Os aseguro –les decía Jesús a sus discípulos- que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. La observación era muy pertinente, pues podía aplicarse al tránsito por la muerte de cualquier vida llamada a perpetuarse o multiplicarse. La muerte del grano enterrado (=sembrado) no es una muerte aniquiladora, que reduzca al grano a la condición de materia inerte; es más bien una muerte transformante, que implica una cierta destrucción, pero que no le arrebata al grano su capacidad germinadora, porque pasando por ese proceso mortal renace con una pujanza de vida mayor; es la vida del grano multiplicada en la espiga. El grano «muerto» no ha quedado infecundo; se ha multiplicado en la espiga, que concentra una vida más abundante.
La metáfora permite pensar en la fecundidad de las vidas entregadas hasta el extremo de la muerte (vidas martiriales), y en la resurrección o metamorfosis de esas vidas que, pasando por la muerte, alcanzan una vitalidad infinitamente superior a la que tenían antes de ser enterradas: la vitalidad de lo imperecedero o eterno. Jesús mismo interpretó su vida mortal a la luz de esta metáfora: la vida de un grano de trigo que tiene que caer en tierra y morir para dar fruto; de lo contrario, quedaría infecundo. Su encarnación ya fue un «caer en la tierra» y una «tierra mortal»; pero, además, su singular estilo de vida le llevó más rápidamente a ese momento, al momento del enterramiento y de la fecundidad, una fecundidad que brota de la muerte.
Lo que hace fecunda la muerte de Cristo es que es la muerte de una vida entregada que es, a su vez, vida del Redentor. Esta vida hace de su muerte una muerte redentora, es decir, con la fecundidad propia de la redención, una fecundidad que no se reduce a la vida del Resucitado, sino que alcanza a la vida de cuantos resucitan con él, esto es, de esos otros cristos (=cristianos) que han renacido con el Hijo en el bautismo. Tales son los que se ven reflejados en los múltiples granos que penden de la espiga renacida. La fecundidad de este grano enterrado que es el Crucificado y sepultado se hace realidad histórica en esa Iglesia (de la que nosotros formamos parte) nacida de su costado a impulsos del Espíritu del Resucitado de entre los muertos. La muerte de Cristo es, por tanto, tan fecunda como la de ese grano de trigo caído en tierra. Por analogía, cualquier vida entregada por amor hasta la muerte debe ser una vida fecunda, como lo ha sido la de tantos hombres y mujeres que han dado su vida por una causa justa o benéfica para la humanidad.
La frase que sigue nos permite interpretar la muerte fecunda del grano de trigo como un acto de desapropiación. El que se ama a sí mismo –precisaba Jesús- se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. Si el grano de trigo no se dejase sembrar por conservar su integridad, quedaría infecundo, no daría fruto. La fructificación implica, pues, un «morir a sí mismo», una renuncia, sin la cual no se produciría. He aquí el acto de desapropiación o entrega voluntaria. Es lo que Jesús llama aborrecerse a sí mismo en este mundo: un morir para vivir. En este paradójico movimiento consiste la vida del cristiano: un morir a nosotros mismos (abnegación) para que Cristo viva en nosotros y se potencie nuestra capacidad de fructificar. Morir a nosotros mismos es mortificar gustos, deseos, proyectos, voluntad para acoger la voluntad de Dios; es guardarnos para Dios y para la vida con la que Él quiere recompensarnos.
Jesús agrega a modo de colofón: El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor, a quien me sirva, el Padre lo premiará. El servicio de Cristo es siempre voluntario. Le sirve el que quiere. Pero el que quiera realmente servirle tiene que seguirley estar donde esté él: a su lado y de su parte. Ello implica no sólo estar con él, sino estar con todo lo que él representa en la actualidad: cosas y personas.
Por eso, estar dónde está él hoy es estar con su Iglesia, y ello a pesar de los muchos pecados de los que formamos parte de ella, a pesar de los escándalos, las cobardías y los extravíos que han tenido y tienen por protagonistas a muchos de sus dirigentes. Servirle hoy es sobre todo servirle en sus hermanos más necesitados, en esos pequeños, hambrientos, enfermos, encarcelados, marginados, pecadores, faltos de fe, en los que él se hace especialmente presente. Este servicio no quedará sin recompensa. Él mismo nos lo asegura: a quien me sirva, mi Padre lo premiará. No hay mejor pagador que Dios, pues nadie sabe corresponder como Él.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística