Comentario – Martes XX de Tiempo Ordinario

La experiencia de aquel encuentro le sirvió a Jesús para extraer una enseñanza moral muy útil para sus discípulos: Creedme; difícilmente entrará un rico en el Reino de los cielos. Y añade: Lo repito: Más fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de los cielos. La comparación les sorprende todavía más, y provoca su espanto, y comentan: Entonces, ¿quién puede salvarse?

El interrogante es pertinente: si la dificultad es ésta, la que encuentra un camello para pasar por el ojo de una aguja, ¿quién puede entonces salvarse o entrar en el reino de los cielos?, ¿y sobre todo, qué rico podrá salvarse?, ¿quizá el no ponga su confianza en el dinero?; pero ¿es posible ser rico, tener dinero, y no poner la confianza en él? Quizá esto sea imposible para los hombres, pero no para Dios; Dios lo puede todo; Dios puede hacer que un rico deje de poner su confianza en el dinero. Basta con hacerle pasar por una experiencia de ruina, de crisis o de enfermedad mortal para hacerle tomar conciencia de que en semejantes circunstancias el dinero no sirve para nada o para casi nada –quizá para unos cuidados paliativos o poco más-.

Pero nos podemos hacer todavía una pregunta: ¿Por qué esta incompatibilidad entre el dinero, o la confianza en él, y el reino de Dios? Probablemente porque tras el afán por el dinero hay una idolatría que resulta incompatible con el verdadero culto a Dios. Es eso que dice Jesús en otro pasaje del evangelio: No podéis servir a Dios y al dinero.

Y es que el dinero se convierte fácilmente en un pequeño reyezuelo, un amo que reclama servicio, atención, culto y adoración. Deja de ser un medio de adquisición de ciertos productos más o menos indispensables para la vida para convertirse en un ídolo que absorbe todas nuestras energías y por el que uno arriesga y sacrifica aspectos muy importantes de la vida como la amistad, la armonía familiar, la paz social, la estabilidad personal. Sucede con frecuencia que el que pone su confianza en el dinero deja de ponerla en los demás; más aún, deja de ponerla en Dios.

Y este es el gran peligro del dinero: que somete a esclavitud, que despierta la codicia generando una espiral de efectos imprevisibles, porque nunca se ve saciada, que nos aparta de Dios provocando la engañosa imaginación de que nos aporta una base más segura (para la vida) que la del mismo Dios. La dificultad que Jesús ve en el dinero está en su poder encadenante, en su capacidad para atar, hasta el punto de encadenar nuestra voluntad, de no dejarnos libertad para actuar conforme al dictado de nuestra recta conciencia. Esto es lo que le sucedió a aquel joven rico: sus posesiones le tenían tan aprisionado que le impedían seguir a Jesús, cuando éste parecía ser su verdadero deseo.

Es en este preciso instante en el que Pedro reacciona y le dice: Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar? Si el joven rico no había sido capaz de romper el lazo que le tenía atado a sus riquezas, ellos, en cambio, habían dejado casa, trabajo, familia y posesiones por seguir a Jesús. Su asiento en el mundo no había sido tan fuerte como para retenerles ante la llamada del Maestro. Realmente habían dejado muchas cosas (todo, dice Pedro) por embarcarse en esta aventura de final incierto con este singular Maestro que había ejercido sobre ellos una atracción irresistible.

Jesús valora su actitud y les hace saber que no quedará sin recompensa: Creedme, cuando llegue la renovación, y el Hijo del hombre se siente en el trono de la gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para regir a las doce tribus de IsraelEl que por mí deja casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.

El seguimiento del Hijo del hombre lleva aneja una promesa de participación en su propio destino glorioso. Sus apóstoles podrán compartir con él trono y regencia, pero no en un marco terreno, sino celeste. No obstante, la recompensa prometida incrementa ya «en este tiempo» las posesiones dejadas «cien veces más»; no hay que esperar, por tanto, a la vida futura para obtener la recompensa con la que Dios premia a sus seguidores o a esos que han dejado tantas cosas ‘valiosas’ por Jesús y por el Evangelio, que es la causa de Jesús; porque las cosas (y personas) que se dejan, no se dejan por desprecio (o baja estima) hacia ellas, sino por el aprecio que les merece la persona y la causa de Jesús.

Pues bien, Jesús promete recompensarles con más –cien veces más– casas, hermanos, padres, hijos y tierras estando aún en esta vida y tiempo; porque, llegada la edad futura, recibirán no mil veces más, sino un premio que no tiene equivalencia con nada de este mundo, recibirán vida eterna.

En el tiempo presente sólo cabe multiplicar las posesiones y los afectos, pero la recompensa futura no es siquiera una multiplicación de las cosas dejadas, sino un bien de rango infinitamente superior, un bien de carácter intemporal: la vida eterna, que, en cuanto eterna, no es comparable con ningún estado temporal. La promesa de Jesús para los que han dejado cosas –realmente valiosas- por él habla a las claras de la generosidad de Dios que paga con creces la siempre limitada generosidad humana. A Dios, fuente suprema de toda bondad, no podemos ganarle en generosidad. La misma generosidad que hallamos en nosotros procede de Él, que nos ha creado así, con capacidad para amar y para gozarnos en el amor con que nos donamos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística