ante palabras tan espirituales y vivificantes hay todavía quienes no creen es porque para creer se requiere además la atracción o la moción interna del Padre: Nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede. Ya lo había dicho con anterioridad, y lo vuelve a repetir: es imposible adherirse a Cristo mediante la fe si el Padre no lo concede.

Aquí ofrece Jesús una misteriosa explicación a la existencia de la incredulidad humana. Dios, sin embargo, tendría que querer la fe de todos en su enviado; ¿por qué a algunos no les concede esta adhesión de fe?; ¿por qué no hace añicos esta resistencia? He aquí el misterio de la libertad humana braceando en el océano de la potencia divina. Bastaría una mínima atracción por parte de Dios para encaminar la voluntad de cualquiera en una dirección; y sin embargo en muchos casos no parece producirse esta moción. Y si se produce, ¿tiene el hombre en su poder capacidad para resistir esta fuerza; pues, por muy ligera que sea, no deja de ser divina? La resistencia, en cambio, es sólo humana; ¿y qué puede lo humano frente a lo divino?

El evangelista subraya la desbandada provocada por las palabras de Jesús entre sus discípulos: Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. El hecho es tan notorio que a Jesús no le queda prácticamente otra compañía que la de los Doce. A ellos se dirige con un cierto pesar: ¿También vosotros queréis marcharos? Los Doce son sus elegidos; de ellos espera la máxima lealtad, aunque conoce también sus debilidades. También ellos estaban desconcertados. También ellos consideraban que su lenguaje era «duro». También ellos palpaban, desasosegados, el desánimo reinante. También ellos sentían la tentación de dejarlo. Pero había algo que les retenía a su lado y que no se explican muy bien lo que es. Pedro lo pone al descubierto cuando responde a la pregunta de Jesús con estas palabras: Señor, ¿a quien vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.

La realidad es que no encuentran a nadie mejor a quien acudir, a nadie que les merezca más confianza y crédito, a nadie que les haya mostrado mayor autoridad. Pedro reconoce a sus palabras la carga de espíritu y vida que los demás no ven. Por eso –y habla en plural, como en nombre de todos los que han permanecido a su lado- nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de DiosLa fe incorpora un elemento de certeza tal que se convierte en un saber, verificado constante en la misma experiencia de fe. Nosotros creemos, y porque creemos sabemos, es decir, estamos ciertos de que él es el Santo de Dios. ¿En qué bando nos situamos nosotros? ¿En el de aquéllos que, por considerar que su lenguaje era duro, lo abandonaron y dejaron de ir con él, o en el de quienes entienden, como Pedro, que no hay persona más autorizada a quien acudir y que sólo él tiene palabras de vida eterna, aun contando con que tales palabras nos resulten duras e incomprensibles?

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística