Vísperas – Lunes XV de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

LUNES XV TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Muchas veces, Señor, a la hora décima
—sobremesa en sosiego—,
recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.
Ansiosos caminaron tras de ti…
«¿Qué buscáis…?» Les miraste. Hubo silencio.

El cielo de las cuatro de la tarde
halló en las aguas del Jordán su espejo,
y el río se hizo más azul de pronto,
¡el río se hizo cielo!
«Rabí —hablaron los dos», ¿en dónde moras?»
«Venid, y lo veréis.» Fueron, y vieron…

«Señor, ¿en dónde vives?»
«Ven, y verás.» Y yo te sigo y siento
que estás… ¡en todas partes!,
¡y que es tan fácil ser tu compañero!

Al sol de la hora décima, lo mismo
que a Juan y a Andrés —es Juan quien da fe de ello—,
lo mismo, cada vez que yo te busque,
Señor, ¡sal a mi encuentro!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Amén.

SALMO 122: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO

Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

SALMO 123: NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
-que lo diga Israel-,
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los hombres,
nos habrían tragado vivos:
tanto ardía su ira contra nosotros.

Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
nos habrían llegado hasta el cuello
las aguas espumantes.

Bendito el Señor, que no nos entregó
en presa a sus dientes;
hemos salvado la vida, como un pájaro
de la trampa del cazador:
la trampa se rompió, y escapamos.

Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA: St 4, 11-12

Dejad de denigraros unos a otros, hermanos. Quien denigra a su hermano o juzga a su hermano denigra a la ley y juzga a la ley; y, si juzgas a la ley, ya no la estás cumpliendo, eres su juez. Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?

RESPONSORIO BREVE

R/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

R/ Yo dijo: Señor, ten misericordia.
V/ Porque he pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Ya que Cristo quiere que todos los hombres se salven, pidamos confiadamente por toda la humanidad, diciendo:

Atrae a todos hacia ti, Señor.

Te bendecimos, Señor, a ti que, por tu sangre preciosa, nos has redimido de la esclavitud;
— haz que participemos en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Ayuda con tu gracia a nuestro obispo (…) y a todos los obispos de la Iglesia,
— para que, con gozo y fervor, administren tus misterios.

Que todos los que consagran su vida a la investigación de la verdad la hallen
— y, hallándola, se esfuercen en buscarla con mayor plenitud.

Atiende, Señor, a los huérfanos, a las viudas, a los que viven abandonados,
— para que te sientan cercano y se entreguen más a ti.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Acoge a nuestros hermanos difuntos en la ciudad santa de la Jerusalén celestial,
— donde tú, con el Padre y el Espíritu Santo, lo serás todo para todos.

Adoctrinados por el mismo Señor, nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, tú que con razón eres llamado luz indeficiente, ilumina nuestro espíritu, en esta hora vespertina, y dígnate perdonar benignamente nuestras faltas. Por nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Lunes XV de Tiempo Ordinario

1) Oración inicial

¡Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados, para que puedan volver al buen camino!, concede a todos los cristianos rechazar lo que es indigno de este nombre y cumplir cuanto en él se significa. Por nuestro Señor. 

2) Lectura

Del Evangelio según Mateo 10,34-11,1
« No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual son los de su casa. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.
«Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá. «Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.» Y sucedió que, cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades. 

3) Reflexión

• En el mes de mayo del año pasado, la V Conferencia de los Obispos de América Latina, que tuvo lugar en Aparecida del Norte, Brasil, elaboró un documento muy importante sobre el tema: “Discípulos y Misioneros/as de Jesucristo, para que en El nuestros pueblos tengan vida”. El Sermón de la Misión del Capítulo 10 del Evangelio de San Mateo, que estamos meditando en estos días, ofrece muchas luces para poder realizar la misión de discípulos y misioneros de Jesucristo. El evangelio de hoy presenta la parte final de este Sermón de la Misión.
• Mateo 10,34-36: No he venido a traer la paz, sino la espada. Jesús habla siempre de paz (Mt 5,9; Mc 9,50; Lc 1,79; 10,5; 19,38; 24,36; Jn 14,27; 16,33; 20,21.26). Entonces cómo entender la frase del evangelio de hoy que parece decir lo contrario: » No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. ”? Esta afirmación no significa que Jesús estuviera a favor de la división y de la espada. ¡No! Jesús no quiere la espada (Jn 18,11) ni la división. Lo que el quiere es la unión de todos en la verdad (cf. Jn 17,17-23). En aquel tiempo, el anuncio de la verdad que indicaba que Jesús de Nazaret era el Mesías se volvió motivo de mucha división entre los judíos. Dentro de la familia o comunidad, unos estaban a favor y otros radicalmente en contra. En este sentido la Buena Nueva de Jesús era realmente una fuerte división, una “señal de contradicción” (Lc 2,34) o, como decía Jesús, él traía la espada. Así se entiende la otra advertencia: “Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual son los de su casa.
Era lo que estaba aconteciendo, de hecho, en las familias y en las comunidades: mucha división, mucha discusión, como consecuencia del anuncio de la Buena Nueva entre los judíos de aquella época, unos aceptando, otros negando. Hasta hoy es así. Muchas veces, allí donde la Iglesia se renueva, el llamado de la Buena Nueva se vuelve una “señal de contradicción” y de división. Personas que durante años vivieron acomodadas en la rutina de su vida cristiana, no quieren ser incomodadas por las “innovaciones” del Vaticano II. Incomodadas por los cambios, usan toda su inteligencia para encontrar argumentos en defensa de sus opiniones y para condenar los cambios como contrarios a los que pensaban ser la verdadera fe.
• Mateo 10,37: Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí.        Lucas presenta esta misma frase, pero mucho más exigente. Dice literalmente: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.” (Lc 14,26). ¿Cómo combinar esta afirmación de Jesús con aquella otra en la que manda observar el cuarto mandamiento: amar y honorar al padre y a la madre? (Mc 7,10-12; Mt 19,19). Dos observaciones: (a) El criterio básico en el que Jesús insiste es éste: la Buena Nueva de Dios ha de ser el valor supremo de nuestra vida. No puede haber en la vida un valor más alto. (b) La situación económica y social en la época de Jesús era tal que las familias eran obligadas a encerrarse en sí misma. No tenían condiciones para mantener las obligaciones de convivencia comunitaria como, por ejemplo, el compartir, la hospitalidad, la comunión alrededor de la mesa y la acogida a los excluidos. Ese repliegue individualista sobre ellas mismas, causado por la coyuntura nacional e internacional, provocaba las siguientes distorsiones: (i) Imposibilitaba la vida en la comunidad. (ii) Reducía el mandamiento “honora el padre y la madre” exclusivamente a la pequeña familia nuclear y no alargaba a la gran familia de la comunidad. (iii) Impedía la manifestación plena de la Bondad de Dios, pues si Dios es Padre/Madre, nosotros somos hermanos y hermanas unos de otros. Y esta verdad ha de encontrar su expresión en la vida en comunidad. Una comunidad viva y fraterna es el espejo del rostro de Dios. Convivencia humana sin comunidad es como un espejo rajado que desfigura el rostro de Dios. En este contexto, lo que Jesús pide “odiar al padre y a la madre” significaba que los discípulos y las discípulas debían superar la cerrazón individualista de la pequeña familia sobre si misma y alargarla a la dimensión de la comunidad. Jesús mismo practicó lo que enseñó a los otros. Su familia quería llamarlo para que volviera, y así la familia se encerraba en sí misma. Cuando le dijeron: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan”, él respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?. Y mirando a las personas a su alrededor dice: “Aquí están mi madre y mis hermanos. Quien hace la voluntad de Dios, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mc 3,32-35). ¡Alargó la familia! Y éste era y sigue siendo hasta hoy el único camino para que la pequeña familia pueda conservar y transmitir los valores en los que cree.
• Mateo 10,38-39: Las exigencias de la misión de los discípulos. En estos dos versículos, Jesús da dos consejos importantes y exigentes: (a) Tomar la cruz y seguir a Jesús: Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Para percibir todo el alcance de este primer consejo, es conveniente tener presente el testimonio de San Pablo: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo.” (Gal 6,14). Cargar la cruz supone, hasta hoy, la ruptura radical con el sistema inicuo vigente en el mundo. (b) Tener el valor de dar la vida: El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Sólo se siente realizado en la vida aquel que fue y es capaz de darse enteramente a los demás. Pierde la vida aquel que quiere conservarla sólo para sí. Este segundo consejo es la confirmación de la experiencia humana más profunda: la fuente de vida está en el don de la propia vida. Dando se recibe. Si el grano de trigo no muere, ..… (Jn 12,24).
• Mateo 10,40: La identificación del discípulo con Jesús y con el propio Dios. Esta experiencia tan humana de don y de entrega recibe aquí una aclaración, una profundización. “Quien os recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me ha enviado”. En el don total de sí el discípulo se identifica con Jesús; allí se realiza su encuentro con Dios, y allí Dios se deja encontrar por aquel que le busca.
• Mateo 10,41-42: La recompensa del profeta, del justo y del discípulo. Para concluir el Sermón de la Misión sigue una frase sobre la recompensa: «Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá.
«Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.»
En esta frase existe una secuencia muy significativa: al profeta se le reconoce por su misión como enviado de Dios. El justo es reconocido por su comportamiento, por su manera perfecta de observar la ley de Dios. El discípulo no es reconocido por ninguna calidad o misión especial, sino sencillamente por su condición social de gente pequeña. El Reino no está hecho de cosas grandes. Es como un edificio muy grande que se construye con ladrillos pequeños. Quien desprecia al ladrillo, nunca tendrá el edificio. Hasta un vaso de agua sirve de ladrillo en la construcción del Reino.
• Mateo 11,1: El final del Sermón de la Misión. Fin del Sermón de la Misión. Y sucedió que, cuando acabó Jesús de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.
Ahora Jesús se va para practicar aquello que enseñó. Y es lo que veremos en los próximos días meditando los capítulos 11 y 12 del evangelio de Mateo. 

4) Para la reflexión personal

• Perder la vida para poderla ganar. ¿Has tenido alguna experiencia de sentirte recompensado/a por una entrega gratuita de ti a los demás?
• Aquel que os recibe a vosotros a mí me recibe, y aquel que me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado. Detente y piensa en lo que Jesús dice aquí: él y Dios mismo se identifican contigo. 

5) Oración final

Señior, dichosos los que moran en tu casa
y pueden alabarte siempre;
dichoso el que saca de ti fuerzas
cuando piensa en las subidas. (Sal 84,5-6)

Tú, Señor, eres bueno y clemente

Cuando el Antiguo Testamento habla del poder de Dios, lo hace en términos muy grandilocuentes. Es un Ser todopoderoso, que dividió el Mar Rojo y aniquiló al ejército del Faraón. Es un Dios ante quien ha de postrarse toda la humanidad, incluidos los más ricos y poderosos. Pero no es un tirano que usa caprichosamente su poder para mostrar su superioridad y valía, sino que lo sabe administrar con amor y ternura. Siendo inmensamente fuerte, es también inmensamente clemente y misericordioso. Así nos los describen los pasajes del Libro de la Sabiduría y del Salmo 85 que hemos escuchado.

En cambio, el Nuevo Testamento habla de un modo diferente del poder del Hijo de Dios, y de su Santo Espíritu. Jesús muestra su poder en su infinita humildad, en su supremo abajamiento. Siendo Dios, se hizo siervo de todos y murió en la Cruz (cf. Fil 2), y, así, logró la victoria más importante de la historia, venciendo al pecado y a la muerte. Sólo Dios puede ser tan humildemente poderoso.

En el pasaje de la Carta a los Romanos que hemos escuchado, san Pablo nos habla del misterioso poder del Espíritu Santo, el cual habita oculto en lo más profundo de nuestra persona, y, desde ahí, intercede por nosotros ante el Padre, pues nosotros no sabemos qué nos conviene pedir. El Espíritu Santo es tan sutil que muchas personas no saben que habita en su corazón. Sin embargo, ahí está, y cuando nos dejamos ayudar por Él, cuando somos dóciles a su tenue soplo, Él nos infunde sus dones. Y hace que nuestra oración ‒por Él inspirada‒ llegue hasta el Padre. Como Jesús, el Espíritu Santo personifica el poder del débil. Mansamente, nunca se impone, pero siempre se ofrece a ayudarnos con todo su poder y su gloria.

Este poder del débil está muy bien representado por el polvo de levadura que se echa en la masa de harina para que fermente y crezca profusamente, dando lugar a un sabroso pan. Es también como la minúscula semilla de la mostaza, de apenas un milímetro de diámetro, que da lugar a la hortaliza más grande, bajo la cual las aves pueden cobijarse. De este modo es descrita en el Evangelio según san Marcos (cf. Mc 4,30-32). Sin embargo, para mostrar lo mucho que crece el Reino de Dios, en los Evangelios según san Lucas (cf. Lc 13,18-19) y san Mateo (cf. Mt 13,31-32) se describe a la mostaza como un árbol sobre el cual anidan los pájaros. Así es el poder de Dios: a partir de lo más débil brota lo más grande.

En los Evangelios encontramos varias parábolas sobre la siembra. En una se nos dice que el sembrador esparce la semilla de la Palabra de Dios generosamente, no sólo en tierra fértil, también entre las piedras, al borde del camino y en las zarzas (cf. Mc 4,1-20). En otra se nos dice que es Dios quien hace crecer lo sembrado, haga lo que haga el labrador (cf. Mc 4,26-27). En la parábola de la cizaña se nos habla de un sembrador que siembra buen trigo. Pero, cuando éste empieza a crecer, descubre que hay también cizaña. La cual, además de ser un cereal de peor calidad, puede ser tóxica.

¿Por qué ha pasado esto? Es decir: ¿Cómo es posible que a Dios (el dueño de la mies) le hayan estropeado su trabajo? Jesús les dice a sus discípulos que el Diablo, a escondidas, ha sembrado el mal en el corazón de algunas personas, haciéndolas dañinas para el resto, como la cizaña en un trigal.

Para comprender todo esto hay que tener en cuenta que, siendo Dios bueno y clemente, nos ha dado libertad. Y esto supone que otro pueda intervenir libremente para estropear lo que Dios dispone. Efectivamente, el origen del mal está en el libre albedrío que tenemos las personas. Ser libres, es decir, no ser marionetas de Dios, tiene un duro precio: el mal puede actuar en nuestra vida.

¿Qué se puede hacer con ello? ¿Suprimimos el mal? ¿Eliminamos a las malas personas? Ésta última es la fácil solución que proponen los ayudantes del dueño de la mies. Pero, pensemos: ¿a qué grupo pertenecemos nosotros? Solemos pensar que la cizaña son los que nos hacen daño y nos complican la vida. Pero, ¿y nosotros?, ¿de verdad que sólo hay bien en nuestro corazón? ¿En mi interior no hay mal? ¿Soy realmente una buena persona? ¿Estoy totalmente seguro de que si ahora Dios echase al fuego la cizaña que hay en el mundo, no iría yo también con ella? La respuesta es simple: nadie es perfecto, por eso todos necesitamos de la misericordia de Dios para salvarnos.

Afortunadamente, Dios, siendo todopoderoso, también es bueno y clemente, y deja que sigamos en este mundo, a pesar de que a veces hacemos daño y complicamos la vida a otras personas. Cuando llegue el final de los tiempos, Dios enviará a sus ángeles para que erradiquen el mal. Sólo así podremos gozar de la eterna felicidad.

¿Mientras tanto qué podemos hacer? Seguir el ejemplo de Jesús, porque sólo la humildad puede vencer al mal en nuestro mundo. Ese es el poder del débil, el camino de la Cruz, un camino de abajamiento que nos conduce a la resurrección.

Siguiendo las palabras de san Pablo, dejemos que sea el Espíritu Santo el que nos indique qué debemos pedir y cómo debemos relacionarnos con Dios y las personas. Así, con la ayuda divina, podremos vivir santamente en un mundo en el que abunda la cizaña.

Fray Julián de Cos Pérez de Camino

Comentario – Lunes XV de Tiempo Ordinario

Jesús continúa dando instrucciones a los que serán sus apóstoles: No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. Y precisa: He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. Son frases que oídas todavía hoy resultan impactantes, y eso incluso después de haberlas contrastado, matizado y contextualizado, es decir, después de haberles quitado hierro y filo.

A bote pronto, la primera frase venía a contradecir lo expresado por el predicador de las bienaventuranzas cuando dice: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. ¿Es que Jesús no estaba entre los que merecían ser declarados dichosos por trabajar por la paz? ¿Es que él no era digno de ser llamado hijo de Dios? Porque si ha venido al mundo a sembrar espadas, no parece que pueda considerársele un pacífico trabajador de la paz. Por otro lado, ¿qué alcance puede tener esa paz que él mismo distribuye cuando le dice a la mujer sorprendida en adulterio: Yo tampoco te condeno; vete en paz y no peques más? ¿Y por qué enviar a sus apóstoles y representantes como portadores de paz cuando él declara de manera tan diáfana que no ha venido a la tierra a sembrar paz?

La frase que sigue no es una mera adición, sino más bien una explicación que quiere precisar lo que acaba de afirmar con tanta solidez. Parece querer referirnos el modo concreto en que él siembra espadas en la tierra, y lo hace enemistando a los miembros más próximos del círculo familiar, al hijo con su padre, a la hija con su madre o a la nuera con su suegra. Tampoco esta concreción amortigua el impacto y la rudeza de la primera afirmación; más bien, lo incrementa, acrecentando nuestra perplejidad. Jesús, el aliado del hombre, el prodigio de humanidad, el portador de un perdón sin límites, el mensajero de la Buena Noticia, el proclamador del Año de la misericordia, dice ahora haber venido a este mundo para enemistar al hijo con su padre o a la hija con su madre, algo que exige romper los lazos afectivos más poderosos, que son los que crea la propia naturaleza asociada a la crianza y a la educación.

Pero Jesús no se queda ahí, intentando deshacer posibles equívocos o matizar la crudeza de sus expresiones. Su discurso avanza de modo imparable hacia una cumbre: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. En estas pocas palabras podemos encontrar la clave interpretativa (clave de bóveda) de toda su instrucción. Nada está por encima de él en el orden de la estimación, porque nada hay más estimable que él, ni siquiera el padre, la madre, el hijo o la hija que nos dio la naturaleza, o mejor, el mismo Dios por medio de ella; y no sólo el padre, la madre o los hijos, sino la propia vida. Por eso, el que no sea capaz de renunciar al amor de cualquiera de estas personas o de todas ellas en su conjunto por él, no será digno discípulo suyo, no le apreciará como debe ser apreciado, por encima de todos y de todo.

Las exigencias de Jesús nos sitúan ante alguien que reclama para sí una adhesión absoluta, porque se concede un valor singular, absoluto. Por algo (=alguien) tan valioso, uno tiene que estar dispuesto a perderlo todo, hasta la propia vida. Jesús lo expresa de diferentes maneras, porque ¿acaso no es él ese tesoro escondido por el que uno, que lo ha encontrado en un campo, va y vende todo lo que tiene por adquirirlo, o esa perla preciosa por la que un comerciante en perlas finas empeña todos sus bienes? Desde tales premisas no es extraño que se diga que el que no está dispuesto a perderlo todo por él no es digno de él, porque no le aprecia en su justo valor; pues nada de lo que pueda poseer en este mundo vale más él. Es una cuestión de valoración. Por él, la persona más valiosa con la que podemos encontrarnos en esta vida, uno tiene que estar dispuesto a coger su cruz, exactamente la misma cruz que llevó él, y seguirle por el mismo camino que él recorrió. Tal ha sido la actitud de tantos mártires que enfrentaron el martirio con la seguridad de haber encontrado en Cristo a la persona más estimable, y por lo mismo más valiosa, de sus vidas.

Desde el momento en que se constituye en valor absoluto, Jesús pasa a ser también signo de contradicción o factor de división: signo que pone al descubierto la actitud de muchos corazones que se posicionan ante él; factor de división entre los que se ponen de su parte y los que se ponen en su contra, entre los que se alistan en su bando o lo hacen en el bando contrario. Semejante división acaba instalándose en el seno de la misma familia, entre padres e hijos y entre hermanos; pues nadie puede competir en amor con un absoluto.

Esta experiencia se mantendrá más allá de su existencia histórica, en sus enviados, representantes y mediadores, porque el que les reciba a ellos como enviados de Jesús estará recibiendo a su representado y a su vez representante del que lo ha enviado a él: El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. En resumen, en el apóstol (cristiano) estamos recibiendo al mismo Cristo que lo envía, y en Cristo a Dios Padre, que nos lo ha enviado a nosotros; luego en el apóstol estamos recibiendo al mismo Dios que debe ser amado sobre todas las cosas, puesto que es lo más amable que pueda pensarse. Por eso, la acogida que se dé al profeta por ser profeta, se estimará como acogida dada al mismo Dios y tendrá la recompensa debida (paga de profeta). Tampoco quedará sin recompensa la acción de dar de beber un vaso de agua fresca a un discípulo de Cristo por llevar el nombre de Cristo, pues con semejante acción se estará dando acogida al mismo Cristo en su discípulo. Y Dios sabe recompensar con infinita generosidad. No se le puede ganar en generosidad a Aquel que, por ser el sumo Bien, es lo más valioso y lo más apreciable.

En este punto acaban momentáneamente las instrucciones de Jesús a sus discípulos, sin que ello signifique que dé por concluida su enseñanza y predicación, que continuará por otros pueblos y ciudades.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos «Apostolorum Successores»

124. Los colaboradores del Obispo en el ministerio de la Palabra.

En virtud del sacramento del Orden, el ministerio de la predicación es propio de los presbíteros – principalmente de los párrocos y de los sacerdotes a los cuales se confía el cuidado de las almas – y también de los diáconos, en comunión con el Obispo y el presbiterio.(362) Al Obispo compete vigilar sobre la idoneidad de los ministros de la palabra, y tiene la facultad de imponer condiciones particulares para el ejercicio de la predicación.(363) Ya durante los años del seminario y después a través de los medios de formación permanente, se preocupará de que reciban una preparación específica que comprenda también los aspectos formales, como la sagrada elocuencia, la fonética, el arte de la comunicación, etc.

En caso de escasez de presbíteros y diáconos, ateniéndose a las normas dadas por la Conferencia Episcopal, el Obispo puede llamar a otros fieles – especialmente religiosos y miembros de las Sociedades de vida apostólica, pero también a laicos ejemplares y oportunamente formados – al encargo de colaborar en el ministerio de la predicación, pero dejando claro que la homilía está siempre reservada exclusivamente al sacerdote o al diácono.(364) Por otra parte, los laicos que presenten las condiciones de idoneidad pueden recibir de la autoridad eclesiástica el correspondiente mandato para la enseñanza de las ciencias sagradas en todos los niveles.(365)

Es responsabilidad principal del Obispo vigilar sobre la ortodoxia y la integridad de la enseñanza de la doctrina cristiana, sin titubear en hacer uso de su autoridad cuando el caso lo requiera. Corrija oportunamente a aquellos que se atrevan a proponer doctrinas contrarias a la fe y, en caso de falta de enmienda, los prive de la facultad de predicar o enseñar.(366)


362 Cf. Codex Iuris Canonici, can. 757.

363 Cf. Codex Iuris Canonici, can. 764.

364 Cf. Codex Iuris Canonici, cans. 758 y 767 § 1; Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, Responsum del 26.VI.1987; Varios Dicasterios de la Curia Romana, Instrucción Ecclesiae de Mysterio, arts. 2 y 3.

365 Cf. Codex Iuris Canonici, can. 229 § 3.

366 Cf. Codex Iuris Canonici, can. 764.

Homilía – Domingo XVI de Tiempo Ordinario

1.- Dar lugar al arrepentimiento (Sab 12, 13.16-19)

Dos conclusiones saca el texto de la Sabiduría del concreto proceder de Dios con el hombre pecador: a) que «el justo debe ser humano»; b) que Dios «da a sus hijos la esperanza de que, en el pecado, hay lugar para el arrepentimiento».

Dios da tiempo al pecador, porque es paciente y porque obra desde «un juicio hecho con moderación y un gobierno realizado con indulgencia». En la raíz de este clemente proceder está «la soberanía universal de Dios que le hace perdonar a todos» («muestra su poder con la misericordia y el perdón»). Ante nadie tiene que justificar su poder misericordioso: «Porque puede hacer cuanto quiere».

La «inclinación» de Dios al perdón y la indulgencia infunde en el piadoso israelita dos actitudes: a) debe parecerse a su Dios: Debe «ser humano» como su Dios es «humano». Sus entrañas deben estar inclinadas a la misericordia y no a la venganza; b) se mira a sí mismo como un ser perdonado, porque Dios está abierto a su arrepentimiento.

Nosotros decimos del pecador: «En su pecado lleva la penitencia»; con la Sabiduría, deberíamos decir: «En su pecado lleva el arrepentimiento». La primera sentencia es castigadora; la segunda, esperanzadora.

 

2.- El Espíritu y nuestra debilidad (Rom 8, 26-27)

La experiencia de su debilidad es siempre dolorosa para el hombre. Llega, en efecto, a tocar dimensiones hondas de su ser, confrontándolo con la expresión más grande de su débil condición: la muerte.

Frente a los esfuerzos titánicos por superarla, introduce Pablo una fuerza externa de superación que es, sin embargo, «don» para la interioridad del creyente: el Espíritu. Su ayuda a nuestra debilidad la concreta el Apóstol en la hondura de la oración.

Por lógica, la experiencia de la debilidad se convierte en súplica. La certeza interior es que Alguien pueda remediarla. Pero, incluso nuestra súplica es débil por humana: «No sabemos lo que nos conviene». Nos es difícil llegar al nivel de nuestras hondas necesidades. Cuando pedimos, creemos pedir lo que nos conviene…, pero sólo lo creemos.

El Espíritu se convierte en nuestro intérprete. Él conoce los deseos más íntimos de nuestro propio corazón. Con «gemidos inefables» da forma a nuestros débiles gemidos. Ahondando en nosotros mismos el manantial de nuestros clamores. Hacer coincidir nuestros deseos con los deseos del Espíritu sólo lo puede hacer quien conoce el corazón humano en su mayor y mejor hondura… En esa profunda y misteriosa dimensión en la que el deseo humano se identifica con el de Dios.

3.- Frente al pecado: la espera de Dios y la impaciencia del hombre (Mt 13, 24-43)

La parábola de la cizaña contrapone dos actitudes: la impaciencia y la espera. Ambas, ante un hecho de evidencia: el mal moral que existe en el mundo.

Presentado como campo para la siembra, la semilla que se siembra en este mundo tiene importancia decisiva… Cuando la tierra está bien cultivada, la semilla echa raíces, crece y fructifica… El mundo va alcanzando así, progresivamente, su meta.

Pero es preciso contar con el misterio del mal. La parábola lo refiere a una mala intención personal: «Un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo, y se marchó»… El mal también germina, y se desarrolla, y se concreta en personas, instituciones y realidades que lo encarnan. Situación diferente y contradictoria: el trigo y la cizaña. Dos diferentes sementeras y dos concreciones de enfrentado crecimiento.

Más allá de una simplista oposición maniquea entre el bien y el mal, distinción que no conoce matices, se abre ya un contraste de actitudes: la de Dios, intentando dar lugar al arrepentimiento (primera lectura); la del hombre, deseoso de establecer diferencias, «tomando la justicia por su mano».

Llegará el momento del discernimiento final, que solo toca a Dios… Mientas tanto, hay lugar para la misericordia y el perdón la cizaña puede ser tocada por el trigo…, y el trigo se puede malograr, convirtiéndose en cizaña… Mientras tanto, «este es el tiempo de la misericordia».

¡Esperad a la siega!

Si con el pecador eres humano, Señor…,
si no te rindes en la espera,
dame tiempo de llevar hasta tu era
las postrimeras garbas del verano…

Esparcí la cizaña con mi mano
en cada noche de tu sementera…;
la gracia hizo crecer la espiga entera…;
—superando mi empeño— grano a grano.

Sumido en el hondón de mi horizonte,
no encuentra mi problema otro remonte
que el poder salvador de tu justicia.

Gima por mí el Espíritu inefable,
pues no hay desvío yerro ni malicia
que ante tus ojos sea imperdonable.

 

Pedro Jaramillo

Mt 13, 24-43 (Evangelio – Domingo XVI de Tiempo Ordinario)

La cizaña llama a la paciencia: ¡Dios no corta por lo sano!

El evangelio nos expone hoy la parábola de la cizaña que aparece en medio del trigo. Todos conocemos los pormenores de esta narración: el vecino enemigo que siembra cizaña, que al principio se parece al trigo y luego lo ahoga, como el mal ahoga frecuentemente al bien. Es una parábola de ingentes resortes psicológicos y de experiencia; hasta un niño puede percatarse de la gravedad de lo que ha sucedido y de lo difícil que es tomar una decisión. El dueño sabe que había dado buena semilla para sembrar, y desde el principio habla a sus servidores de un enemigo. En realidad todo esto es secundario hasta llegar a la pregunta clave: ¿quieres que arranquemos la cizaña?

Sabemos que Mateo suele alegorizar muchos las explicaciones de las parábolas que ha encontrado en la tradición. En este caso conocemos por el Evangelio de Tomás (57) cómo pudo ser la parábola más primitiva que pretendía llamar a la paciencia de los impacientes frente al mal o frente a los que son malos. Porque se trata de hablar de Dios que no actúa como muchos fundamentalistas o apocalípticos quisieran. Dios tiene sus propios caminos. Y la propuesta original de Jesús era precisamente la de imitar al hombre de la parábola, no la de esperar para ver que en el «juicio final» los malos serán castigados. El sentido, pues, es bien distinto y debemos recuperar el tenor de la parábola de Jesús.

Sorprende, desde luego, la seguridad del dueño, su paciencia, su confianza, diríamos que su benignidad y justicia a la espera de los acontecimientos finales. Esta parábola, exclusiva de Mateo, no aparece en los otros evangelistas. Sabemos, pues, que no es solamente Dios quien siembra, sino que hay otros que lo hacen. Pero lo importante y decisivo es saber esperar. La moralización, en este caso, es importante: no hace falta ser duros como el pedernal, fundamentalistas; al bien y a la bondad hay que darle sus oportunidades. Sólo cuando se tiene la paciencia de Dios es posible acertar en los juicios, porque nuestro Dios es un Dios comprometido con todos sus hijos.

No es razonable defender que el hombre solamente puede acceder a Dios cuando es perfecto; eso es puro fundamentalismo y teológicamente es indefendible. En la religión evangélica planteada por Jesús, toda persona tiene sus oportunidades desde sus experiencias de gracia y también de miseria. Esta parábola de la cizaña y el trigo puede ser una descripción de nuestra propia vida personal. Sentirse alejado de Dios cuando en nosotros crece el mal sería un suicidio espiritual que no se contempla en lo que pudo ser la parábola original de Jesús. Todos sabemos que debemos dar cuenta de nuestra vida, pero la «paciencia» divina es un regalo que todos necesitamos.

Una religión no se mide por la enjundia de su “perfección”, sino por la entraña de su misericordia. No está descartada la vocación a ser santos, pero la verdadera entraña de la religión de Jesús, de la relación con su Dios, es que nunca perdamos la imagen de ser “hijos de Dios” y podamos acudir a Él en nuestras necesidades. No es posible entender esta parábola sino en el contexto del judaísmo que Jesús vivió. En su teología oficial cabía la misericordia, lo contrario sería denigrar la religión de los profetas… pero si esto es papel mojado, entonces todo venía a ser una religión de “puros” y Dios sabe que esto no es posible. Así experimentó Jesús a Dios para trasmitirlo a todos y por eso nos ofrece este mensaje en una parábola como ésta de la cizaña: la paciencia de Dios hace posible la conversión y la fidelidad.

Rom 8, 26-27 (2ª lectura Domingo XVI de Tiempo Ordinario)

El Espíritu, presencia en nuestra debilidad

Por tercer domingo consecutivo, volvemos sobre la carta a los Romanos (8,26-27) y sobre el papel del Espíritu en la vida cristiana. En este caso, Pablo afronta en dos versos preciosos una de las experiencias más grandes del ser humano: la interiorización de la oración. El Espíritu que conoce nuestra debilidad, -al contrario de la Ley-, que sabe hasta dónde podemos llegar y hasta dónde no, vive dentro de nosotros para poder acceder a la intimidad de Dios para pedirle, rogarle y exponerle nuestras cosas, nuestras necesidades y nuestros anhelos.

Por eso, cuando Dios examina nuestro corazón no lo encuentra vacío, sino que allí el Espíritu se ha metido hasta el fondo de nuestro ser. Esa simbiosis teológica es una de las afirmaciones más atrevidas de la teología paulina y uno de los aportes más comprometidos. Por medio del Espíritu, pues, aprendemos, no solamente que Dios nos ha creado, sino que no nos abandona nunca a la impotencia de nuestra debilidad. Por eso, el Dios de Jesús, que es el Dios de Israel, es un Dios comprometido. El mismo Espíritu de Dios gime dentro de nosotros, sufre con nosotros, anhela con nosotros la liberación. No estamos solos, sino que nos acompaña Dios con su Espíritu

Pablo no habla en este caso de experiencia extraordinaria del Espíritu que algunos buscan en dones extraordinarios, como la «glosolalia» descrita en 1Cor 14. Se trata de esa presencia permanente del Espíritu de Dios en nuestro espíritu personal, que nos acompaña, que nos conoce, que nos estimula. En el fondo es una presencia continua de Dios en toda persona a la que siempre podemos recurrir, en todo momento. El Espíritu no está en nosotros para pronunciar palabras irreconocibles o imposibles (como sucede en la famosa “glosolalia”), sino que es un “paráclito”, protector y acompañante divino, que se hace humano en nuestra debilidad para impulsarnos hacia Dios y hacia la felicidad.

Sab 12, 13.16-19 (1ª lectura Domingo XVI de Tiempo Ordinario)

Un Dios justo e indulgente

La lectura, del libro de la Sabiduría, viene en el contexto de las afirmaciones sobre el monoteísmo de Israel frente a los egipcios y los cananeos. Forma parte de una sección apologética sobre el único Dios al que merece la pena otorgarle confianza, el Dios de Israel, que supera en poder y en amor a los dioses de los egipcios y los cananeos. Sabemos que hoy no se plantea así el tema de Dios, por lo menos desde el punto de vista ecuménico. Pero lo que vale en definitiva, como teología positiva, son las acciones de este Dios: El cuida de todo lo que existe y a nadie tiene que demostrar que es justo. ¿Cómo? porque su fuerza, su poderío, está en la justicia, en la indulgencia, en la benignidad. Esta última sección, pues, ilustra el monoteísmo de Israel frente a los dioses cananeos, porque ellos (que no existen, que no son nada), admitían sacrificios de niños y de seres humanos.

El Dios de Israel, por el contrario, al otorgar a todos los hombres la dignidad de ser hijos, dignifica la misma religión y condena con ello todo lo que no sea una religión de vida y de amor. Este sería el sentido actual de este texto con el que conviene medirse para que aprendamos a hacer de la religión camino de vida y no de muerte. Incluso los que no cuentan con Dios, por ateos o agnósticos, no deben temer, ya que Dios sí cuenta con ellos, con sus valores y con sus compromisos, porque El es un Dios justo.

Comentario al evangelio – Lunes XV de Tiempo Ordinario

Hemos iniciado ya la 15a semana del Tiempo Ordinario. En la primera lectura de estos días escucharemos distintos oráculos del profeta Isaías. Recordemos que Isaías es uno de los grandes profetas de la tradición bíblica. El impacto de su mensaje y su personalidad hicieron que se recogiera, incluso después de su muerte, una serie de escritos proféticos que conocemos como la profecía de Isaías. En los profetas encontramos una de las primeras experiencias del Espíritu de Dios en la Biblia, por eso recitamos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo que habló por los profetas».

El profeta bíblico no es alguien que adivina el futuro o solo un comunicador de malas noticias. El profeta es alguien que ha tenido una fuerte experiencia de Dios y que se siente, desde esa vivencia, llamado hablar en su nombre. La palabra profética da esperanza y consuelo, denuncia e interpela, sana y libera, amplia nuestra mirada y ensancha el corazón. Como es una palabra que viene de Dios busca siempre la verdad y nos ayuda a discernir lo que es esencial. Es lo que encontramos en la primera lectura de hoy, un oráculo introductorio del Libro de Isaías, donde se denuncia una práctica religiosa vacía, que se queda en los ritos externos.

El profeta Isaías denuncia el culto religioso que esta separado de la vida. No se puede presentar una ofrenda en el altar del Señor con las manos manchadas por nuestro egoísmo. El profeta desenmascara un formalismo religioso que se desentiende y permanece al margen de un orden social injusto y excluyente. Isaías reivindica la voluntad de Dios recordándole al pueblo lo que es fundamental en el código de la Alianza: «Cesen de obrar mal, aprendan a obrar bien; busquen el derecho, socorran al oprimido; defiendan al huérfano, protejan a la viuda». Ese es el culto que a Dios le agrada cuando nuestras practicas religiosas se corresponden con un corazón dócil y atento a las necesidades del prójimo.

En el Evangelio Mateo continúa describiéndonos el estilo de vida del discípulo-misionero, evidenciando la exigencia radical de la misión. En este texto podemos captar la tensión que vivían las primeras comunidades cristianas y las dificultades dentro de las mismas familias cuando se sentían llamadas al seguimiento de Jesús. Y es que cuando se decide tomar en serio la vida cristiana se puedan dar rupturas e incomprensiones incluso con la misma familia. No se trata de no vivir con dedicación y fidelidad las relaciones familiares, pero se debe meter en el centro de nuestras prioridades el seguimiento de Jesús el amor a él «con todo el corazón, con toda la mente, con todas nuestras fuerzas» (Mc12,30).

La exigencia del discipulado está, como nos advierte Jesús, en «tomar su cruz para seguirle». Seguir al Maestro implica para el discípulo morir a su mismo. Curiosamente al perder la propia vida, al entregarla al servicio del Reino de Dios, es cuando la encontramos en plenitud, porque se entra en la dinámica del don, en la donación de la propia vida. Pidamos al Señor la gracia de hacer nuestro su estilo de vida, de vivir su propuesta novedosa y alternativa. Para que nuestras acciones, por pequeñas que sean, como dar un vaso de agua, sirvan para aliviar algo el sufrimiento de nuestro mundo y ser una Buena Noticia para los que nos rodean.

Edgardo Guzmán, cmf.