Comentario al evangelio – Viernes XIV de Tiempo Ordinario

Las palabras de Jesús que Mateo presenta en la lectura de hoy difícilmente pueden escucharse como una buena noticia, como un evangelio. Al menos, no en términos humanos. El Señor anuncia la división, la persecución, el enfrentamiento, la sangre, la discordia. Y que todo ello arreciará contra sus amigos por su causa. No es precisamente el panorama que a uno le gustaría encontrar cuando se decide a seguir a Cristo por el camino. Sin embargo, es parte –no menor– del paisaje de la vida cristiana.

Tanto en la búsqueda de Dios como en el seguimiento de Cristo, la llamada es una pero múltiple. Nos llama el Señor en la orilla del lago en un ambiente luminoso, pero nos llama también enseguida a subir con él a Jerusalén, ocaso de tinieblas y de cruz. Quizá el verdadero discipulado consista no tanto en esa prontitud primera con que uno deja todo para seguir a Cristo –que también–, sino, sobre todo, en esa fidelidad que uno alimenta cada día hasta llegar a estar dispuesto a pasar de un paisaje a otro por amor de lo invisible.

Por eso insiste Jesús en que la mayor preocupación de los suyos no debe volcarse en cómo evitar la cruz o cómo defenderse frente a quienes les amenazan con ella. El discípulo debe poner todas sus artes –desde la astucia de la serpiente hasta la sencillez de la paloma– en no perder de vista a Jesucristo y, en él, al Padre. Solo quien mira al crucificado podrá, llegado el caso, asumir la cruz. Solo quien escucha al Hijo encomendando al Padre su último aliento, podrá entregarse en el momento de la prueba con ese mismo Espíritu. El Señor será entonces para él como un ciprés frondoso que da sombra y fruto: la sombra de la paz, el fruto de la vida.

Adrián de Prado Postigo cmf