XI. A TRAVÉS DE SAMARIA
1.- CAMINO DE GALILEA. LOS SAMARITANOS Jn 4, 1-4
Después de unas semanas en Jerusalén y en otros lugares de Judea, Jesús se dirigió a Galilea acompañado de sus discípulos[1]. Existían dos rutas principales. Una, más larga, bordeaba el Jordán. La otra, que tomará en esta ocasión el Señor, atravesaba Samaria y seguía el eje norte-sur por la línea de las cumbres. Esta vía secundaria existía desde siempre. Por ella caminaron los patriarcas, y aparece expresamente citada en la época de los Jueces. Tenía la ventaja de atravesar territorios bastante poblados, con agua y alimentos, pero contaba con un serio inconveniente para el peregrino que iba o volvía de Jerusalén: pasaba por aldeas de samaritanos, enemigos tradicionales de los judíos y siempre dispuestos a poner trabas a las peregrinaciones a Jerusalén. Por eso los galileos desistían normalmente de tomar este camino, que en principio era más directo.
El fuerte antagonismo entre judíos y samaritanos existía ya antes del Destierro (587 a.C.). Sin embargo, ambos pueblos habían compartido, hasta la división de los reinos del Norte y Sur, religión y Templo común, el de Jerusalén. Samaria fue repoblada más tarde con habitantes de otros lugares sometidos. Con el tiempo se originó una mezcla de razas y de religión. Estas poblaciones, extrañas y ajenas entre sí, acabaron, por una parte, venerando al Dios de Samaria, Yahvé, pero sin abjurar de los propios dioses. A tal fin les fue enviado por el rey de Asiria un sacerdote hebreo, de aquellos que habían sido deportados, para que les enseñara el culto del Dios de la región[2]. Y resultó, con el paso de los años, como era de esperar, una amalgama religiosa, semejante a la étnica. El nuevo culto samaritano tuvo su panteón propio, puesto que las razas emigradas conservaron sus antiguas divinidades, haciendo lugar entre ellas, claro está, al Dios local, Yahvé. Los samaritanos perdieron la pureza de la fe y esto ocasionó, con el tiempo, la enemistad entre estos dos pueblos.
Jesús tomó esta vez la ruta más corta. En esta primera etapa llegó hasta el pozo de Jacob, cerca de Sicar. El Señor llegó cansado del camino.
Los samaritanos construyeron su propio templo en el Monte Garizín, semejante al templo de Jerusalén. Lo dedicaron, como es lógico, a Yahvé. Poco a poco los habitantes de Samaria empezaron a considerarse como los auténticos herederos de los patriarcas, los únicos que habían permanecido en su patria mientras los judíos erraban por países extraños.
A principios del siglo II a.C., el libro del Eclesiástico refleja la mentalidad judía frente al pueblo samaritano: afirma que el judío rechaza profundamente a los edomitas y a los filisteos –cosa natural entonces, dada la vieja enemistad entre Israel y estos dos pueblos extranjeros–, pero inmediatamente después añade que además de estos dos hay un tercero que ni siquiera es pueblo[3]. No se podía expresar de un modo más drástico la aversión hacia los samaritanos; se guardaba para ellos un rechazo más fuerte que para los edomitas y los filisteos. Negar que eran un «pueblo» era como llamarles impíos y ateos. Con razón escribe san Juan un poco más adelante que no se tratan los judíos con los samaritanos. La enemistad era profunda.
[1] Cfr. Jn 4, 5-45.
[2] 2 R 17, 27.
[3] Dos pueblos me son odiosos y un tercero que ni siquiera es pueblo.
Los que moran en las montañas de Seir y los filisteos y el pueblo necio que habita en Siquén (Si 50, 27-28).