I Vísperas – Domingo XIX de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XIX de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Acuérdate de Jesucristo,
resucitado de entre los muertos.
Él es nuestra salvación,
nuestra gloria para siempre.

Si con él morimos, viviremos con él;
si con él sufrimos, reinaremos con él.

En él nuestras penas, en él nuestro gozo;
en él la esperanza, en él nuestro amor.

En él toda gracia, en él nuestra paz;
en él nuestra gloria, en él la salvación. Amén.

SALMO 112: ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

SALMO 115: ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO

Ant. Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Tenía fe, aun cuando dije:
«¡Qué desgraciado soy!»
Yo decía en mi apuro:
«Los hombres son unos mentirosos.»

¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.

Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo,
siervo tuyo, hijo de tu esclava:
rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor Jesús se rebajó, y por eso Dios lo levantó por los siglos de los siglos.

LECTURA: Hb 13, 20-21

Que el Dios de la paz, que hizo subir de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna, os ponga a punto en todo bien, para que cumpláis su voluntad. Él realizará en nosotros lo que es de su agrado, por medio de Jesucristo; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

RESPONSORIO BREVE

R/ Cuántas son tus obras, Señor.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

R/ y todas las hiciste con sabiduría.
V/ Tus obras, Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Cuántas son tus obras, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Jesús subió al monte a solas para orar y, llegada la noche, estaba allí solo.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Jesús subió al monte a solas para orar y, llegada la noche, estaba allí solo.

PRECES
Recordando la bondad de Cristo, que se compadeció del pueblo hambriento y obró en favor suyo los prodigios de su amor, digámosle con fe:

Muéstranos, Señor, tu amor.

Reconocemos, Señor, que todos los beneficios que hoy hemos recibido proceden de tu bondad;
— haz que no tornen a ti vacíos, sino que den fruto, con un corazón noble de nuestra parte.

Oh Cristo, luz y salvación de todos los pueblos, protege a los que dan testimonio de ti en el mundo
— y enciende en ellos el fuego de tu Espíritu.

Haz, Señor, que todos los hombres respeten la dignidad de sus hermanos,
— y que todos juntos edifiquemos un mundo cada vez más humano.

A ti, que eres el médico de las lamas y de los cuerpos,
— te pedimos que alivies a los enfermos y des la paz a los agonizantes, visitándolos con tu bondad.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Dígnate agregar a los difuntos al número de tus escogidos,
— cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, a quien podemos llamar Padre, aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

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Lectio Divina – Sábado XVIII de Tiempo Ordinario

1) Oración inicial 

Ven, Señor, en ayuda de tus hijos; derrama tu bondad inagotable sobre los que te suplican, y renueva y protege la obra de tus manos en favor de los que te alaban como creador y como guía. Por nuestro Señor. 

2) Lectura 

Del santo Evangelio según Mateo 17,14-20
Cuando llegaron donde la gente, se acercó a él un hombre que, arrodillándose ante él, le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, porque es lunático y sufre mucho; pues muchas veces cae en el fuego y muchas en el agua. Se lo he presentado a tus discípulos, pero ellos no han podido curarle.» Jesús respondió: «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo acá!» Jesús le increpó y el demonio salió de él; y quedó sano el niño desde aquel momento.
Entonces los discípulos se acercaron a Jesús, en privado, y le dijeron: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?» Díceles: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: `Desplázate de aquí allá’, y se desplazará, y nada os será imposible.» 

3) Reflexión

• Contexto. Nuestro pasaje presenta a Jesús en su actividad de curar. Después de su permanencia con los discípulos en la región de Cesaréa de Felipe (16,13-28), Jesús sube a una montaña alta y se transfigura ante tres de sus discípulos (17,1-10); después alcanza a la gente (17,14.21) y de nuevo se acerca a Galilea para recuperarla (17,22) ¿Qué pensar de estos desplazamientos geográficos de Jesús? No se puede excluir que hayan sido de contenido geográfico, pero Mateo quiere expresar su función en un itinerario espiritual. En su camino de fe, la comunidad está siempre llamada a recorrer el itinerario espiritual que ha trazado la vida de Jesús: partiendo de la Galilea de su actividad pública y desde ésta hasta su resurrección, atravesando el camino de la cruz. Un itinerario espiritual en el que la fuerza de la fe juega un papel esencial.
• La fuerza de la fe. Después de su transfiguración, Jesús y la pequeña comunidad de sus discípulos vuelven con la gente antes de regresar a Galilea (v.22) y alcanzan Cafarnaúm (v.24). Mientras Jesús se encuentra entre la gente, se acerca a él un hombre y le ruega con insistencia que intervenga ante el mal que tiene aprisionado a su hijo. La descripción que precede a la intervención de Jesús es verdaderamente precisa: se trata de un caso de epilepsia con todas sus consecuencias patológicas a nivel psíquico. En tiempo de Jesús, este tipo de enfermedad se atribuía a fuerzas malignas, y precisamente a la acción de Satanás, enemigo de Dios y del hombre y, por tanto, origen del mal y de todos los males. Ante este caso en el que emergen persistentemente las fuerzas malignas superiores a la capacidad humana, los discípulos se sienten impotentes para curar al joven (vv.16-19) por razón de su poca fe (v.20). Para el evangelista, este joven epiléptico es símbolo de los que desprecian el poder de la fe (v.20), los que no están atentos a la presencia de Dios en medio de ellos (v.17). La presencia de Dios en Jesús, que es el Emmanuel, no es reconocida; es más, no basta entender alguna cosa sobre Jesús, es necesaria la verdadera fe. Jesús, después de haber reprender a la gente, manda traer al joven: “Traédmelo acá” (v.17); lo cura y lo libera en el momento en el que el demonio grita. No basta el milagro de la curación de una sola persona, es también necesario curar la fe incierta y débil de los discípulos. Jesús se acerca a ellos que están confundidos a aturdidos por su impotencia: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?” (v.20). La respuesta de Jesús es clara: “Por vuestra poca fe”. Jesús pide una fe capaz de trasladar las montañas del propio corazón para poder identificarse con su persona, con su misión, con su fuerza divina. Es verdad que los discípulos lo han abandonado todo para seguir a Jesús, pero no han podido curar al joven epiléptico debido a su “poca fe”. No se trata de falta de fe, sino de fe débil, vacilante a causa de las dudas, del predominio de la desconfianza y de la duda. Es una fe que no arraiga totalmente en la relación con Cristo. Jesús se excede en el lenguaje cuando dice: “si tenéis fe como un grano de mostaza” podréis trasladar las montañas; es una exhortación a dejase conducir, en el obrar, por la fuerza de la fe que se hace fuerte sobre todo en los momentos de prueba y de sufrimiento y que alcanza la madurez cuando no se escandaliza ante el escándalo de la cruz. La fe lo puede todo y, con tal que se renuncie a fiarse de las propias capacidades humanas, puede trasladar las montañas. Los discípulos y la primitiva comunidad han experimentado que la incredulidad no se vence sólo con la oración y el ayuno, sino que es necesario unirse a la muerte y a la resurrección de Jesús. 

4) Para la reflexión personal 

• En la meditación de este pasaje hemos observado cómo se sitúan los discípulos ante el epiléptico y ante Jesús mismo. ¿Descubres tu camino de relación con Jesús y con los demás recurriendo a la fuerza de la fe?
• Jesús, desde la cruz, da testimonio del Padre y lo revela totalmente. La palabra de Jesús que has meditado te pide una adhesión total: ¿Te sientes comprometido cada día en trasladar las montañas de tu corazón que se interponen entre tu egoísmo y la voluntad de Dios? 

5) Oración final

¡Sea Yahvé baluarte del oprimido,
baluarte en tiempos de angustia!
Confíen en ti los que conocen tu nombre,
pues no abandonas a los que te buscan, Yahvé. (Sal 9,10-11)

Esperemos a Dios en calma

1.- Elías esperaba a Dios como una fuerza magnificente y terrible y llega como un susurro. Los Apóstoles –a bordo de la barca de Pedro: la Iglesia– creen que se van a hundir, pero en seguida llega la calma. Esto nos debe enseñar que Dios esta más presente en la serenidad de nuestra calma interior, que en los hecho agitados de la vida. Pero en esos tiempos duros no podemos olvidar a Dios: El va a llegar, precisamente, cuando más le necesitemos. Pero deberíamos entender que Dios es normalidad, es quietud, es paz. Su poder es evidente y podría presentársenos como algo terrible y tonante. Jesús aparece transfigurado, junto a Moisés y a Elías. Pero, El conoce a sus criaturas y sabe que partir las aguas del Mar Rojo solo es para algunas ocasiones de indudable importancia o gravedad. La enseñanza del Evangelio que acabamos de escuchar es esa. Porque Dios, Nuestro Señor, está en los hechos cotidianos, en los pucheros de Santa Teresa, en nuestro lugar de trabajo, en el hogar junto a la paz amorosa de la vida familiar. Sin embargo, no debemos limitar el poder de Dios. Jesús camina sobre las aguas en medio de la tempestad para que los discípulos no duden de su poder divino. Y si nos fiamos de El, seremos capaces de lo extraordinario, de lo inexplicable. Pero nuestra condición humana pesa y nos hunde. Pedro no es capaz de caminar sobre las aguas. Y eso es más que normal. Las tribulaciones, los miedos, las ausencias de fe, siempre estarán en nosotros. Y así, cuando nos hundimos, si invocamos al Señor El nos salvará. Luego llegará la calma y el cambio de la tribulación a la paz nos va a hacer exclamar, como a los Apóstoles que «realmente eres Hijo de Dios».

2.- Pedro nos da otra lección cuando dice: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». Podemos encontrarnos en nuestra vida con momentos, incluso de fuerte contenido espiritual que necesitemos pedir al Señor Jesús que nos ayude a conocer si está en lo que nos llega. San Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos la semana pasada, habla en sus ejercicios en discernir los espíritus y en los engaños del maligno convertido en ángel de luz. Por ello habrá momentos en los que nuestra oración deberá dirigirse, como la de Pedro, con la expresión de «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti» y podremos reconocerle, como Elías, en el susurro, en la quietud y paz de nuestro espíritu.

3.- Este episodio de Elías, en el Horeb, en el Monte de Dios, que espera, por indicación de Dios, su llegada, nos muestra la necesidad de discernir constantemente respecto a los sucedidos que ocurren a nuestro alrededor. Tenemos la necesidad de comprender cuales son –y como son– los designios del Señor. Y a veces nosotros nos hemos hecho idea de un Dios inaccesible, fuerte, poderoso, que ejerce su poder con gran aparato y espectáculo. «Vino un huracán –leemos en el Libro Primero de los Reyes– tan violento que descuajaba los montes y hacia trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego». Elías no encuentra allí al Señor. Espera y soporta la inclemencia con fe.

Así pueden ser algunos momentos de nuestra vida: terribles y portadores de dificultad y de temor. Hay que saber esperar y entender, con la ayuda de Dios. «Después –sigue el relato bíblico– del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva». Elías ha reconocido a Dios y se comporta con debe hacerlo en su presencia: tapa su rostro y espera su gracia. Los Apóstoles iban a vivir un suceso parecido. El no era la tormenta, pero tiene poder sobre ella e instantáneamente llega la calma. Ahí debe estar nuestra esperanza: en la paz que el Señor nos va a dar si le invocamos en tiempo de peligro o de tribulación. Es más que obvio que todo esto puede aplicarse a los hechos cotidianos de nuestro tiempo, los cuales, a veces, se presentan con una dureza y violencia extraordinarias. Esperemos, pues, la paz y la calma de Dios. Pidámoslas a Nuestro Señor Jesucristo.

4.- El fragmento de la Carta a los Romanos que acabamos de escuchar plantea uno de los hechos más sorprendentes de la historia humana. ¿Por qué los integrantes del pueblo elegido se opusieron totalmente a la acción salvadora de Cristo? Con ello se modifico la forma de la Redención y el género humano en lugar de obtener su salvación de manera inmediata tuvieron que iniciar un largo peregrinaje. Es verdad que la negativa judía a aceptar a Jesús como Salvador nos hizo a todos nosotros –que si confiamos en la salvación de Jesús– en cooperadores y continuadores de la labor de Cristo hasta la consumación de los siglos. Pero el hecho de esa negativa histórica esta ahí –a nivel humano– como un gran misterio, que de todos modos muestra la libertad plena que Dios ha dado a sus criaturas. Libertad incluso que llegaría a la negación total y a la ejecución sumaria de su Hijo. Pablo, de hecho, no se lo explica todavía y expresa su pesar ante la actitud de su pueblo. En el contexto de las otras dos lecturas de hoy, en las que Dios se nos manifiesta en paz, la Carta de Pablo es el necesario contraste muy pegado a la realidad: Dios no se hará presente a quienes le niegan constantemente y no le invocan. No es una negativa divina a aparecer, es una locura humana a buscar la presencia de Dios donde, precisamente, no está.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Sábado XVIII de Tiempo Ordinario

De nuevo nos encontramos con Jesús atendiendo a la petición de un hombre afligido que, arrodillándose ante él, le pide compasión, no para sí, sino para su hijo, que está enfermo. Señor –le dice-, ten compasión de mi hijo que tiene epilepsia y le dan ataques: muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de curarlo.

Es la súplica de un hombre angustiado que se agarra a Jesús como último recurso, puesto que ya ha probado otros medios sin éxito alguno. Ha acudido incluso a los discípulos del maestro taumaturgo, pero no ha conseguido nada, pues estos no han sido capaces de curarlo. Jesús reacciona señalando una carencia que parece concernir no sólo a sus discípulos, sino a su entera generación, y que es en definitiva la causa que explica su incapacidad para obrar el milagro: ¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.

La gente sin fe no puede, porque lo que da el poder es precisamente la fe. He aquí la imagen humana del Dios que se ve obligado a soportar con paciencia la incredulidad de sus criaturas. Aun así, no deja de ejercer conforme a lo que es, compasivo y misericordioso. Por eso, les dice: Traédmelo; y, teniéndolo delante, increpa al demonio para que salga de él y el niño se ve liberado y curado. Es entonces, una vez que se ha consumado la sanación, cuando sus discípulos se acercan a él pidiendo una explicación: ¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros? Se creían con potestad para hacerlo, pero les había fallado el poder. ¿Dónde estaba el problema? Jesús señala de inmediato el punto neurálgico de la dificultad. El problema estaba en la fe: no habían podido echarlo por su poca fePorque si vuestra fe –les dice- fuera como un grano de mostazale diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible.

La falta de poder se hace radicar en la falta de fe. Luego la fe, por pequeña que sea –aunque sea del tamaño de un grano de mostaza-, es la que da el poder de mover, de curar o de expulsar al intruso. Nada os sería imposible, porque el poder que otorga la fe es el poder del mismo Dios, para quien nada es imposible, ni siquiera sacar ser de la nada; mucho menos, devolver la salud a un enfermo o trasladar montañas. No hay poder más grande que el poder creador o poder de dar ser y vida donde no hay nada o donde sólo se dispone de los “ladrillos de la vida” o de sus reliquias mortuorias. Tal es el poder de Dios. Pero Jesús nos dice que nuestra fe nos da acceso a este poder. Y si no somos capaces, como aquellos discípulos, es que no tenemos fe o nuestra fe es raquítica.

Por tanto, a la pregunta por nuestra falta de poder para lograr la victoria sobre el mal, no tenemos otra respuesta, en la lógica del evangelio, que nuestra falta de fe. Puede parecer que tenemos fe porque rezamos, celebramos o esperamos, y sin embargo no tenerla o tener una fe muy condicionada o muy puesta en cuestión y, en consecuencia, muy debilitada; y ya sabemos la fuerza que tienen las cosas (o personas) débiles o debilitadas: muy poca.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Lumen Gentium – Documentos Concilio Vaticano II

La Iglesia visible y espiritual a un tiempo

8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo invisible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compra, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente aÉl, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4, 16).

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28, 18 ss), y la establecida perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf. 1Tm 3, 15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.

Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios…, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2, 6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2Co 8, 9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4, 18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2Co 5, 21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.

La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1Co 11, 26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos.

¡Señor, Sálvame!

1.- «En aquellos días, al llegar Elías al monte de Dios, al Horeb, se refugió en una gruta» (1 R 19, 9) Este pasaje del libro primero de los Reyes recoge uno de los peores momentos de la vida del profeta Elías. La reina pagana Jezabel le perseguía con saña inaudita, queriendo vengarse a toda costa de ese hombre que ha vencido a los pseudoprofetas del dios Baal. Elías, atemorizado, emprende la ruta del desierto, se esconde en el monte, como un fugitivo al que están a punto de darle alcance sus perseguidores. Y al llegar al monte Horeb, se refugia en una cueva, buscando en la soledad la compañía de Dios.

Elías comprende que sólo del Señor le puede venir el consuelo para su amargura; sólo en él puede encontrar la fortaleza necesaria para seguir caminando cuesta arriba. Por eso huye de los hombres y se interna en el misterio recóndito de la intimidad de Dios. Y el Señor le espera ahí, en esa soledad serena. Como te espera a ti que, quizás, no acabes de refugiarte en él… Buscar a Dios, hasta encontrarle en la soledad de nuestra habitación, en la lejanía de la montaña, o en la cercanía del río, en la compañía de sólo árboles, sol y agua. Buscar a Dios, llegar hasta él, acudir cada día, por unos momentos al menos, a esa cita, siempre abierta, de este Jesús Señor nuestro que siempre, en el Sagrario o en cualquier otro lugar, aguarda nuestra llegada.

2.- «Después se escuchó un susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta» (1 R 19, 13) Elías espera la llegada de Dios, sumergido en el silencio de la montaña. Y de pronto el viento se levanta violento, como un huracán que hace crujir las rocas. Pero allí no estaba Dios. Luego la tierra comienza a temblar y a resquebrajarse en profundas grietas. Y tampoco en el terremoto estaba Dios. Apenas se calla el rugido de la tierra, cuando comienzan a crepitar en llamas los árboles de la ladera. Pero tampoco en el fuego estaba Dios.

Es una brisa tenue, un susurro de las ramas, un silencio apenas roto. Y Elías se postra en tierra, consternado y exultante al sentir la cercanía de Dios… De siempre el espíritu del hombre ha necesitado el silencio para escuchar la voz de Dios. En efecto, el silencio no es sólo un sedante para los nervios y un reposo para nuestras facultades psíquicas, es también el clima habitual donde Dios se nos comunica. Aunque a veces es posible que la voz del Señor nos llegue en medio del fragor de la vida corriente. Pero de ordinario, y Dios así lo quiere, hay que buscarlo en la soledad, en el silencio de una iglesia, en la calma del amanecer, en la tarde serena y callada. Junto al río, en la montaña, de cara al cielo, en el silencio.

3.- «Voy a escuchar lo que dice el Señor» (Sal 84, 9) Las palabras que inician este salmo responsorial son una llamada de atención sobre algo decisivo: Dios nos habla y hay que escucharlo. A fuerza de oír las lecturas breves de la Misa, acabamos por acostumbrarnos a ellas, a pesar de que son palabras inspiradas por el Espíritu Santo. Y si esa Palabra se compara con la lluvia, nosotros somos como piedra lisa y grasienta por la que el agua resbala sin penetrarla, sin que haya la más remota posibilidad de que brote en nosotros semilla alguna.

Si no nos esforzamos, si no roturamos nuestra tierra con la oración y el sacrificio, nos quedaremos siempre secos, baldíos e impotentes para toda obra buena. Seremos camino que la gente pisa y los pájaros picotean sin permitir que la simiente agarre, terreno de espinos y abrojos que ahoga y asfixia todo buen deseo o recto propósito.

Si contestamos a la proclamación de la Palabra de Dios con un «te alabamos, Señor», pensemos que es imposible la alabanza de Dios sin una respuesta viva, concretada en buenas obras. La Palabra de Dios es siempre interpeladora, una exhortación que urge y apremia.

4.- «La salvación está ya cerca de sus fieles…» (Sal 84, 10) Sí, la Palabra de Dios nos interpela, no es nunca un monólogo, quiere ser siempre un diálogo. Cuando el Señor habla no lo hace al viento o a un puñado de espectadores pasivos. Él siempre habla para alguien y para algo. Ese alguien somos cada uno de nosotros, y ese algo es nada menos que nuestra propia y personal salvación. Si de veras estuviéramos convencidos de que esto es así, nuestra actitud cambiaría, escucharíamos con avidez su palabra bienhechora, lucharíamos por llevarla a la práctica con una vida santa.

Vamos a reflexionar un poco sobre estas realidades de nuestra Fe, parémonos a pensar en ello inmersos en la presencia de Dios. No nos limitemos a un «te alabamos, Señor», y luego volvamos a la calle como si nada nos hubieran dicho, como si no hubiéramos escuchado el mensaje de urgencia que Cristo repite para salvarnos.

No podemos hacer de la Palabra de Dios algo ajeno a nosotros, palabras extrañas que el viento se lleva y que borra el breve paso de una hora. Abramos los surcos de nuestro espíritu, las ventanas de la mente y de la voluntad para que la luz de Dios nos alumbre y nos fortalezca. Vamos a pedir sencillez y humildad, escuchemos con las debidas disposiciones lo que Dios nos dice. Pongamos más esfuerzo y espíritu de sacrificio para ser fieles a lo que el Señor nos pide, persuadidos de que en eso está nuestra salvación.

4.- «Siento una gran pena y un dolor incesante…» (Rm 9, 2) San Pablo, como todos los apóstoles, como el mismo Jesucristo, era judío. Dios quiso escoger un pueblo de entre todos los de la tierra, y elige a Israel para que sea el depositario de las promesas de salvación. Es cierto que el Señor se quejará de ese pueblo de dura cerviz, que no acababa de responder al infinito amor de Dios. Pero también es verdad que ese pueblo reaccionó bien muchas veces ante los castigos del Señor, y obtuvo con frecuencia el perdón divino, la prueba clara de la compasión de Dios.

Sin embargo, algunos dirigentes de ese pueblo rechazaron al ungido de Yahvé, se negaron a reconocer al verdadero Mesías, tanto tiempo esperado y deseado… El apóstol san Pablo contempla esa situación y siente una profunda pena, un dolor incesante al ver que muchos de sus hermanos de sangre no han querido ver en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios hecho carne. Vino a los suyos -dice el Prólogo del IV Evangelio y los suyos no lo recibieron. Esta realidad hacía sufrir a Pablo, de tal forma que afirma que quisiera ser un proscrito lejos de Cristo, con tal de salvar a sus hermanos los judíos.

5.- «Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos…» (Rm 9, 4) Ellos tienen la presencia de Dios, continúa el texto paulino, tienen la Alianza, la Ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según lo humano, nació el Mesías… Ante todo eso, pudiera pensarse que las promesas que Yahvé hizo al pueblo de Israel, fueron unas promesas vanas. Y sin embargo, de ningún modo fue así, ya que no todos los de Israel fueron infieles al querer divino, ni todos los hijos de Abrahán negaron a Cristo. Es decir, que entre los suyos, los judíos, hubo quienes le recibieron y a ellos les dio el Señor la potestad de ser hijos de Dios.

Por tanto, los primeros discípulos de Jesús eran israelitas, aquellos piadosos judíos que sin hacer caso de las insidias de los fariseos y escribas, aceptaron a Jesús como salvador del mundo. Y así lo proclamaron por la tierra entera. Además también obtuvieron la salvación prometida aquellos que, sin pertenecer por la sangre al pueblo escogido, forman parte de él a través del Bautismo y de la fe en Cristo… Al considerar estas ideas y estos hechos, hemos de mirar con cariño y respeto al pueblo judío, aunque no acabe de aceptar a Jesucristo. Por otra parte, hemos de sentirnos felices al sabernos parte del pueblo de Dios, la Iglesia. Contentos y temerosos, porque si muchos de Israel fueron rechazados, también lo seremos nosotros si no aceptamos con todas sus consecuencias la persona y el mensaje del Señor.

6.- «Los de la barca se postraron ante él…» (Mt 14, 33) Jesús se nos muestra con frecuencia recogido en oración. Él que venía a enseñar a los hombres estando en medio de ellos, se retiraba a menudo para estar a solas con el Padre. Ese gesto ya era un modo claro de enseñarnos algo fundamental, la necesidad de retirarnos a la soledad para hablar con nuestro Padre.

Se ha dicho, y es verdad, que la oración es como el respirar del alma. En efecto, es imposible vivir una vida interior seria, de íntima unión con Dios, si no se hace mucha oración. Por otra parte, y dicho de otra manera, es imposible alcanzar la perfección cristiana sin hacer oración. Quizás por eso hay pocos santos, porque no hay muchos que hagan oración.

La oración es descanso del alma, fortaleza del espíritu, serenidad y confianza en medio de las más arduas dificultades. Orar es acercarse a Dios, hablarle, comunicarse con él. De ahí que la oración levante el ánimo y alegre el corazón, ilumine nuestro camino y nos capacite para recorrerlo.

El texto nos narra también que los apóstoles bogaban en medio del mar encrespado, que el viento y las aguas estaban a punto de hundirles la barca. En aquella noche cerrada, las olas se agitaban y los vientos les eran contrarios. Jesús se les acerca entonces. Atónitos contemplan cómo anda sobre las aguas. Es un fantasma, gritan aterrados. Pero el Señor exclama: Ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Fueron unos momentos que luego han pasado a ser un símbolo para todos los que se encuentran en medio de un peligro similar, esos momentos en los que parece que todo está perdido y nos hundimos en medio de la oscuridad que nos rodea. Entonces hemos de escuchar cómo también a nosotros nos dice que no tengamos miedo. Sí, el Señor está siempre cerca y nos anima.

Pedro, como tantas veces, intervino de modo un bastante atrevido. Y se pone a caminar sobre las aguas, hacia Jesús que le espera. Se sostiene por unos momentos, pero de pronto duda y comienza a hundirse. ¡Señor, sálvame!, grita asustado… Qué poca fe. Como tú y yo tantas veces. Pero no importa, acudamos como Pedro al Señor. También a nosotros nos tomará de la mano cuando todo parezca perdido y nos salvará.

Antonio García Moreno

La debilidad de Pedro

1.-Señor, sálvame. Estas palabras le recuerdan a uno aquellas otras. Y Jesús miró a Pedro y Pedro lloró amargamente. Cuando esas frases se ponían por escrito, Pedro era la cabeza de la Iglesia. Era la roca firme sobre la que se estaba construyendo la incipiente Iglesia. ¿Por qué se empeñan los evangelistas en mostrar la debilidad de Fe de la primera jerarquía eclesiástica?

Si uno de nuestros Papas modernos hubiera tenido un momento de debilidad de su fe, cuántas cortinas de humo hubiéramos echado todos para evitar que, lo que hubiéramos llamado mal ejemplo, no hiciera daño a la Fe de los cristianos.

No sabemos lo que es Fe. Nos hemos empeñado en hacer de la Fe un esplendoroso sol que ilumina toda nuestra vida y todos nuestros caminos, un cálido sol que nos mece y adormece en nuestras creencias.

Como Pedro, que al oír Ven, creyó que aquellas palabras iban a convertir el agua en precioso paseo enlosado de piedra pulida. Y los vientos en cariñosa caricia de aire de primavera. Y el ensordecedor rugido de las olas en cantos de pájaros. Creyó que su Fe en aquel Ven del Señor le iba a facilitar el camino. Iba a ser la palabra mágica que le iba a asegurar contra todos los agentes externos, porque tampoco sabía lo que era la Fe… como nosotros.

2.- Ven, imperioso, cercano, promesa de que nuestro camino no lo vamos a hacer solos. Los elementos van a seguir rugiendo, las olas van a seguir amenazantes, el agua va a mal cubrir el abismo. Pero ese Ven nos hará ir tras el Señor, temblando de miedo, empapados de agua salobre, azotados con furia por la tormenta. Un Ven que no está en contradicción con aquel, Señor sálvame.

Sálvame, no es el hierático “Señor salva a tu Iglesia” que podría rezarse desde el solio del Romano Pontífice en Roma. Es el sincero “Sálvame, porque el primero que está en peligro de los embates de la vida, soy yo, Pedro, la cabeza visible de Cristo en la tierra. Sálvame porque soy tan débil como mis hermanos”.

3.- Cuando el que está arriba empieza a sentirse débil, como los demás, empieza a tener miedo, empieza entonces a estar arriba de verdad, porque se hace miedoso como los niños, que son los primeros en el Reino de los Cielos.

Aquel Sálvame de Pedro debió ser la palabra más reconfortante para aquellos primeros cristianos perseguidos, encarcelados, torturados, muertos en el circo romano.

Sálvame, porque todos necesitamos la mano fuerte del Señor.

José María Maruri, SJ

Ante las dificultades: el remo de la oración

1. Había quedado atrás aquel milagro espectacular de la multiplicación de los panes y de los peces. Los discípulos, sin pensárselo dos veces, subieron a la barca invitados por Jesús.

Con aquel Señor que cumplía lo que decía, que multiplicaba a miles, panes y peces, merecía la pena ser seguido y obedecido.

Pero, como en las películas, en el seguimiento a Jesús hay escenas de miedo. Momentos donde parece detenerse la felicidad. Instantes que uno quisiera pasar rápidamente para llegar al final cuanto antes.

Los discípulos se embarcaron en aquella aventura que Jesús les sugirió. Pronto comenzaron las dificultades. Las aguas turbulentas, el mar embravecido les hizo comer su propia realidad: seguir a Jesús no implica vivir al margen de las pruebas, de los sufrimientos o de los temores. Eso sí, vivir con Jesús, aporta la fortaleza y serenidad necesarias para seguir adelante y para que nunca, las zancadillas, sean mayores que nuestra capacidad para sortearlas.

2. – Uno, cuando es creyente convencido (no solo bautizado) pone sus afanes no solamente en la exclusividad de sus fuerzas y carismas. Jesús, aún siendo Hijo de Dios, necesitaba de ese “tú a tú” de la oración. Escogía espacio y tiempo, lugares y silencio para un coloquio con Dios.

A Jesús, en su experiencia de Getsemaní, se le diluyeron los miedos y las ganas de renunciar a su misión, por el contacto íntimo con Dios. ¿No será que nuestras fragilidades y cobardías son fruto de nuestra deficitaria comunión o comunicación con el Señor?

¡No tengáis miedo! Nos dice el Señor en este domingo. En pleno verano y con un sol de justicia, buscamos sombrillas y lociones que nos hagan más llevadero el tórrido calor. Tenemos miedo a quemarnos y miedo al dolor. La fe, cuando está solidamente fundamentada y enganchada en Jesús, es la mejor sombrilla y la mejor loción que podemos utilizar para evitar quemaduras en el alma y sonrojo en el rostro.

3.- Estamos en unos tiempos donde hemos de saber contemplar la presencia de un Dios que nos está tensando un poco. Que está purificando nuestro discipulado. Nuestra pertenencia a su pueblo.

Hoy, como Pedro, gritamos aquello de ¡Señor, sálvame! Dejemos un margen de confianza al Señor. Lancémonos a las aguas de nuestro mundo sin miedo a ser engullidos por ellas. Si, el Señor va por delante, tenemos las de ganar. El es el dueño de la barca. El sentido de nuestra historia. El fin de nuestra oración y de nuestra entrega. En el silencio aparente, en la ausencia dolorosa es donde hemos de aprender a buscar y a ver el rostro del Señor que, un domingo más y en pleno verano, nos grita: ¡Animo soy yo, no tengáis miedo!

Javier Leoz

Caminar sobre el agua

Son muchos los creyentes que se sienten hoy a la intemperie, desamparados en medio de una crisis y confusión general. Los pilares en los que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto sacudidos violentamente desde sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la infalibilidad del papa, el magisterio de los obispos, ya no pueden sostenerlos en sus convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo y desconcertante ha llegado hasta sus oídos creando malestar y confusión, antes desconocidos. La «falta de acuerdo» entre los sacerdotes y hasta en los mismos obispos los ha sumido en el desconcierto.

Con mayor o menor sinceridad son bastantes los que se preguntan: ¿Qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogmas hay que aceptar? ¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder a estas preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar «perdiendo la fe».

Sin embargo, no hemos de confundir nunca la fe con la mera afirmación teórica de unas verdades o principios. Ciertamente, la fe implica una visión de la vida y una peculiar concepción del ser humano, su tarea y su destino último. Pero ser creyente es algo más profundo y radical. Y consiste, antes que nada, en una apertura confiada a Jesucristo como sentido último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor a los hermanos y esperanza última de nuestro futuro.

Por eso se puede ser verdadero creyente y no ser capaz de formular con certeza determinados aspectos de la concepción cristiana de la vida. Y se puede también afirmar con seguridad absoluta los diversos dogmas cristianos y no vivir entregado a Dios en actitud de fe.

Mateo ha descrito la verdadera fe al presentar a Pedro, que «caminaba sobre el agua» acercándose a Jesús. Eso es creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra firme. Apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones, argumentos y definiciones. Vivir sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra confianza en él.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XVIII de Tiempo Ordinario

En aquel tiempo se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: «Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques: muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo. Jesús contestó: «¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo». Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño.

Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: «Por vuestra poca fe. Os aseguro que, si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible».

Queridos hermanos:

Asombrados nos quedamos al intuir que el Maestro intenta comunicar a sus torpes discípulos que hay una fuerza poderosa ante la cual no hay obstáculo que valga, incluso ni lo más sólido e inamovible: los montes.

¿Una potencia extraordinariamente peculiar la de la fe? Sin duda. Cómo no traer a la memoria ese capítulo 11 de la carta a los hebreos, ¿verdad? Esa preciosa letanía de las maravillas que obra la fe en los hombres y mujeres que se dejan conquistar y guiar por ella…. No me resisto a recordar alguno de los versículos del final: “los cuales por la fe conquistaron reinos, administraron justicia, vieron cumplidas las promesas, cerraron la boca a leones, extinguieron el ardor del fuego, evitaron el filo de la espada…”

Asombroso despliegue, ¿no es cierto?

De ahí que sienta la necesidad de acoger humildemente las palabras del Maestro: “¡Qué poca fe!”.

El reproche viene de sus labios. Lo escucharon los discípulos en más de una ocasión (al menos, así nos lo cuentan los evangelistas).

De ahí que sienta también la urgencia de permitir que me atraviese el corazón para limpiarlo de las contaminaciones de desconfianza, de cálculo, de prevención… que han ido acumulándose dentro. Porque siento que es cierto. ¡Qué de cosas se han quedado sin ver la luz por no atreverme a creer! ¡Cuántos pequeños milagros cotidianos si hubiera confiado más!

Como el agua que cae para empapar la tierra, permitamos a lo largo de la jornada que nos cale el vigor de su palabra, que vaya desgastando la roca de la incredulidad… El poder de Dios, la potencia de la fe, como un grano de mostaza, como una semilla… Milagro de germinación:

Si crees, ¡creas!.
Si crees, ¡recreas!
Si confías, ¡lo haces posible!
Si te fías, ¡adelantas el futuro!

Extiendo las manos. Solamente anhelando, deseando que Él deposite en ellas (en las tuyas, en las mías): unos granos de fe. 

Juan Carlos Rodríguez, cmf