Comentario – Viernes XXIII de Tiempo Ordinario

Jesús recurrió en diferentes momentos a la imagen de la luz y la oscuridad. Un ciego es alguien que no tiene acceso a la luz, bien porque lo ha perdido o porque nunca lo tuvo; por tanto, alguien que vive en la oscuridad. Pero, dado que los ciegos conservan otros sentidos como el oído y el tacto, no viven en la total desorientación o en la más absoluta oscuridad. Si el oído y el tacto les mantienen orientados, ya disponen de una especie de guía orientativa que hace que la oscuridad en la que viven, por carencia de vista, no sea tan tenebrosa o siniestra.

Pero de ordinario es verdad lo que dice Jesús: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? El mejor guía para un ciego no es otro ciego, sino un vidente. Un ciego puede ser más hábil que otro para moverse; puede incluso haber desarrollado el sentido del tacto más que otro; pero seguirá sin ser el mejor guía para el otro ciego porque su carencia de vista le incapacita o dificulta enormemente para esta tarea. Lo normal es que, sin otro tipo de información, ambos caigan en el hoyo.

Es importante que nos dejemos guiar por los que ven, o por los que ven mejor. Y si la fe es una luz añadida a la razón, parece razonable que nos dejemos orientar por los que disponen de esta luz que nos permite penetrar en esas zonas oscuras del saber que no alcanza a iluminar la luz de la razón. Pero para eso se requiere humildad, la humildad del que se deja guiar o instruir, la humildad del que asiente a una revelación creíble.

La misma humildad se requiere para reconocer la existencia de esa «viga» que tantas veces se interpone en nuestra visión del otro impidiéndonos verle tal como es, en su verdad. Por eso, ¿cómo pretender ver la «mota» en el ojo del hermano teniendo una «viga» delante de nuestros ojos? Aquí no se trata sólo de cristales que puedan oscurecer o deformar la visión, sino de vigas que la impiden. En semejante situación parece una temeridad pretender apartar la mota del ojo del hermano. De ahí la sentencia de Jesús: ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

Hablar en este contexto de «motas» y de «vigas» que estorban o impiden la visión, es referirse a aspectos de la conducta humana que merecen ser corregidos o curados. Y sucede que tendemos a ver mucho antes el «defecto» del otro que el propio, aunque el del otro tenga el tamaño de una mota casi insignificante y el nuestro el de una viga de grandes proporciones, quizá porque al otro le tenemos «de frente» y a nosotros «detrás» (sólo nos tenemos «de frente» cuando nos miramos en el espejo o examinamos nuestra conciencia).

Pero, mientras nuestra mirada esté impedida por un obstáculo insalvable o por un cristal deformante, nunca veremos la realidad de las cosas con claridad y confundiremos lo bello con lo feo, lo sano con lo enfermo, lo armonioso con lo defectuoso. Y si nuestra mirada está infectada de odio o rencor, proyectaremos ese mismo odio sobre lo que vemos, deformando su verdad y destruyendo su belleza. Y si en ella hay codicia o deseo de posesión, también reduciremos lo que vemos a la condición de objeto de deseo. Y si la viga nos impide ver lo que tenemos delante, estaremos siendo víctimas de un espejismo o de una ilusión imaginaria.

Creeremos estar viendo lo que en realidad no vemos. Y eso es vivir en la mentira. Pretender sacar la mota del ojo del hermano sin apartar antes la viga que tenemos en el nuestro es una hipocresía, porque no estamos en disposición de hacer esa operación con éxito. Aclaremos primero nuestra vista y podremos actuar con posibilidades reales de apreciar el defecto del hermano para ayudarle a corregirlo. Mientras tanto, abstengámonos de semejante intento, porque no seremos más que un ciego que pretende ayudar a otro ciego.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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