Perdón

La parábola es un recurso pedagógico que intenta transmitir un mensaje. En el caso de esta, su objetivo es insistir en la necesidad de perdonar, a partir de la experiencia de haber sido perdonados.

Sin embargo, leída literalmente, conduce a una contradicción, ya que el rey del relato pasa rápidamente del perdón a la venganza. Basta con que su deudor actúe mal ante un compañero para que su “perdón” primero, nacido de la compasión, se transforme en castigo que nace de la ira.

Tal lectura literal conecta fácilmente con nuestro ánimo justiciero –e incluso lo exacerba–, pero traiciona el mensaje, ya que parece dejar claro que no todo puede ser perdonado. Pero, ¿qué clase de “perdón” sería ese que marca límites? El perdón es gratuito e incondicional. Si no podemos vivirlo hasta el final, lo acertado es reconocerlo y aceptar nuestro límite de hoy, pero no negar su incondicionalidad.

El perdón es hijo de la sabiduría y encuentra su mayor obstáculo en el narcisismo.

Decir que es hijo de la sabiduría significa afirmar que nace de la comprensión: solo cuando comprendemos que cada persona hace en cada momento lo mejor que sabe y puede, de acuerdo con su nivel de consciencia y su mundo representacional, somos capaces de perdonar.

No se trata de justificar todo, ni de aprobarlo, ni de negar el dolor que las acciones de los otros provocan –de hecho, habrá que emprender acciones para impedirlo–…, sino de comprender. Pero, para ello, es imprescindible situarse en el “mapa mental” de la otra persona. Y eso es algo que no se puede hacer desde el narcisismo.

El narcisismo es auto-referencial: todo gira en torno al propio yo y todo se ve y se analiza desde las propias ideas. Eso explica que una de sus características básicas sea la incapacidad para la empatía y la compasión y, con ello, la imposibilidad de “ponerse en la piel” del otro.

Desde esa posición, cuando se siente herida o frustrada por alguien que no actúa según sus expectativas, la personalidad narcisista es propensa al juicio, la condena y la descalificación del otro. Asumiendo el papel de víctima, es muy probable que alimente acritud, resentimiento e incluso deseos de venganza. Su narcisismo no soporta la ofensa ni lo que percibe como desvalorización.

La personalidad narcisista tiene un sentido tan frágil del propio yo que necesita muestras constantes y crecientes de reconocimiento por parte de los otros para sentir algo de alivio. Detrás de su caparazón de (falsa) autosuficiencia, se esconde en realidad un niño afectivamente inseguro y necesitado de aprecio. Y ese niño no puede perdonar lo que percibe como ofensa. Será necesario que vaya sanando la relación consigo mismo para ir superando la tendencia narcisista.

A diferencia del narcisismo, la comprensión se caracteriza por la empatía y la compasión hacia todos. Eso no significa que no sienta dolor ante determinados comportamientos o actitudes, pero es capaz de no reducirse a él, porque “sabe ver” a las personas más allá de lo que hacen. Y porque vive la seguridad de que su propio valor no depende de los que otros puedan o no hacerle. Es esa misma sensación de seguridad afectiva la que le permite abandonar el papel de víctima y acoger todo como oportunidad de aprendizaje.

La sabiduría hace ver finalmente que, en su forma más sublime, el perdón auténtico consiste en comprender que no hay nada que perdonar

¿Cómo me sitúo cuando me siento ofendido/a?

Enrique Martínez Lozano

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I Vísperas – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS

DOMINGO XXIV de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

No sé de dónde brota la tristeza que tengo.
Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce,
sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo,
casi fuera de madre, derramado en el cauce.

Lo mejor de mi vida es dolor. Tú sabes
cómo soy; tú levantas esta carne que es mía;
tú, esta luz que sonrosa las alas de las aves;
tú, esta noble tristeza que llaman alegría.

Tú me diste la gracia para vivir contigo;
tú me diste las nubes como el amor humano;
y, al principio del tiempo, tú me ofreciste el trigo,
con la primera alondra que nació de tu mano.

Como el último rezo de un niño que se duerme
y, con la voz nublada de sueño y de pureza,
se vuelve hacia el silencio, yo quisiera volverme
hacia ti, y en tus manos desmayar mi cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu,
por los siglos de los siglos. Amén.

SALMO 121: LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

Ant. Desead la paz a Jerusalén.

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundad
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,

según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios.»

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo.»
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Desead la paz a Jerusalén.

SALMO 129: DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR

Ant. Desde la aurora hasta la noche, mi alma aguarda al Señor.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a al voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela a la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela a la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Desde la aurora hasta la noche, mi alma aguarda al Señor.

CÁNTICO de FILIPENSES: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajo hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

LECTURA: 2P 1, 19-21

Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones. Ante todo, tened presente que ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo.

RESPONSORIO BREVE

R/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

R/ Su gloria sobre los cielos.
V/ Alabado sea el nombre del Señor.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Recuerda la alianza del Señor, y perdona el error.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Recuerda la alianza del Señor, y perdona el error.

PRECES
Invoquemos a Cristo, alegría de cuantos se refugian en él, y digámosle:

Míranos y escúchanos, Señor.

Testigo fiel y primogénito de entre los muertos, que nos has librado de nuestros pecados por tu sangre,
— no permitas que olvidemos nunca tus beneficios.

Haz que aquellos a quienes elegiste como mensajeros de tu Evangelio
— sean siempre fieles y celosos administradores de los misterios del reino.

Rey de la paz, concede abundantemente tu Espíritu a los que gobiernan las naciones,
— para que atiendan con interés a los pobres y postergados.

Sé ayuda para cuantos son víctimas de cualquier segregación por causas de raza, color, condición social, lengua o religión,
— y haz que todos reconozcan su dignidad y respeten sus derechos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

A los que han muerto en tu amor, dales también parte en tu felicidad,
— con María y con todos tus santos.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos y, para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

1) Oración inicial

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor. 

2) Lectura

Del Evangelio según Lucas 6,43-49
« Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.«¿Por qué me llamáis: `Señor, Señor’ y no hacéis lo que digo? «Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa.» 

3) Reflexión

• El evangelio de hoy nos presenta la parte final del Sermón de la Planicie que es la versión que Lucas da del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo.
• Lucas 6,43-45: La parábola del árbol que da buenos frutos. “Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas”. La carta del apóstol Santiago sirve de comentario para esta palabra de Jesús: “¿Puede brotar de la misma fuente agua dulce y agua amarga? ¿Pueda una higuera producir aceitunas o la vid higos? Tampoco el mar puede dar agua dulce” (Stgo 3,11-12). La persona bien formada en la tradición de la convivencia comunitaria hace crecer dentro de sí una buena manera de ser que la lleva a practicar el bien. “Del buen tesoro de su corazón saca lo bueno”, pero la persona que descuida de su formación tendrá dificultad en producir cosas buenas. Porque “del malo saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca». Respecto del “buen tesoro del corazón” merece la pena decir lo que dice el libro del Eclesiástico sobre el corazón: “Déjate llevar por lo que te dicta el corazón, porque nadie te será más fiel que él: el alma de un hombre suele advertir a menudo mejor que siete vigías apostados sobre una altura. Y por encima de todo ruego al Altísimo, para que dirija tus pasos en la verdad.” (Ec 37,13-15).
• Lucas 6,46: No basta decir Señor, Señor. Lo importante no es hablar bien de Dios, sino hacer la voluntad del Padre y ser así una revelación de su rostro y de su presencia en el mundo.
• Lucas 6,47-49: Construir la casa sobre una roca. Escuchar y practicar, es ésta la conclusión final del Sermón de la Montaña. Mucha gente buscaba seguridad y poder religioso mediante dones extraordinarios o de observancia. Pero la verdadera seguridad no viene del poder, no viene de nada de esto. ¡Viene de Dios! Y Dios se vuelve fuente de seguridad, cuando tratamos de practicar su voluntad. Será la roca que nos sustenta en la hora de las dificultades y de las tormentas.
• Dios, roca de nuestra vida. En el libro de los Salmos, con frecuencia encontramos la expresión: “Dios es mi roca y mi fortaleza… Dios mío, roca mía, mi refugio, mi escudo, la fuerza que me salva…” (Sal 18,3). El es la defensa y la fuerza de quien cree en él y de aquel que busca la justicia (Sal 18,21.24). Las personas que confían en este Dios, se vuelven a su vez roca para los demás. Así, el profeta Isaías invita a quienes estaban en el cautiverio: “Escúchenme ustedes, que anhelan la justicia y que buscan a Yahvé. Miren la piedra de que fueron tallados y el corte en la roca de donde fueron sacados. Miren a Abrahán, su padre y a Sara que les dio a luz” (Is 51,1-2). El profeta pide para al pueblo que no olvide el pasado y recuerde como Abrahán y Sara por la fe en Dios se volvieron roca, comienzo del pueblo de Dios. Mirando hacia esta roca, la gente debía sacar valor para luchar y salir del cautiverio. Del mismo modo, Mateo exhorta a las comunidades para que no olviden nunca esa misma roca (Mt 7,24-25) y así puedan ellas mismas ser roca para fortalecer a sus hermanos en la fe. Este es también el sentido del nombre que Jesús da a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre este piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Esta es la vocación de las primeras comunidades, llamadas a unirse a Jesús, la piedra viva, para volverse también ellas piedras vivas gracias a la escucha práctica de la Palabra (Pd 2,4-10; 2,5; Ef 2,19-22). 

4) Para la reflexión personal

• ¿Cuál es la calidad de mi corazón?
• Mi casa, ¿está construida sobre una roca? 

5) Oración final

Porque tú Señor has formado mis riñones,
me has tejido en el vientre de mi madre;
te doy gracias por tantas maravillas:
prodigio soy, prodigios tus obras. (Sal 139,13-14)

El perdón de las ofensas

1.- «El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee» (Si 27, 33) Qué fácilmente surge el furor y la cólera ante una ofensa, ante una acción injusta, ante quien nos hiere de alguna forma. Aunque a veces sea tan sólo un adelantamiento en automóvil, más o menos indebido, por alguien que tiene más prisa que nosotros. Cuánto enfado y mal humor se acumula en las carreteras, en las calles y plazas de nuestras ciudades. Cuánto insulto, cuánta palabra malsonante, medio reprimida o disparada, de modo incontrolado y a borbotones.

Y también hay enfados en el hogar. Convirtiendo en una especie de infierno o de verdadero purgatorio, lo que tiene que ser lugar de descanso, como un anticipo del paraíso. Por desgracia muchos, y muchas, parecen reprimirse y acumular mal humor, tapándolo con una sonrisa, para dar rienda suelta y verter todo ese mal talante cuando se entra en casa, amargando la vida a los familiares.

2.- «Piensa en tu fin y cesa en tu enojo…» (Si 28, 6) Recuerda la muerte y guarda los mandamientos, acuérdate de la voluntad de Dios y no te enojes con el prójimo… Apacíguate, hombre, apacíguate. Toma la vida con sentido del humor, toma a risa eso que te crispa los nervios. Si lo consigues, entonces serás más feliz, más dueño de la situación. Hay que tener señorío sobre las circunstancias, por adversas que sean. Con ello seremos más felices, y haremos más felices a los demás.

Perdona la ofensa al prójimo, y se te perdonarán tus pecados. En caso contrario no esperemos que Dios nos perdone. Sería como pedir el perdón al padre y negárselo al hijo. Eso es absurdo, e indigno. Por eso Dios cierra las puertas de su perdón al que se niega a perdonar a los demás… Los demás. Es decir, nuestros hermanos. También a los que no conocemos, o a esos que nos resultan antipáticos o incompatibles con uno mismo… Todos los hombres son dignos de nuestro perdón. Si Cristo los perdonó, quiénes somos nosotros para condenarlos. A los que Jesús redimió derramando su sangre, no podemos, en modo alguno, despreciarlos. A quienes Cristo amó hasta entregar su vida por ellos, a esos no los podemos mirar con indiferencia y mucho menos con odio… Mirar con simpatía a todo el mundo, abiertos a la amistad y la comprensión. Otra postura no es cristiana.

3.- «Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades» (Sal 102, 3) En definitiva lo más grave que le puede ocurrir al hombre es estar en pecado, tener el alma manchada con una culpa grave, encontrarse al borde de la condenación eterna. Sí, es muy triste estar alejado de Dios. Por eso lo más grande que puede uno poseer es un sentido hondo del pecado, el temor de caer en él. Por el contrario, lo peor que nos puede suceder es no dar importancia al pecado, haber perdido la sensibilidad ante lo que está mal hecho, seguir como si tal cosa después de ofender gravemente al Señor.

Habla también el salmo del mal que se deriva de las enfermedades. Quizá para que a través de ellas comprendamos lo que es el pecado para nuestra alma. Sin embargo, también aquí somos torpes y lerdos a la hora de comprender, pues sólo cuando estamos realmente enfermos valoramos lo que vale la salud. Tendríamos, por tanto, que estar sufriendo siempre algún daño en nuestro cuerpo, para entender lo que significa el daño que el pecado ocasiona en nuestra alma.

Cuando se tiene un mínimo de sensibilidad para las cosas de Dios, entonces se percibe con claridad lo que es estar en gracia o estar en pecado mortal. Lo malo es cuando hemos encorchado nuestra conciencia. Como no vemos el peligro en que estamos, seguimos metidos en él, andando por el borde de un precipicio con los ojos vendados.

4.- «Nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102, 10) Eso explica la ausencia de castigo inmediato, esa impunidad del pecador que a veces puede exasperar al justo. La paciencia de Dios es grande y, en ocasiones, espera un día y otro para intervenir… El Señor trata, por todos los medios, que comprendamos cuál es el camino que nos lleva a la perdición y cuál el que nos conduce a la salvación. Lo malo es que la infinita paciencia del Señor nos puede parecer señal de debilidad en él, como si no pudiera evitar el mal que hacemos.

Dice también el salmo que el Señor no nos paga como merecen nuestras culpas, no nos castiga como sería lo lógico. Pero cuidado, porque esas palabras se refieren a esta vida y no a la otra. Ahora Dios espera y nos ofrece una y mil ocasiones para que rectifiquemos; se esfuerza por mostrarnos su amor para ganarnos el corazón.

Sin embargo, recordemos que al final el Señor podría decirnos que nos apartemos de él y marchemos al fuego eterno, como malditos del Padre. Entonces ya se habrán acabado las contemplaciones y las esperas… Dios mío, haznos entrar en razón ahora que es posible todavía. Danos un mínimo de sensibilidad contra el pecado, para que no lo volvamos a cometer.

5.- «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo» (Rm 14, 7)Incluso prescindiendo de todo motivo sobrenatural, incluso humanamente hablando, no podemos vivir sólo para nosotros mismos, sin contar para nada con los demás. Lo normal es vivir engarzado en la vida de los otros, ayudando con el propio trabajo a facilitar las cosas a los demás, recibiendo al mismo tiempo una compensación por el propio esfuerzo. Sí, aun el que no es cristiano ha de vivir en cierta forma para los otros y no sólo para sí mismo.

Y, gracias a Dios, eso hace más alegre nuestro vivir, más entrañable y cordial, más fácil y gustoso. Lo contrario, el vivir para sí, es triste y aburrido, desolador. Vamos, pues, a interesarnos por los otros, vamos a abrirnos en abanico para atender a cuantos se nos acerquen. Vamos a vivir también para los demás. Nuestra vida será entonces una maravillosa aventura.

«Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor» (Rm 14, 8) En el caso del creyente, del hombre que está bautizado, ese vivir ha de ser siempre para Dios, si de veras quiere ser consecuente con su condición de cristiano, de hijo de Dios, de miembro del Cuerpo místico de Cristo. A veces olvidamos lo que somos, lo que hemos recibido: actuamos como si nuestra vida fuera idéntica a la de otro hombre cualquiera, sin valorar lo suficiente el don entregado, sin apreciar las promesas que el Señor nos ha hecho. Y no puede ser así, no debe ser así.

Hay que vivir para Dios, hay que hacerlo todo por Dios. No se trata, en la mayoría de los casos, de hacer cosas distintas. Es cuestión de hacer lo mismo, pero con una intención diferente, con una ilusión diversa. Se trata de vivir por amor la vida de cada día como una ofrenda que se alza hacia el Señor. Vivir así todos los acontecimientos de la vida, especialmente el último. Porque también el morir es ponernos dulcemente, dolorosamente quizás, en las manos de nuestro Padre Dios.

6.- «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar?» (Mt 18, 21) Pedro habla a Jesús con una gran confianza, le pregunta con sencillez. De esta forma nos enseña que también nosotros nos hemos de dirigir a Dios con la misma actitud. El Señor que está en los cielos quiere que le hablemos como un hijo lo hace con su padre, persuadidos de que nos escucha con atención y deseoso de ayudarnos.

Por otra parte, la pregunta de San Pedro la podemos hacer nuestra. También nosotros recibimos ofensas que, en ocasiones, nos cuesta mucho perdonar, también nosotros hemos pensado, quizás, que la paciencia tiene un límite. Pedro pone como medida el perdonar siete veces. Es posible que pensara que se quedaba corto en el cálculo de las ofensas recibidas, pues difícilmente se ofende a una persona siete veces y siete veces se le pide perdón. Pero el Señor, de modo inesperado, le multiplica por diez aquel número. En realidad aquella respuesta equivalía a un perdonar siempre, por muy grande que fuese la ofensa recibida.

Para corroborar su respuesta le expone una parábola que no da lugar a dudas. La comparación entre la deuda del amo y la del siervo arroja una diferencia abismal, teniendo en cuenta que un talento equivalía a seis mil denarios. A pesar de esa diferencia, no hay punto de comparación entre la ofensa hecha a Dios y la que se pueda hacer a un hombre. Por mucho que nos ofendan, nunca la ofensa tendrá la gravedad que tiene toda ofensa que se hace a Dios.

Pues si el Señor nos perdona las ofensas que le hacemos, cómo no vamos nosotros a perdonar las ofensas que nos hagan. Es este un punto claro e incontrovertible del mensaje cristiano, repetido por el Maestro en otras ocasiones. Recordemos, sobre todo, la oración del Padrenuestro. En ella se formula con precisión que para ser perdonados por Dios nuestro Padre, hemos de perdonar de la misma manera a cuantos nos ofendieron.

Antonio García Moreno

Comentario – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

Es frecuente en la enseñanza de Jesús el uso de algún símil para favorecer la comprensión o facilitar la aceptación de una idea. No hay –decía- árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. Si el fruto es la última expresión del árbol, más allá de las hojas y las ramas, no debe extrañar que nos dé a conocer a ese árbol de quien es fruto y pende. Los higos nos dan a conocer a la higuera de la que se recogen. Hay una intrínseca correlación entre el árbol y su fruto, de modo que nos basta con ver el fruto para conocer el árbol, pero no sólo en su cualidad específica, sino también en su estado concreto de sanidad o enfermedad, pues la salud del árbol se ve reflejada en su fruto.

Esta observación, que se aprecia a simple vista en los frutos, esto es, en el color, el tacto o el olor de los mismos, permite a Jesús completar su enseñanza: El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal, porque lo que rebosa del corazón lo habla la boca. Tanto la buena como la mala acción proceden de esa fuente de bondad o maldad que es el corazón humano, una especie de estanque en el que se almacena bondad o maldad y del cual se puede sacar lo uno o lo otro, conforme a lo retenido en él, del mismo modo que de cualquier árbol frutal se pueden cosechar frutos sanos o dañados. Luego lo que se deja ver al exterior –el fruto, con su color, sabor, olor y textura- no es sino la expresión de aquello que está almacenado en el interior del mismo. Tal sería en su comparación el corazón del árbol.

Si esto vale para la vida vegetal, mucho más para la vida humana. Toda vida se conoce por sus frutos. Y una vida cristiana, vida ungida por el Espíritu de Cristo –que es como la savia de esa vida-, debe producir no sólo frutos de racionalidad o vida inteligente, sino también frutos de caridad o vida sobrenaturalizada, pues la caridad o el amor oblativo (agape) es el principal ingrediente de la vida cristificada: una vida que tiene el sabor de la entrega en oblación, el color de la sangre derramada, el olor del holocausto y el tacto del madero de la cruz. Tal es la composición de estos frutos, cargados de caridad, que dan a conocer la existencia de vida cristiana en sus portadores. Y no hay otro modo de conocer la cualidad de la vida cristiana que por sus frutos, puesto que, como toda vida, también ésta es fructífera, es decir, portadora de frutos.

La ruptura de la cadena que enlaza la vida con su fruto explica la inmediata queja de Jesús recogida en este mismo pasaje del evangelio de san Lucas: ¿Por qué –decía él- me llamáis “Señor, Señor” y no hacéis lo que os digo? Reconocerle como Señor, pero no hacer lo que él nos pide, es una flagrante incoherencia: por una parte, le reconocemos como Señor, Dueño o Guía; por otra parte, no le permitimos regir nuestras vidas, ni le sometemos nuestros pensamientos y voluntades. Pero para que él sea Señor de nuestras vidas es preciso que escuchemos sus palabras y las pongamos por obra, de modo que estas palabras conformen realmente tales vidas. Y el que hace esto, es decir, el que escucha sus palabras las pone por obra es alguien que edifica su casa sobre roca o pone un sólido cimiento a su construcción. Sólo las vidas así edificadas (sobre sólidos cimientos) podrán aguantar el impacto de las crecidas de los ríos sin tambalearse ni derrumbarse. El que no edifica en este modo, en cambio, verá cómo su construcción se desploma, porque no será capaz de aguantar en pie las acometidas de la vida.

Toda vida, a la manera de una casa, necesita de una sólida cimentación si quiere aguantar sin derrumbarse las adversidades que le sobrevengan. Es la cimentación que quiere aportar Jesús con su palabra y con su Espíritu: una palabra sólida, una palabra para ser puesta como cimiento; pero sólo será cimiento si se pone en práctica; y para eso contamos con la fuerza de su Espíritu. Para que una vida esté edificada sobre roca ha de levantarse sobre sólidos principios, que sólo en la práctica podrán revelar su solidez. Tal es la solidez que vemos reflejarse en las vidas de los santos, vidas que no se tambalean ante las dificultades, ni se derrumban ante las sacudidas más violentas, vidas llevadas hasta el extremo del testimonio o hasta el límite del martirio y que, sin embargo, se mantienen enteras y firmes en la fe que profesan. Tales son las vidas levantadas sobre esta roca que es Cristo y que muestran una solidez sobrehumana: vidas sostenidas por la savia del amor oblativo que dan el fruto de ese amor que les nutre.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Lumen Gentium – Documentos Concilio Vaticano II

CAPÍTULO VI

LOS RELIGIOSOS

La profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia

43. Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos. Esta es la causa de que, como en árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios, se hayan desarrollado formas diversas de vida solitaria o comunitaria y variedad de familias que acrecientan los recursos ya para provecho de los propios miembros, ya para bien de todo el Cuerpo de Cristo. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros las ventajas de una mayor estabilidad en el género de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunión fraterna en el servicio de Cristo y una libertad robustecida por la obediencia, de tal manera que puedan cumplir con seguridad y guardar fielmente su profesión y avancen con espíritu alegre por la senda de la caridad.

Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia, no es intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que de uno y otro algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo.

La teología del perdón

1.-. Poco gusta hoy –y puede que lo mismo haya ocurrido más o menos en otros tiempos– la enseñanza evangélica sobre el perdón. La diferencia con los tiempos pasados tal vez estribe en que ayer el perdón resultaba difícil simplemente y en que hoy se lo considere como debilidad personal o como aun contraproducente para acabar con los opresores. Si perdonamos a quien nos violenta en nuestros derechos, ¿no estamos concurriendo al afianzamiento de los poderosos? Una cierta mal digerida o mal formulada «teología de la revolución» apenas deja lugar al perdón cristiano. Y una cierta mal digerida o mal formulada afirmación de la dignidad humana margina del horizonte contemporáneo toda voluntad de perdón. De ahí la escasa plausibilidad de esta enseñanza evangélica aun en el corazón de los mismos miembros de la comunidad cristiana. Y, sin embargo…

2.- Hay que decir, sin embargo, que la doctrina del perdón a los enemigos es uno de los capítulos mayores del Evangelio. Quien no se esfuerza en asumir esta enseñanza e inspirar su comportamiento en ella, difícilmente puede calificarse de cristiano. Sin voluntad efectiva y real de avanzar por el camino del perdón al enemigo, no hay un mínimo seguimiento de Cristo.

3.- La enseñanza de la Escritura –y ahí está la parábola del evangelio de san Mateo, que la liturgia nos propone hoy a nuestra consideración– parte de una reflexión básica: el creyente se sabe necesitado del perdón de Dios, es consciente de que el perdón divino le rodea y le persigue por doquier. Y bien: ¿No sería un contrasentido que el creyente demandare el perdón de Dios para sus culpas y que, al mismo tiempo, se negare a conceder su perdón a quienes le han hecho mal? ¿Puede un hombre pedir perdón a Dios y no concedérselo a su enemigo? Es la pregunta que agudamente nos formula el libro del «Eclesiástico»: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?»

4.- Puede que al presente esté ocurriendo algo más antihumano que este contrasentido de pedir perdón a Dios y no saber perdonar a los hombres: que el hombre moderno, y aún el mismo cristiano, vaya perdiendo la conciencia de sus fallos éticos y la conciencia de sus propios pecados. Esta pérdida, que algunos podrían exaltar como expresión su suprema de libertad, puede convertirse a la larga en una tremenda esclavitud. Porque si ya no hay pecado, si ya no hay quiebra ética, tampoco hay lugar para el perdón entre los hombres y, en consecuencia, el único modo de acabar con el enemigo es la destrucción o la aniquilación de quien nos está causando una opresión o violación de nuestros derechos. En un mundo que llegare a perder la conciencia del pecado, sólo habría espacio para la aniquilación del más débil por el más poderoso. La pretendida libertad de toda ética nos conduciría a la esclavitud ante los más fuertes, individuos o masas. Por eso esta dispuesto a perdonar setenta veces siete.

5.- El hombre que perdona, por el contrario, está sin más afirmando que la convivencia humana se encuentra regulada por criterios éticos. El opresor hace caso omiso a esos valores; el que perdona subraya la supremacía de los mismos. Contribuye así a defender la vida y a restituir a la existencia una dimensión que fundamenta su grandeza y su dignidad.

6.- El que perdona opta, además, por creer en el hombre. El perdón al enemigo es, en definitiva, un acto de fe y de confianza en el hombre. Porque perdona con la esperanza de que el perdonado podrá reconsiderar su comportamiento inhumano y rehacer su existencia por caminos más convivenciales.

7.- El que perdona, por último, es un activista de la paz. Sabe que la opresión no se vence con la opresión ni la fuerza con la fuerza. Seguro de sus valores éticos y morales, cree en la fuerza de éstos y, al inspirarse en ellos ante el opresor, se está negando a admitir que la explotación del prójimo sea el criterio superior de la relación humana. El que perdona restituye al amor el puesto que ha de ocupar en la vida. Por eso puede perdonar setenta veces siete.

Antonio Díaz Tortajada

Corazones atrofiados por el odio

1.- Puede ser un pueblecito de Extremadura, o en la huerta murciana, o en Ciudad Real o Toledo. La Misión rural está acabando. Las largas filas ante los confesionarios –donde “anticuados” misioneros han repartido el perdón de Dios—se han acabado.

La campana de la Iglesia suena lentamente y por las calles hombres y mujeres se afanan buscando a sus enemigos para pedirles perdón y ofrecerles el suyo antes de que la última campana enmudezca. Escenas como estas las leemos en los diarios misioneros de hombres como el Padre Tarín o el Padre Eduardo Rodríguez. Hombres pasados de moda, procedimientos trasnochados, pero que habían llegado a lo más hondo del perdón de Dios, que es esa ráfaga de vida que pasando por el propio corazón acaba en la reconciliación con el hermano. Y si no muere, como aquella última campanada de la iglesia.

2.- La pregunta de Pedro “cuántas veces tengo que perdonar” es un eco de esas otras que nosotros decimos: “No aguanto más”, “ya está bien”, este no me toma el pelo”, “esta es la gota que colma el vaso”.

Pedro también quería fijar un techo al perdón, poner un límite, reglamentarlo. La contestación de “setenta veces siete” es decirnos que en el perdón NUNCA hay última vez, porque el perdón de Dios tampoco lo tiene.

3.- La propuesta “ten paciencia conmigo y todo te lo pagaré” es irreal y falsa. Diez mil talentos eran los ingresos de Herodes el Grande durante diez años. ¿Qué empleado vulgar podría jamás saldar esa deuda? Era un insolvente. Y eso es lo que Jesús nos quiere enseñar: que cada uno de nosotros ante el Señor somos insolventes, pero que tampoco somos deudores, porque Él nos ha perdonado.

Jesús muere en la Cruz con un “perdónales porque no saben lo que hacen” y lo primero que hace resucitado es empujar a sus apóstoles a comunicar a todos los hombres ese perdón, que todos se sepan perdonados, si hay algo con lo que podemos siempre contar es con el perdón del Señor.

4.- El perdón de Dios es un arroyuelo de agua purificadora que pasa por mi corazón y lo limpia y refresca, si sigue su camino hacia los hermanos, si yo, perdonado por el Señor, dejo pasar ese perdón a los que pienso que me han ofendido. Pero si esa corriente se estanca en mí, mi corazón se convierte en una charca verdosa de agua podrida.

No debe preocuparme que Dios me perdone. Sí debe preocuparme que yo sepa perdonar a los demás. Y cuando esto sucede ese perdón se convierte en aire limpio fresco, con olor de pino y jara que revive mi corazón asfixiado por el rencor y llegar al corazón de mi hermano haciéndole sentir la cercanía del amor perdonador del Señor.

Perdonar al hermano no es enterrar el hacha de guerra bajo la tierra del olvido. No es una sepultura de los recuerdos, perdida en la niebla del otoño. No es un estado de “no beligerancia”, ni de “vecindad educada”

Perdonar es el comenzar de una nueva historia entre hermanos, donde no hay quien tuvo la culpa, ni echarse en cara cosas viejas, es el resucitar de dos corazones atrofiados por el odio y el rencor.

José María Maruri, SJ

¿Perdonar? ¡Sí!; pero ¿cuánto?

1.- El domingo pasado nos quedábamos en una comunidad de hermanos que se aman, se necesitan y se perdonan.

Y, como siempre, todo tiene un límite; la paciencia cuando se resquebraja, las personas cuando nos desbordamos, el vaso que rebosa de agua, el río que se sale de madre, el sol cuando calienta abundantemente y…el perdón cuando nos parece demasiado.

Todos hemos tenido la experiencia de haber ofrecido el perdón y, a la vez, quedarnos con una sensación de fracaso. Parece como si, aquel que perdona y olvida, es el que da su brazo a torcer. Pero Jesús, aún siendo Dios, nos enseña que la grandeza del hombre está en su capacidad perdonadora. El truco, o mejor dicho, el secreto está en cerrar en más de una ocasión los ojos y, abrir con todas las consecuencias, el corazón. El amar sin límites de San Pablo, se complementa con el perdonar sin límites del evangelio de este domingo.

2.- Muchas veces solemos decir aquello de “perdono pero no olvido”. El perdón se hace más real y más puro cuando se desea para el otro todo lo mejor. El perdón, además de desatarnos de nuestros propios dioses, nos hace comprender, vivir, gustar y entender el gran amor que Dios siente por cada uno de nosotros. ¿Perdonas? Estás cerca de Dios. ¿No perdonas? Tu corazón no está totalmente ocupado por Dios.

El “sin límites” puede suponer en nuestra vida cristiana un imposible y un buscar justificaciones. A veces corremos el riesgo de creer, que Dios, entra en ese juego que nosotros mismos nos montamos. Como si se tratara de un partido de fútbol donde, los hinchas de uno o de otro, pretenden que Dios les ayude frente al contrario.

3.- En este domingo, Jesús, nos propone a las claras que nos dejemos de evasivas y que practiquemos aquello que emana del corazón de Dios por los cuatro costados: yo os perdono… haced también vosotros lo mismo.

Si muchas heridas permanecen abiertas y sangrando (en nuestras familias, sociedad, iglesia, comunidades, parroquias, política, etc.,) es en parte por la pobreza de nuestra fe. Por la falta de comunión con Dios. Por mirarnos demasiado a nosotros mismos.

Cuando se vive íntimamente unido a El, no hay obstáculo insalvable ni ofensa gigantesca. Es como aquel peregrino que, deseando llegar hasta el final de su trayecto, se dedicaba constantemente a mirar a su izquierda y a su derecha perdiendo ritmo, fuerzas e ilusión. Un compañero se le acercó y le dijo: si miras al horizonte te irá mucho mejor y llegarás antes.

Con el perdón ocurre algo parecido. Mirando a Dios, vemos a los que nos rodean con ojos de hermanos. Olvidando a Dios, como decía Benedicto XVI en su reciente viaje a Colonia, surge un cierto aire de insatisfacción de todo y de todos.

Javier Leoz

Perdonar nos hace bien

Las grandes escuelas de psicoterapia apenas han estudiado la fuerza curadora del perdón. Hasta hace muy poco, los psicólogos no le concedían un papel en el crecimiento de una personalidad sana. Se pensaba erróneamente –y se sigue pensando– que el perdón es una actitud puramente religiosa.

Por otra parte, el mensaje del cristianismo se ha reducido con frecuencia a exhortar a las gentes a perdonar con generosidad, fundamentando ese comportamiento en el perdón que Dios nos concede, pero sin enseñar mucho más sobre los caminos que hay que recorrer para llegar a perdonar de corazón. No es, pues, extraño que haya personas que lo ignoren casi todo sobre el proceso del perdón.

Sin embargo, el perdón es necesario para convivir de manera sana: en la familia, donde los roces de la vida diaria pueden generar frecuentes tensiones y conflictos; en la amistad y el amor, donde hay que saber actuar ante humillaciones, engaños e infidelidades posibles; en múltiples situaciones de la vida, en las que hemos de reaccionar ante agresiones, injusticias y abusos. Quien no sabe perdonar puede quedar herido para siempre.

Hay algo que es necesario aclarar desde el comienzo. Muchos se creen incapaces de perdonar porque confunden la cólera con la venganza. La cólera es una reacción sana de irritación ante la ofensa, la agresión o la injusticia sufrida: el individuo se rebela de manera casi instintiva para defender su vida y su dignidad. Por el contrario, el odio, el resentimiento y la venganza van más allá de esta primera reacción; la persona vengativa busca hacer daño, humillar y hasta destruir a quien le ha hecho mal.

Perdonar no quiere decir necesariamente reprimir la cólera. Al contrario, reprimir estos primeros sentimientos puede ser dañoso si la persona acumula en su interior una ira que más tarde se desviará hacia otras personas inocentes o hacia ella misma. Es más sano reconocer y aceptar la cólera, compartiendo tal vez con alguien la rabia y la indignación.

Luego será más fácil serenarse y tomar la decisión de no seguir alimentando el resentimiento ni las fantasías de venganza, para no hacernos más daño. La fe en un Dios perdonador es entonces para el creyente un estímulo y una fuerza inestimables. A quien vive del amor incondicional de Dios le resulta más fácil perdonar.

José Antonio Pagola