Vísperas – Lunes VII de Pascua

VÍSPERAS

LUNES VII DE PASCUA

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. 
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

SALMO 122: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO

Ant. Será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor. Aleluya.

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor. Aleluya.

SALMO 123: NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. La trampa se rompió, y escapamos. Aleluya.

Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
-que lo diga Israel-,
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los hombres,
nos habrían tragado vivos:
tanto ardía su ira contra nosotros.

Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
nos habrían llegado hasta el cuello
las aguas espumantes.

Bendito el Señor, que no nos entregó
en presa a sus dientes;
hemos salvado la vida, como un pájaro
de la trampa del cazador:
la trampa se rompió, y escapamos.

Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. La trampa se rompió, y escapamos. Aleluya.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Aleluya.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Aleluya.

LECTURA: Rm 8, 14-17

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

RESPONSORIO BREVE

R/ El Espíritu Santo Aleluya, aleluya.
V/ El Espíritu Santo Aleluya, aleluya.

R/ Será quien os lo enseñe todo.
V/ Aleluya, aleluya.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ El Espíritu Santo Aleluya, aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El Espíritu Defensor vive con vosotros y está con vosotros. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Espíritu Defensor vive con vosotros y está con vosotros. Aleluya.

PRECES

Demos gracias a Cristo, que, por medio del Espíritu Santo, levantó la esperanza de los apóstoles y llena de dones a la Iglesia, y, unidos a todos los fieles, supliquémosle, diciendo:

Levanta, Señor, la esperanza de tu Iglesia.

Señor Jesús, mediador entre Dios y los hombres, tú que has elegido a los sacerdotes como colaboradores tuyos,
— haz que por la acción de su ministerio todos los hombres lleguen al Padre.

Haz que los pobres y los ricos se ayuden mutuamente, reconociéndote a ti como único Señor,
— y que los ricos no pongan su gloria en sus bienes.

Revela tu Evangelio a todos los pueblos,
— para que todos alcancen el don de la fe.

Envía tu Espíritu consolador a los que viven desconsolados,
— para que enjugué las lágrimas de los que lloran.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Purifica a los difuntos de todas sus culpas,
— y recíbelos en tu reino junto con tus santos y elegidos.

Unidos a Jesucristo, supliquemos ahora al Padre con la oración de los hijos de Dios:
Padre nuestro…

ORACION

Derrama, Señor, sobre nosotros la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos cumplir fielmente tu voluntad y demos testimonio de ti con nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Lunes VII de Pascua

1) Oración inicial

Derrama, Señor, sobre nosotros la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos cumplir fielmente tu voluntad y demos testimonio de ti con nuestras obras. Por nuestro Señor.

2) Lectura

Del santo Evangelio según Juan 16,29-33
Le dicen sus discípulos: «Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios.» Jesús les respondió: «¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo.»

3) Reflexión

• El contexto del evangelio de hoy sigue siendo el ambiente de la Ultima Cena, ambiente de convivencia y de despedida, de tristeza y de expectativa, en el cual se refleja la situación de las comunidades de Asia Menor de finales del primer siglo. Para poder entender bien los evangelios, no podemos nunca olvidar que no relatan las palabras de Jesús como si fuesen grabadas en un CD para transmitirlas literalmente. Los evangelios son escritos pastorales que procuran encarnar y actualizar las palabras de Jesús en las nuevas situaciones en que se encontraban las comunidades en la segunda mitad del siglo primero en Galilea (Mateo), en Grecia (Lucas), en Italia (Marcos) y en Asia Menor (Juan). En el Evangelio de Juan, las palabras y las preguntas de los discípulos no son sólo de los discípulos, sino que en ellas afloran también las preguntas y los problemas de las comunidades. Son espejos, en los que las comunidades, tanto las de aquel tiempo como las de hoy, se reconocen con sus tristezas y angustias, con sus alegrías y esperanzas. Encuentran luz y fuerza en las respuestas de Jesús.

• Juan 16,29-30: Ahora estás hablando claramente. Jesús había dicho a los discípulos: pues el Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre (Jn 16,27-28). Al oír esta afirmación de Jesús, los discípulos responden: Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios. Los discípulos pensaban que lo entendían todo. Sí, realmente, ellos captaron una luz verdadera para aclarar sus problemas. Pero era una luz aún muy pequeña. Captaron la semilla, pero de momento no conocían el árbol. La luz o la semilla era una intuición básica de la fe: Jesús es para nosotros la revelación de Dios como Padre: Por esto creemos que has salido de Dios. Pero esto no era que el comienzo, la semilla. Jesús mismo, era y sigue siendo una gran parábola o revelación de Dios para nosotros. En él Dios llega hasta nosotros y se nos revela. Pero Dios no cabe en nuestros esquemas. Supera todo, desarma nuestros esquemas y nos trae sorpresas inesperadas que, a veces, son muy dolorosas.

• Juan 16,31-32: Me dejaréis solo, pero yo no estoy solo. El Padre está conmigo. Jesús pregunta: «¿Ahora creéis? El conoce a sus discípulos. Sabe que falta mucho para la comprensión total del misterio de Dios y de la Buena Nueva de Dios. Sabe que, a pesar de la buena voluntad y a pesar de la luz que acabaron de recibir en aquel momento, ellos tenían que enfrentarse todavía con la sorpresa inesperada y dolorosa de la Pasión y de la Muerte de Jesús. La pequeña luz que captaron no bastaba para vencer la oscuridad de la crisis: Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Esta es la fuente de la certeza de Jesús y, a través de Jesús, ésta es y será la fuente de la certeza de todos nosotros: El Padre está conmigo. Cuando Moisés fue enviado para la misión a liberar al pueblo de la opresión de Egipto, recibió esta certeza: “¡Va! Yo estoy contigo” (Ex 3,12). La certeza de la presencia libertadora de Dios está expresada en el nombre que Dios asumió en la hora de iniciar el Éxodo y liberar a su pueblo: JHWH, Dios con nosotros: Este es mi nombre para siempre (Ex 3,15). Nombre que está presente más de seis mil veces solo en el Antiguo Testamento.

• Juan 16,33: ¡Animo! Yo he vencido al mundo. Y viene ahora la última frase de Jesús que anticipa la victoria y que será fuente de paz y de resistencia tanto para los discípulos de aquel tiempo como para todos nosotros, hasta hoy: Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo. “Con su sacrificio por amor, Jesús vence al mundo y a Satanás. Sus discípulos están llamados a participar en la lucha y en la victoria. Sentir el ánimo que él infunde es ya ganar la batalla.” (L.A.Schokel)

4) Para la reflexión personal

• Una pequeña luz ayudó a los discípulos a dar un paso, pero no iluminó todo el camino. ¿Has tenido una experiencia así en tu vida?
• ¡Animo! ¡Yo he vencido al mundo! Esta frase de Jesús ¿te ha ayudado alguna vez en tu vida?

5) Oración final

Guárdame, oh Dios, que en ti me refugio.
Digo a Yahvé: «Tú eres mi Señor,
mi bien, nada hay fuera de ti».
Yahvé es la parte de mi herencia y de mi copa,
tú aseguras mi suerte. (Sal 16,1-2,5)

Se llenaron de alegría al ver al Señor

De la tristeza a la alegría

Para los discípulos habían sido tres años intensos de convivencia con Jesús. Dialogaron con Él, escucharon su predicación, presenciaron sus gestos, asistieron a sus milagros, compartieron ilusiones y desilusiones, le vieron orar, y al final, después de haber cenado juntos, se dispersaron. Humanamente hablando, todo había sido una bella historia de amistad y descubrimientos mutuos. Ahora todo les hacía pensar que había sido una aventura truncada por la muerte. De hecho, les costó creer a las mujeres y a los de Emaús, cuando les dijeron que habían visto resucitado al Señor. Cuando estamos tristes nos cuesta ver fuera de nosotros mismos. En la memoria dolorida de los discípulos no había lugar para la esperanza, solo para la tristeza y el miedo. Y cerraron las puertas. De pronto, la suerte cambia. El Resucitado se hace presente en medio de ellos. Comprende su turbación. Les desea paz. Les encomienda perdonarse unos a otros su desaliento y falta de fe. Y ellos se llenan de alegría. Posiblemente entendieron en ese momento las palabras de Jesús cuando les había anunciado su muerte de cruz. Y entendieron que en la vida de un seguidor de Jesús debe primar la alegría, porque Él está con nosotros, siempre y en toda ocasión, hasta el final de los siglos. No hay lugar para el miedo. Hay que abrir las puertas porque fuera de nuestra casa hay muchas personas que aún esperan palabras de vida.

Sopló sobre ellos y les dio su Espíritu (Jn 20, 22)

Jesús les había prometido que pasara lo que pasase no les dejaría solos: Él pediría al Padre que les enviara al Espíritu para que estuviese siempre con ellos. Es el Espíritu que crea y da vida, el Espíritu de la verdad, el Espíritu que consuela y que impulsa, el que renueva la faz de la tierra y los corazones de todos los humanos. Es el Espíritu que nos mueve a reconocer a Jesús como Señor. 

Comunica a cada uno de nosotros el sentido que encierra el misterio de Jesús. Es el Espíritu que nos transforma interiormente y nos hace dignos y capaces de continuar su historia en nuestra historia. Son los dones y frutos del Espíritu que hemos aprendido en la tradición de nuestra Iglesia, las acciones de Dios en nuestras personas, que somos su templo, para vivir con sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de ofenderle. Un conjunto de actitudes que tienen como trasfondo el amor.

En la liturgia de hoy, la secuencia canta todas esas acciones de Dios en nuestras vidas. Nos hará mucho bien como cristianos recordar esa bellísima pieza y experimentar cada día el amor benévolo y cuidadoso del Dios padre del pobre (¿quién de nosotros no lo es de algún modo?) que nos otorga perdón, consuelo, descanso, gozo; y que nos cura de la indiferencia hacia los otros, de la insensibilidad ante la dolencia y la necesidad ajenas, de tanta puerta cerrada a lo nuevo y desconocido.

El Espíritu da en nuestro interior testimonio de nuestra auténtica y radical condición: somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien le acerca y le une a las circunstancias concretas de nuestra vida y nuestro mundo. Estamos llamados a ser perfectos, como lo es el Padre. A ser santos, como Jesús es santo. No tenemos otro modelo de perfección y santidad que la persona de Jesús: sus valores, sus apuestas y su entrega sin condiciones. Una vida en la fe y una responsabilidad en el amor en las que nadie nos sustituye.

En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común (I Cor 12,7)

 Sin embargo, el Espíritu no es derramado en nosotros como un don individual. El santo cristiano no es un asceta ni un místico solitario. El Espíritu anima a la comunidad cristiana, a la Iglesia enviada como Jesús al mundo para un servicio de amor.

El relato de los Hechos sobre lo que significó este día para los primeros cristianos es elocuente y está plagado de signos del vigor con el que el Espíritu se manifestó: el ruido del cielo, el viento recio, las llamaradas de fuego que se posaban en cada uno de ellos. Son signos de que la presencia prometida del Espíritu pone en marcha decididamente y con audacia alguno nuevo.

Hay tres acentos muy propios de este día.  Uno primero: que las puertas de la casa se abrieron para que las maravillas de Dios sean oídas por todos. La Iglesia nace evangelizando. La evangelización es su denominación de origen. La Iglesia no se tiene como finalidad a sí misma, sino al mundo, donde se abre paso el Reino por la presencia activa del Resucitado. La Iglesia no es una organización sin más, sino el cuerpo de Cristo animado por el Espíritu. Se ha dicho que: “Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, mera organización más; la misión, simple propaganda; el culto, una evocación mágica; la moral, una disciplina de esclavos”.

En segundo lugar, que en esa comunidad nueva, cada uno conserva su personalidad y sus dones. La riqueza de la Iglesia es la riqueza de sus miembros. No todos hacemos lo mismo, ni pensamos o sentimos por igual, pero todos servimos a lo mismo. Pablo nos decía en su carta a los Corintios que: “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”. Esto exige el respeto de cada uno al don de los otros, sin recelos, envidias, imposiciones o avasallamientos. La pluralidad interna de la Iglesia no es una amenaza, sino un obsequio de Dios. La unidad, tampoco en esto, es uniformidad.

Por último, la comunidad de Hechos es una comunidad que se hace entender en diversas lenguas. La lengua expresa un modo de ser. Ninguna de ellas puede erigirse en vehículo privilegiado y único de evangelización. La Iglesia es una comunidad enviada a todos los pueblos y a todas las culturas. La evangelización no es tanto un ejercicio de elocuencia, para convencer de lo nuestro, cuanto de humildad dialogante, para avanzar con todos. Todo un programa para una Iglesia, la nuestra, necesitada de un renovado espíritu evangelizador que la saque de sus pequeñas y altivas seguridades y la resitúe en el mundo al que ha sido enviado por amor.

Fray Fernando Vela López

Comentario – Lunes VII de Pascua

Los discípulos de Jesús le reprochan más de una vez hablar en un lenguaje demasiado oscuro o enigmático. En esta ocasión, por el contrario, le dicen que habla claro, sin recurrir a esas comparaciones (=parábolas) que más que revelar, encubren. Ahora –dicen- vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios. Resulta extraño que aquellos «torpes» discípulos digan que ya no necesitan hacerle preguntas, como si todo se les hubiese esclarecido de repente y la fe en él se hubiese abierto camino en medio de las anteriores dificultades. Es como si hubiese salido el sol para sus mentes y hubiesen desaparecido todas las nubes interpuestas en su camino. Se trata de esa fe que le confiesa salido de Dios: venido de parte de Dios (=enviado) y tal vez engendrado (=Hijo) del mismo Dios.

Pero Jesús no se deja engañar por estas aparentes, y fugaces, claridades sobrevenidas tras días de nubarrones, o por estos entusiastas arrebatos de fe, y les dice: ¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Anuncia, pues, tiempos de dispersión para los que confiesan una lealtad inquebrantable; y es que no bastan los buenos propósitos para las voluntades débiles y enfermizas, sujetas a todo tipo de miedos y de presiones. Y así fue. Su prendimiento en el huerto desató la inmediata dispersión de esos discípulos que le habían acompañado hasta entonces. No fueron capaces de afrontar los riesgos del momento. Sólo acontecimientos posteriores restablecerían la situación y harían de aquellos temerosos y amedrentados hombres testigos insobornables del Resucitado. Ciertamente le dejaron solo de compañía humana; pero nunca estará solo, porque tendrá siempre junto a sí y en sí a su Padre del cielo. Es una presencia (paterna) que no le abandonará nunca. Ni siquiera en esos momentos de soledad y de oscuridad que le hacen gritar: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?, se siente solo, puesto que está implorando a su Padre con una oración sálmica. La presencia sorda o silenciosa de su Padre sigue estando ahí, en esos momentos de dolor profundo y desgarrador. No está solo. Su Padre sigue estando con él.

La premonición anterior, sin embargo, no le impide dirigir a sus discípulos palabras tranquilizadoras y estimulantes: Os he hablado de esto para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor. Yo he vencido al mundo. No podrán pasar por el mundo sin tener que afrontar luchas. Las luchas son inevitables en esta vida. Vivir es luchar. Pero en medio de tales luchas se puede encontrar la paz y se puede vencer; porque él ha vencido al mundo y nos permite compartir su victoria o vencer con él. Ambas cosas nos son posibles: encontrar la paz en él y vencer con él. Se trata de una paz compatible con las luchas (cárceles, enfermedades, humillaciones, empeños, trabajos, etc.), porque se sitúa a un nivel más profundo que el de las mismas luchas, aunque éstas también afecten a los niveles psicológicos y físicos de nuestra vida. Pero es una paz muy ligada a la victoria sobre el mundo, que es superación de tentaciones y ensoñaciones y liberación de servidumbres que nos esclavizan.

Con la victoria sobre el mundo turbulento de las pasiones sobreviene la paz. Pero sólo el que nos ayuda a vencer sobre ese mundo puede proporcionarnos esta paz, casi inalterable, porque se sustenta en aquel que ha vencido al mundo. Todos deseamos la paz. Hasta quienes hacen la guerra desean esa paz que esperan conseguir tras alcanzar la victoria. Pero aunque todos la desean, no todos la alcanzan, porque hay acciones que son generadoras de nuevos conflictos, creándose una espiral que nunca da con el orden seguro en que consiste la paz. Y en un mundo dividido por el pecado, la misma presencia del pacificador que viene a unir lo que el pecado divide engendra desorden, o mejor, saca a la luz el desorden existente que imposibilita la paz de los afectados por el mismo. Sólo los que permiten la instauración de ese orden en sus corazones dejan que la paz se siembre en el mundo: la paz que tiene su origen en Dios y de la que Jesús es portador, enfrentando el mal que divide y pacificando los corazones en conflicto consigo mismos y con los demás. Ojalá que encontremos la paz, que es posible encontrar en este mundo, en él.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores»

IV. El Presbiterio

75. El Obispo y los sacerdotes de la diócesis.

En el ejercicio de la cura de las almas, la principal responsabilidad recae sobre los presbíteros diocesanos que, por la incardinación o por la dedicación a una Iglesia particular, están consagrados enteramente a su servicio para apacentar una misma porción de la grey del Señor. Los presbíteros diocesanos, en efecto, son los principales e insustituibles colaboradores del orden episcopal, revestidos del único e idéntico sacerdocio ministerial, del que el Obispo posee la plenitud. El Obispo y los presbíteros son constituidos ministros de la misión apostólica; el Obispo los asocia a su solicitud y responsabilidad, de modo que cultiven siempre el sentido de la diócesis, fomentando, al mismo tiempo, el sentido universal de la Iglesia.(187)

Como Jesús manifestó su amor a los Apóstoles, así también el Obispo, padre de la familia presbiteral, por medio del cual el Señor Jesucristo, Supremo Pontífice, está presente entre los creyentes, sabe que es su deber dirigir su amor y su atención particular hacia los sacerdotes y los candidatos al sagrado ministerio.(188)

Guiado por una caridad sincera e indefectible, el Obispo preocúpese de ayudar de todos los modos posibles a sus sacerdotes, para que aprecien la sublime vocación sacerdotal, la vivan con serenidad, la difundan en torno a ellos con gozo, desarrollen fielmente sus tareas y la defiendan con decisión.(189)


187 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 2, 7; Constitución dogmática Lumen Gentium, 28; Decreto Christus Dominus, 15; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 47.

188 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 7; Codex Iuris Canonici, can. 384.

189 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 28; Decreto Presbyterorum Ordinis, 10; Codex Iuris Canonici, can. 384; Sínodo de los Obispos, Ultimis Temporibus, Pars altera, II, 1.

Homilía – Pentecostés

1.- Las maravillas de Dios en la propia lengua (Hch 2, 1-11)

Con la solemnidad de Pentecostés culminan los acontecimientos de la Pascua, termina «el día en que actuó el Señor» a favor de Jesús y de la comunidad de los discípulos. A ellos se lo dio Dios como Pastor y Cabeza del nuevo Pueblo, construido con la fuerza del Espíritu.

El ruido del fuerte viento…, las llamaradas de fuego sobre las cabezas…, todas son imágenes para describir lo inefable, la honda realidad interior: «Se llenaron todos de Espíritu Santo». Todos los que estaban reunidos en aquel mismo lugar, con «María, la Madre de Jesús»…, y todos los que acudieron tienen la misma experiencia: «Escuchar las maravillas de Dios en la propia lengua».

El contraste con Babel es pretendido: en Babel, confusión de lenguas; en Pentecostés, comunión de idioma, «con-vocación», una llamada común a gentes dispersas distantes geográfica y culturalmente. Y ocurre una nueva maravilla de Dios: su Espíritu comienza a formar en torno a Cristo un nuevo Pueblo de toda raza, legua y nación.

Es preciso escuchar las maravillas de Dios en «la y propia lengua», en la propia situación, en el propio ambiente, en el lenguaje en que cada cual entiende y se expresa. El Espíritu «diversifica» para unir, se expande para convocar.

 

2.- Diversidad de dones, pero un mismo Espíritu (1Cor 12, 3b-7.12-13)

También en la Iglesia, el Espíritu es fuente de diversidad y de unidad. La diversidad de carismas, de dones y servicios es una riqueza que el Espíritu regala a la Iglesia… Como ricos son los diferentes miembros que componen la única realidad del cuerpo. Somos muchos y diferente No está en la diversidad el pecado; el pecado es «la algarabía» desordenada que produce la diversidad sin la conciencia de la unidad que la origina: «Un solo Espíritu; un solo Señor; un solo Dios».

Como al cuerpo le son necesarios todos los miembros, así todos los dones, ministerios y carismas son necesarios a la Iglesia. Su unidad no significa uniformidad No se trata, en efecto, en el ser una sola cosa, de tener una misma «forma externa»… No somos «uniformados». Se trata de la unidad de corazones en la misma confesión: un solo cuerpo.

Y también, como en el cuerpo, son diversas las funciones, pero son complementarias. No todos hacemos lo mismo pero todo lo hacemos en función de lo mismo; de que el cuerpo esté completo, de que en él desarrolle la plenitud de la vida en el Espíritu.

3.- Resurrección y Pentecostés (Jn 20, 19-23)

El cuarto evangelio no separa Resurrección y Pentecostés. El Espíritu que da la vida y la gloria al Resucitado pasa de él a los discípulos, en continuidad de vida y de experiencia.

La experiencia del Resucitado es la experiencia de su Espíritu entregado y recibido. El envío que hace posible el Espíritu recibido acontece «el primer día de la semana», cuando Jesús resucitado se aparece a los discípulos, deseándoles la paz y mostrándoles sus manos y costado con las heridas de gloria: «Como el Padre me ha enviado…, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo».

El Espíritu para el envío, con la fuerza del perdón que regenera y hace nuevas las cosas y cambia los corazones: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados».

Con Pentecostés se pone en marcha la Iglesia, para hacer posible en cada hombre y mujer de toda la historia la experiencia de la Pascua; la experiencia nueva de la Pascua del Señor: «En el Pentecostés de la concordia/ encontró, al fin, el hombre el buen camino/ que en la esperanza y la misericordia/ lo lleva —dios con Dios— a su destino».

De Babel a Pentecostés

Sinaar es una historia de egoísmo…,
de no querer poblar la tierra entera,
de hacerse el hombre Dios a su manera,
rizando, necio, el rizo del autismo…

(Escalar el empíreo de sí mismo,
vivir en suficiencia pordiosera,
confundir la razón con la quimera,
el laurel de la gloria y el abismo…).

Sinaar fue la Babel de la discordia.
Así pudo cumplirse el plan divino.
En el Pentecostés de la concordia

encontró, al fin, el hombre el buen camino,
que en la esperanza y la misericordia
lo lleva —dios con Dios— a su destino…

 

Pedro Jaramillo

Jn 20, 19-23 (Evangelio Pentecostés)

La paz y el gozo, frutos del Espíritu

El evangelio de hoy, Juan (20,19-23), nos viene a decir que desde el mismo día en que Jesús es resucitó de entre los muertos, su comunicación con los discípulos se realizó por medio del Espíritu. El Espíritu que «insufló» en ellos les otorgaba discernimiento, alegría y poder para perdonar los pecados a todos los hombres. El saludo de la paz, shalom, se repite en el relato por dos veces para confirmar algo que va mucho más allá del saludo cotidiano en el mundo bíblico y entre los judíos. Es el saludo de parte de Dios y es el saludo para preparar los que les va a otorgar a los suyos: la fuerza del Espíritu Santo. De esa manera la unión entre Jesús resucitado y el Espíritu Santo es indiscutible. Será, pues, el mismo Espíritu, es que les garantice el acontecimiento de la resurrección. Pero también el de la misión.

Pentecostés es la representación decisiva y programática de cómo la Iglesia, nacida de la Pascua, tiene que abrirse a todos los hombres. Esta es una afirmación que debemos sopesarla con el mismo cuidado con el que San Juan nos presenta la vida de Jesús de una forma original y distinta. Pero las afirmaciones teológicas no están desprovistas de realidad y no son menos radicales. La verdad es que el Espíritu del Señor estuvo presente en toda la Pascua y fue el auténtico artífice de la iglesia primitiva desde el primer día en que Jesús yo no estaba con ellos.

1Cor 12, 3-7. 12-13 (2ª lectura Pentecostés)

La comunión en el Espíritu

En la IIª Lectura del día, Pablo presenta a esta comunidad la unidad de la misma por medio del Espíritu. En realidad esta sección responde a un problema surgido en las comunidades de Corinto, en las que algunos que recibían dones o carismas extraordinarios, competían entre ellos sobre cuáles era los más importantes. Pablo va a dedicarle una reflexión prolongada (cc. 12-14), pero poniendo todo bajo el criterio de la caridad (c. 13).

La diversidad de gracias y dones comunitarios no deben romper la unidad de la comunidad, porque todos necesitamos tener algo fundamental, sin la cual no se es nada: el Espíritu del Señor Jesús para confesar nuestra fe; sin el Espíritu no somos cristianos, aunque creamos tener gracias extraordinarias y hablemos lenguas que nadie entiende.

Los dones espirituales, los carismas, no son algo solamente estético, pero bien es verdad que si no se viven con la fuerza y el calor del Espíritu no llevarán a la comunión. Y una comunidad sin unidad de comunión, es una comunidad sin el Espíritu del Señor.

Hch 2, 1-11 (1ª lectura Pentecostés)

La salvación que llega por el Espíritu

Este es un relato germinal, decisivo y programático propio de Lucas, como en el de la presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere dar a entender que no se puede ser espectadores neutrales o marginales a la experiencia del Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los otros hombres. Y así, para expresar esta realidad de la acción libre y renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la historia humana. La manifestación clásica de Dios en la historia de fe de Israel, es la liberación del Exodo, que culmina en el Sinaí con la constitución del pueblo de Dios sobre el fundamento del don de la Alianza.

Pentecostés era una fiesta judía, en realidad la «Fiesta de las Semanas» o «Hag Shabu’ot» o de las primicias de la recolección. El nombre de Pentecostés se traduce por «quincuagésimo,» (cf Hch 2,1; 20,16; 1Cor 16,8). La fiesta se describe en Ex 23,16 como «la fiesta de la cosecha,» y en Ex 34,22 como «el día de las primicias o los primeros frutos» (Num 28,26). Son siete semanas completas desde la pascua, cuarenta y nueve días, y en el quincuagésimo día es la fiesta (Hag Shabu´ot). La manera en que ésta se guarda se describe en Lev 23,15-19; Num 28,27-29. Además de los sacrificios prescritos para la ocasión, en cada uno está el traerle al Señor el «tributo de su libre ofrenda» (Dt 16,9-11). Es verdad que no existe unanimidad entre los investigadores sobre el sentido propio de la fiesta, al menos en el tiempo en que se redacta este capítulo. Las antiguas versiones litúrgicas, los «targumin» y los comentarios rabínicos señalaban estos aspectos teológicos en el sentido de poner de manifiesto la acogida del don de la Ley en el Sinaí, como condición de vida para la comunidad renovada y santa. Y después del año 70 d. C., prevaleció en la liturgia el cómputo farisaico que fijaba la celebración de Pentecostés 50 días después de la Pascua. En ese caso, una tradición anterior a Lucas, muy probablemente, habría cristianizado el calendario litúrgico judío.

Pero ese es el trasfondo solamente, de la misma manera que lo es, también sin duda, el episodio de la Torre de Babel, en el relato de Gn 11,1-9. Y sin duda, tiene una importancia sustancial, ya que Lucas no se queda solamente en los episodios exclusivamente israelitas. Algo muy parecido podemos ver en la Genealogía de Lc 3,1ss en que se remonta hasta Adán, más allá de Abrahán y Moisés, para mostrar que si bien la Iglesia es el nuevo Israel, es mucho más que eso; es el comienzo escatológico a partir del cuál la humanidad entera encontrará, finalmente, toda posibilidad de salvación.

Por eso mismo, no es una Ley nueva lo que se recibe en el día de Pentecostés, sino el don del Espíritu de Dios o del Espíritu del Señor. Es un cambio sustancial y decisivo y un don incomparable. El nuevo Israel y la nueva humanidad, pues, serán conducidos, no por un Ley que ya ha mostrado todas sus limitaciones en el viejo Israel, sino por el mismo Espíritu de Dios. Es el Espíritu el único que hace posible que todos los hombres, no sólo los israelitas, entren a formar parte del nuevo pueblo. Por eso, en el caso de la familia de Cornelio (Hch 10) – que se ha considerado como un segundo Pentecostés entre los paganos-, veremos al Espíritu adelantarse a la misma decisión de Pedro y de los que le acompañan, quien todavía no habían podido liberarse de sus concepciones judías y nacionalistas

Lo que Lucas quiere subrayar, pues, es la universalidad que caracteriza el tiempo del Espíritu y la habilitación profética del nuevo pueblo de Dios. Así se explica la intencionalidad -sin duda del redactor-, de transformar el relato primitivo de un milagro de «glosolalia», en un milagro de profecía, en cuanto todos los oyentes, de toda la humanidad representada en Jerusalén, entienden hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. El don del Espíritu, en Pentecostés, es un fenómeno profético por el que todos escuchan cómo se interpreta al alcance de todos la «acción salvífica de Dios»; no es un fenómeno de idiomas, sino que esto acontece en el corazón de los hombres.

El relato de Pentecostés que hoy leemos en la Iª Lectura es un conjunto que abarca muchas experiencias a la vez, no solamente de un día. Esta fiesta de la Iglesia, que nace en las Pascua de su Señor, es como su bautismo de fuego. Porque ¿de qué vale ser bautizados si no se confiesa ante el mundo en nombre de quién hemos sido bautizados y el sentido de nuestra vida? Por eso, el día de la fiesta del Pentecostés, en que se celebraba la fiesta del don de la ley en el Sinaí como don de la Alianza de Dios con su pueblo, se nos describe que en el seno de la comunidad de los discípulos del Señor se operó un cambio definitivo por medio del Espíritu.

De esa manera se quiere significar que desde ahora Dios conducirá a su pueblo, un pueblo nuevo, la Iglesia, por medio del Espíritu y ya no por la ley. Desde esa perspectiva se le quiere dar una nueva identidad profética a ese pueblo, que dejará de ser nacionalista, cerrado, exclusivista. La Iglesia debe estar abierta a todos los hombres, a todas las razas y culturas, porque nadie puede estar excluido de la salvación de Dios. De ahí que se quiera significar todo ello con el don de lenguas, o mejor, con que todos los hombres entiendan ese proyecto salvífico de Dios en su propia lengua y en su propia cultura. Esto es lo que pone fin al episodio desconcertante de la torre de Babel en que cada hombre y cada grupo se fue por su sitio para independizarse de Dios. Eso es lo que lleva a cabo el Espíritu Santo: la unificación de la humanidad en un mismo proyecto salvífico divino.

Comentario al evangelio – Lunes VII de Pascua

YO TE RUEGO POR ELLOS


     Comenzamos unos días de preparación intensos para el gran acontecimiento de Pentecostés, pasando antes por la Ascensión, como momento en que la presencia de Jesús entre los suyos toca a su fin, para comenzar a estar presente de otra manera: por su Espíritu. Lo haremos de la mano del discurso/oración sacerdotal de Jesús. Toda una meditación orante sobre la obra de Jesús y sus implicaciones, tanto para sí mismo, como para sus discípulos, que habrán de continuarla.

     No estamos muy acostumbrados a encontrarnos con un Jesús orando por sus discípulos. Bueno sería visualizarlo, imaginarlo, meditar a este Jesús en plan orante por nosotros. Una oración que ha de ser bien poderosa, teniendo en cuenta quién la pronunciar, a quién se dirige y lo que ruega por nosotros. Es importante que tengamos presente que es una oración «por los discípulos», por el grupo como tal, que conformará la futura comunidad cristiana, la Iglesia. Aún no son Iglesia, pues les falta precisamente el «don de la Unidad y del Amor», el Espíritu. Pero ése es el interés de Jesús al orar: la fraternidad comunitaria de sus seguidores. Y tener esto presente supone que repasemos, profundicemos, concretemos nuestro lugar y nuestra misión en esa Comunidad grande que es la Iglesia, y las comunidades más pequeñas donde vivimos cada día nuestra fe.

    Es muy adecuado que intensifiquemos nuestra oración personal, pidiendo ese Espíritu, o mejor, preparándonos para recibir ese Espíritu que Dios nunca niega a los que se lo piden (Evangelio de Mateo). Podemos hacerlo con ayuda de la «Secuencia de Pentecostés», que no es difícil encontrar por Internet si no la tienes a mano. Y hacerlo de la mano de María, la mujer del Espíritu, la que tanto sabe de acogerlo con docilidad, y que acompaña a los discípulos siempre y particularmente en este tiempo tan especial.

     En cuanto al Evangelio de hoy, quiero fijarme en lo que dice Jesús: «Me dejaréis solo». 

    Dura experiencia esa en la que, en los momentos más duros (soledad, enfermedad, dificultades laborales o apostólicas, fracasos, rupturas…) aquellos de quienes más esperas y necesitas la cercanía y el apoyo… te la juegan, te fallan, se apartan de ti: tus amigos, tu familia, tu comunidad, tu pareja… «no están», o incluso están en contra. La madurez y fortaleza de las relaciones se comprueba y demuestra precisamente en esos momentos. Fue duro para Jesús, como es duro para cualquier persona. Es fácil hundirse, tirar la toalla… 

    Sin embargo Jesús cuenta con ello y además no les retira su confianza. Y reza por ellos. Dispersarse cada cual por su lado le preocupa. La dispersión, la falta de unidad, la huida, el dejarle solo. Y también el dejarse vencer por «el mundo». Tentaciones que son nuestras, y en las que fallaremos con toda seguridad. Aún así, el Señor quiere seguir contando con nosotros.

    «Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre». Preciosa la confidencia y enseñanza de Jesús. Ante la experiencia de fracaso, de oscuridad y de soledad, cuando la fe es puesta a prueba, la fe a de volverse confianza: aquello que tan a menudo encontramos en la Escritura: el Señor es mi fuerza, Dios mío en ti confío, aunque todos me abandonen.., y tantas otras. Es el momento de repetir con San Pablo «sé de quién me he fiado». Sí, el «mundo» del que habla Jesús y las luchas en que nos vemos envueltos (intereses económicos, la imagen, el poder y los cargos, la falta de valentía para pelear por la justicia, los silencio cómplices, el miedo, el evitar las complicaciones y riesgos….) parecen vencernos, y no pocas veces nos vencen. Oportuno  es que nos agarremos a nuestro Padre, aunque su presencia sea oculta y discreta, aunque nos parezca que «no está». Oportuno es que oremos estas palabras, que las dejemos calar en el fondo del corazón… porque sólo así podremos vencer, como Jesús: «Y encontraréis la paz en mí». Que así sea. Amén

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf