II Vísperas – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

II VÍSPERAS

DOMINGO XXIV de TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme. 

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Cuando la muerte sea vencida
y estemos libres en el reino,
cuando la nueva tierra nazca
en la gloria del nuevo cielo,
cuando tengamos la alegría
con un seguro entendimiento
y el aire sea como un luz
para las almas y los cuerpos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos.

Cuando veamos cara a cara
lo que hemos visto en un espejo
y sepamos que la bondad
y la belleza están de acuerdo,
cuando, al mirar lo que quisimos,
lo vamos claro y perfecto
y sepamos que ha de durar,
sin pasión sin aburrimiento,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos.

Cuando vivamos en la plena
satisfacción de los deseos,
cuando el Rey nos ame y nos mire,
para que nosotros le amemos,
y podamos hablar con él
sin palabras, cuando gocemos
de la compañía feliz
de los que aquí tuvimos lejos,
entonces, sólo entonces,
estaremos contentos.

Cuando un suspiro de alegría
nos llene, sin cesar, el pecho,
entonces —siempre, siempre—, entonces
seremos bien lo que seremos.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo, que es su Verbo,
gloria al Espíritu divino,
gloria en la tierra y en el cielo. Amén.

SALMO 109: EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE

Ant. Yo mismo te engendré, entre esplendores sagrados, antes de la aurora. Aleluya.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.
En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Yo mismo te engendré, entre esplendores sagrados, antes de la aurora. Aleluya.

SALMO 111: FELICIDAD DEL JUSTO

Ant. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Dichoso quien teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita.

En su casa habrá riquezas y abundancia,
su caridad es constante, sin falta.
En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.

Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos.
El justo jamás vacilará,
su recuerdo será perpetuo.

No temerá las malas noticias,
su corazón está firme en el Señor.
Su corazón está seguro, sin temor,
hasta que vea derrotados a sus enemigos.

Reparte limosna a los pobres;
su caridad es constante, sin falta,
y alzará la frente con dignidad.

El malvado, al verlo, se irritará,
rechinará los dientes hasta consumirse.
La ambición del malvado fracasará.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

CÁNTICO del APOCALIPSIS: LAS BODAS DEL CORDERO

Ant. Alabad al Señor, sus siervos todos, pequeños y grandes. Aleluya.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios son verdaderos y justos.
Aleluya.

Aleluya.
Alabad al Señor, sus siervos todos,
los que le teméis, pequeños y grandes.
Aleluya.

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y gocemos y démosle gracias
Aleluya.

Aleluya.
Llegó la boda del Cordero,
Su esposa se ha embellecido.
Aleluya.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Alabad al Señor, sus siervos todos, pequeños y grandes. Aleluya.

LECTURA: Hb 12, 22-24

Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.

RESPONSORIO BREVE

R/ Nuestro Señor es grande y poderoso.
V/ Nuestro Señor es grande y poderoso.

R/ Su sabiduría no tiene medida
V/ Es grande y poderoso.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Nuestro Señor es grande y poderoso.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Jesús dijo a Pedro: «No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Jesús dijo a Pedro: «No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

PRECES

Alegrándonos en el Señor, de quien viene todo don, digámosle:

Escucha, Señor, nuestra oración.

Padre y Señor de todos, que enviaste a tu Hijo al mundo para que tu nombre fuese glorificado, desde donde sale el sol hasta el ocaso,
— fortalece el testimonio de tu Iglesia entre los pueblos.

Haznos dóciles a la predicación de los apóstoles,
— y sumisos a la verdad de nuestra fe.

Tú que amas a los justos,
— haz justicia a los oprimidos.

Liberta a los cautivos, abre los ojos a los ciegos,
— endereza a los que ya se doblan, guarda a los peregrinos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Haz que los que duermen ya el sueño de la paz
— lleguen, por tu Hijo, a la santa resurrección.

Unidos entre nosotros y con Jesucristo, y dispuestos a perdonarnos siempre unos a otros, dirijamos al Padre nuestra súplica confiada:
Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos y, para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Anuncio publicitario

La fuerza liberadora del perdón

El evangelio de este Domingo muestra uno de los temas más relevantes del legado de Mateo: el compromiso ético de la fe y las consecuencias de no vivirlo de manera coherente y auténtica. En este caso se centra en el asunto del perdón.

La introducción de este texto ya es el mensaje esencial que queda argumentado y explicitado con la parábola que narra a continuación; un breve diálogo entre Jesús y Pedro termina clarificando cómo vivir el perdón desde una visión cristiana y las actitudes que supone.

La pregunta de Pedro indica que, como buen militante del judaísmo, ya conocía el deber del perdón de las ofensas. Ahora bien, el perdón se recibía a través de unas tarifas determinadas. Las escuelas rabinas exigían que sus discípulos perdonasen tantas veces a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, etc.., y estas tarifas eran diferentes según la escuela. Lo que hace Pedro es preguntar a Jesús cuál era su tarifa para saber si era tan severa como la de la escuela que requería perdonar siete veces a su hermano.

La respuesta de Jesús, una vez más desconcertante, utiliza el número siete jugando a multiplicarlo, para transmitir que el perdón ha de ser en totalidad según el significado de ese número en la simbología judía. Perdonar en totalidad es perdonar de manera auténtica, de corazón, de raíz, sin tarifas o grados. Se trata de un perdón que trasciende lo emocional, lo supera y se sitúa en el mismo suelo del ser humano.  Esta parábola libera al perdón de toda tarifa para hacer de él un signo de un perdón que no es un deber moral, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado previamente. Jesús introduce este elemento nuevo en la parábola: nuestra capacidad de perdonar en totalidad es directamente proporcional a nuestras experiencias de haber sido perdonad@s auténticamente. Estas vivencias, bien integradas y conscientes, van despertando una sensibilidad que ablanda la comprensión y empatía con aquellos que nos dañan y ofenden, nos conectan con la realidad más profunda y espiritual dándose un crecimiento de la persona tan exponencial como el setenta veces siete del que habla Jesús.

Ahondando en el significado de la parábola, se puede percibir que el perdón cristiano tiene una doble vertiente: la psicológica y la referida al vínculo con la Divinidad. Integrar ambas vertientes construye al creyente unificando su persona y convirtiendo la fe en una posición ante la vida y no en un deber moral. Perdonar totalmente o de corazón supone haber reabsorbido la rabia y los sentimientos negativos y legítimos que se despiertan, aunque se necesite un camino complejo para restaurar la relación cuando la dignidad ha sido violada por el daño realizado.

En el proceso del perdón, como indica la parábola, hay que tener en cuenta ambas partes: quien daña y quien es dañado. No se trata de dar un perdón ingenuo, romántico o meloso, de perdonar con las emociones porque se quedaría en las arenas movedizas de los sentimientos, sino que, en el ejercicio de ese perdón, es importante situarse con una nueva dignidad frente a quien daña. Sólo así el perdón puede llegar a cambiar a la otra persona para que no siga dañando a terceros o reincidir en el daño causado. Esta es la dimensión educativa del perdón. Tras el perdón es necesario un cambio de posición por ambas partes. Una mala gestión del perdón genera tortura, como dice la parábola, que es vivir desde el rencor, la venganza o la disposición vulnerable a ser dañados de nuevo. Es muy importante perdonar con dignidad para recibir el perdón con posibilidad de cambio.  Así es el perdón de Dios del que nos habla Jesús, un perdón que pretende transformar a la persona “para que no peque más”.

Nadie se libra de estas dos experiencias: ofender y perdonar. Es todo un reto en la vida aprender a perdonar y a recibir el perdón de manera sana y profunda, así como ser conscientes de este doble dinamismo que puede interferir en las relaciones humanas y en nuestro vínculo con Dios. Todo ser humano, por ser reflejo del Ser de Dios, nace equipado de una capacidad para perdonar que se activa al experimentar un perdón auténtico y en totalidad. Esta es la fuerza liberadora del perdón.

FELIZ DOMINGO

 

Rosario Ramos

Perdonar es tomar conciencia de que no hay nada que perdonar

El evangelio de hoy es continuación del que leíamos el domingo pasado. Allí se daba por supuesto el perdón. Hoy es el tema principal. Mt sigue con la instrucción sobre cómo comportarse con los hermanos dentro de la comunidad. Sin perdón mutuo sería imposible cualquier clase de convivencia estable. El perdón es la más alta manifestación del amor y está en conexión directa con el amor al enemigo. Entre los seres humanos es impensable un verdadero amor que no lleve implícito el perdón. Dejaríamos de ser humanos si pudiéramos eliminar la posibilidad de fallar y el fallo concreto y real.

La frase «setenta veces siete«, no podemos entender­la literalmente; como si dijera que hay que perdonar 490 veces. Quiere decir que hay que perdonar siempre. El perdón tiene que ser, no un acto, sino una actitud, que se mantiene durante toda la vida y ante cualquier ofensa. Los rabinos más generosos del tiempo de Jesús hablaban de perdonar las ofensas hasta cuatro veces. Pedro se siente mucho más generoso y añade otras tres. Siete era ya un número que indicaba plenitud, pero Jesús quiere dejar muy claro que no es suficiente, porque supone que Pedro todavía lleva cuenta de las ofensas.

La parábola de los dos deudores no necesita explicación. El punto de inflexión está en la desorbitada diferencia de la deuda de uno y otro. El señor es capaz de perdonar una inmensa deuda (60.000.000 denarios). El empleado es incapaz de perdonar 100 denarios. Al final, encontramos un rabotazo de AT: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. Jesús nunca pudo dar a entender que un Dios vengativo puede castigar de esa manera, o negarse a perdonar hasta que cumplamos unos requisitos.

El perdón sólo puede nacer de un verdadero amor. No es fácil perdonar, como no es fácil amar. Va en contra de todos los instintos. Va en contra de lo razonable. Desde nuestra conciencia de individuos aislados en nuestro ego, es imposible entender el perdón del  evangelio. El ego necesita enfrentarse a todo para sobrevivir y potenciarse. Desde esa conciencia, el perdón se convierte en un factor de afianzamiento del ego. Perdono (la vida) al otro porque así dejo clara mi superioridad moral. Expresión de este perdón es la famosa frase: “perdono pero no olvido” que es la práctica común en nuestra sociedad.

Para entrar en la dinámica del perdón, debemos tomar conciencia de nuestro verdadero ser y de la manera de ser de Dios. Experimentando la ÚNICA REALIDAD, descubriré que no hay nada que perdonar, porque no hay otro. Con un ejemplo podemos aproximarnos a la idea. Si tengo una infección en el dedo meñique del pie y me causa unos dolores inaguantables, ¿puedo echar la culpa al dedo de causarme dolor? El dedo forma parte de mí y no hay manera de considerarlo como un objeto agresor. Hago todo lo posible por curarlo porque es la única manera de ayudarme a mí mismo.

Desde nuestro concepto de pecado como mala voluntad por parte del otro, es imposible que nos sintamos capaces de perdonar. El pecado no es fruto nunca de una mala voluntad, sino de una ignorancia. La voluntad no puede ser mala, porque no es movida por el mal. La voluntad solo puede ser atraída por el bien. La trampa está en que se trata del bien o el mal, que le presenta la inteligencia, que con demasiada frecuencia se equivoca y presenta a la voluntad como bueno lo que en realidad es malo.

“Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo”. Dios no tiene acciones, mucho menos puede tener reacciones. Dios es amor y por lo tanto es también perdón. No tiene que hacer ningún acto para perdonar; está siempre perdonando. Su amor es perdón porque llega a nosotros sin merecerlo. Ese perdón de Dios es lo primero. Si lo aceptamos nos hará capaces de perdonar a los demás. Eso sí, la única manera de estar seguros de que lo hemos descubierto y aceptado, es que perdonamos. Por eso se puede decir, aunque de manera impropia, que Dios nos perdona en la medida que nosotros perdonamos.

Es muy difícil armonizar el perdón con la justicia. Nuestra cultura cristiana tiene fallos garrafales. Se trata de un cristianismo troquelado por el racionalismo griego y encorsetado hasta la asfixia por el jurisdicismo romano. El cristianismo resultante, que es el nuestro, no se parece en nada a lo que vivió y enseñó Jesús. En nuestra sociedad se está acentuando cada vez más el sentimiento de Justicia, pero se trata de una justicia racional e inmisericorde, que la mayoría de las veces esconde nuestro afán de venganza. El razonamiento de que sin justicia los malos se adueñarían del mundo no tiene sentido.

Este sentido de la justicia se la hemos aplicado al mismo Dios y lo hemos convertido en un monstruo que tiene que hacer morir a su propio Hijo para “justificar” su perdón. Es completamente descabellado pensar que un verdadero amor está en contra de una verdadera justicia. Luchar por la justicia es conseguir que ningún ser humano haga daño a otro en ninguna circunstancia. La justicia no consiste en que una persona perjudicada consiga perjudicar al agresor. Seguiremos utilizando la justicia para dañar al otro.

Lo que decimos en el Padrenuestro es un disparate. No es un defecto de traducción. En el AT está muy clara esta idea. En la primera lectura nos decía exactamente: «Del vengativo se vengará el Señor». «Perdona la ofensa de tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas». Cuando el mismo evangelista Mateo relata el Padrenues­tro, la única petición que merece un comentario es ésta, para decir: «…Porque si perdonáis a vuestros hermanos, también vuestro Padre os perdonará; pero si no perdonáis, tampoco vuestro Padre os perdonará (Mt 6,14). ¿No sería más lógico pedir a Dios que nos perdone como solo Él sabe hacerlo, y aprendamos de Él nosotros a perdonar a los demás?

Para descubrir por qué tenemos que seguir amando al que me ha hecho daño, tenemos que descubrir los motivos del verdadero amor a los demás. Si yo amo solamente a las personas que son amables, no salgo de la dinámica del egoísmo. El amor verdadero tiene su justificación en la persona que ama, no en el objeto del amor y sus cualidades. El amor a los que son amables no es garantía ninguna del amor verdaderamente humano y cristiano. Si no perdonamos a todos y por todo, nuestro amor es cero, porque si perdonamos una ofensa y otra no, las razones de ese perdón no son genuinas.

No solo el ofendido necesita perdonar para ser humano. También el que ofende necesita del perdón para recuperar su humanidad. La dinámica del perdón responde a la  necesidad psicológica del ser humano de un marco de aceptación. Cuando el hombre se encuentra con sus fallos, necesita una certeza de que las posibilidades de rectificar siguen abiertas. A esto le llamamos perdón de Dios. Descubrir, después de un fallo grave, que Dios me sigue queriendo, me llevará a la recuperación, a superar la desintegración que lleva consigo un fallo grave. La mejor manera de convencerme de que Dios me ha perdonado, es descubrir que aquel a quien ofendí me ha perdonado.

Meditación

Si vivo en la superficie de mi ser (ego),
el perdón, que nos pide Jesús, será imposible.
No hay ofensor, ni ofendido, ni ofensa.
No hay nada que perdonar ni nadie a quien perdonar.
Cualquier otra solución no pasará de artificial e inútil.
O se convierte en refuerzo de nuestro ego.

Fray Marcos

Comentario – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

¡Ojala escuchéis hoy su voz!, dice el salmista. Es la voz de Dios: una voz que acontece en la historia y se mezcla con los acontecimientos históricos; una voz que se confunde con la voz de su profeta, de su Hijo hecho hombre o de su apóstol; voz, por tanto, profética, evangélica, apostólica.

Todas son voces de Dios, pero mediadas por boca de hombre. Esa voz que debemos escuchar hoy quiere ser alarmante para el malvado, que está obligado a cambiar de conducta para no morir en su maldad, y responsabilizante para el que recibe el encargo de dar la alarma de parte de Dios al malvado en peligro de perderse. Esto es lo que corresponde hacer al profeta puesto de atalaya en la casa de Israel. Pero, como cristianos, todos somos profetas, porque por el bautismo hemos venido a El perdón es nuclear en el mensaje de Jesús. La reconciliación no se concibe sin el perdón. Jesús se había referido al perdón en las parábolas de la misericordia y lo había concedido a ciertas personas aquejadas de enfermedades o necesitadas de una palabra liberadora que les permitiese experimentar la salvación, como la mujer sorprendida en adulterio y sometida al angustioso trance de ser apedreada. Los apóstoles sabían que había que perdonar la ofensa del hermano, pero ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? ¿Acaso el perdón exigido era ilimitado?

Así se expresa el apóstol Pedro a propósito de este perdón: Si mi hermano me ofende -le pregunta a Jesús-, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Pedro considera que el perdón otorgado al ofensor tiene que tener un límite; de lo contrario podría favorecerse el incremento de las ofensas o el padecimiento del ofendido. Entiende que siete veces es un número razonable en la concesión del perdón al hermano reincidente. Pero la respuesta de Jesús no se atiene a esos límites racionales en los que Pedro quiere encerrar el perdón solicitado por el ofensor: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. «Setenta veces siete» no es un numerus clausus, aunque más abultado; es un circunloquio para significar «siempre». Uno tiene que estar dispuesto a perdonar a su hermano siempreEl amor -dirá san Pablo- disculpa sin límites.

           Y para explicar el concepto, Jesús les propone una parábola. El Reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Uno le debía diez mil talentos: una verdadera fortuna. Como no disponía de este dinero para saldar la deuda con su acreedor -Jesús plantea el tema en términos de deuda, no de ofensa-, el rey manda que lo vendan a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones. La medida resulta drástica, pero al parecer aplicable en una sociedad donde los acreedores poderosos podían exigir tales compensaciones. Ante un futuro tan incierto, el empleado suplica compasión a su señor: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. Y el señor se deja mover por la súplica y le concede el perdón solicitado, dejándole marchar sin exigirle la devolución del dinero adeudado.

Con la condonación de la deuda, ésta desaparece. Ya está libre de gravámenes. Ya no está en deuda con nadie. Pero la historia no acaba aquí. Resulta que aquel empleado tenía un compañero que le debía una pequeña cantidad de dinero, apenas cien denarios. Pues bien, se lo encuentra y le agarra hasta casi estrangularlo, exigiéndole la devolución de la deuda: Págame lo que me debes -le decía-. El otro le rogaba, imitando a su acreedor airado, que tuviera paciencia con él, ya que estaba dispuesto a pagarle lo debido. Pero el liberado poco tiempo antes de una enorme deuda no tuvo paciencia ni compasión de aquel compañero que le debía una pequeña cantidad. Y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

La noticia provoca consternación en los demás empleados que acuden a su señor a contarle lo sucedido. Y cuando éste se entera, manda llamar de nuevo al empleado de la deuda condonada y, tras otorgarle el calificativo de malvado, le dice con indignación: Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?

La justicia conmutativa parece reclamar este comportamiento. Si han tenido compasión de ti, lo suyo es que tú tengas compasión del que te la pide. Si te han perdonado una deuda, tras haber solicitado un aplazamiento para pagarla, perdona tú también al que te solicita ese mismo margen para una deuda inferior. Esto es lo que se espera en justicia de aquel que ha recibido ese trato de favor. Pero, dado que aquel empleado no actuó según este criterio de equidad, fue finalmente entregado a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. El señor revocó, pues, el indulto, obligándole a pagar la deuda contraída.

La conclusión viene dictada por el mismo desenlace de la parábola: Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Se trata de un Padre que nos ha perdonado y nos sigue perdonando ofensas, deudas, desprecios, ingratitudes, negligencias, traiciones, infidelidades; un Padre con el que hemos contraído una enorme deuda a consecuencia de nuestros pecados acumulados, una deuda saldada con un acto de amor infinito, que es la entrega de su propio Hijo a la muerte por nosotros -así se expresa san Pablo aludiendo a la muerte redentora de Cristo y a su sangre derramada-. ¿Qué puede esperar de nosotros ese Padre, que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado a la muerte por nosotros, sino que extendamos el perdón recibido a nuestros hermanos? Por eso, Jesús nos invita a pedir en el «Padre nuestro»: perdónanos nuestras ofensas (o deudas), como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Hay una correspondencia tal entre el perdón recibido (de Dios) y el perdón donado (a los hermanos), que no son separables, como si Dios supeditase aquél a éste. Y el perdón exigido es, además, un perdón de corazón. Dios nos perdona de corazón y espera que nosotros también lo hagamos. Al parecer no basta con querer perdonar (acto volitivo); es preciso perdonar en acto y de corazón. Para ello hay que hacer desaparecer el rencor o el resentimiento que lo invade. Quizá no podamos restañar la herida provocada por la ofensa. En este caso habrá que tener paciencia y dejar pasar el tiempo, que todo lo cicatriza.

Pero el perdón, para que sea real, tiene que ser de corazón. De no ser así, estará siempre falto de algo. Y si carecemos de fuerzas para perdonar de este modo, habrá que acudir a la fuente de la gracia para adquirir el impulso necesario. Sólo así, perdonando de corazón podrá tornar la paz a ese corazón herido o torturado por la ofensa o la agresión sufridas. Sucede que el perdón de Dios resulta improductivo si no logra transformar nuestro corazón, es decir, si no le confiere la capacidad de perdonar al hermano. Por eso, el perdón de Dios no se hace realidad factual en nuestras vidas hasta que no provoca en nosotros ese saludable efecto de tener que perdonar a nuestros ofensores o deudores. La ofensa tiene siempre una connotación más hiriente que la deuda, a no ser que entendamos la ofensa como una deuda (afectiva) contraída con el ofendido.

En cualquier caso, ambas deben ser perdonadas si el deudor u ofensor suplican el perdón porque no tienen con qué pagar o con qué reparar el daño. Dios puede esperar esto de nosotros, porque Él nos ha perdonado primero.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Lumen Gentium – Documentos Concilio Vaticano II

Naturaleza e importancia del estado religioso en la Iglesia

44. El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados —por su propia naturaleza semejantes a los votos—, con los cuales se obliga a la práctica de los tres susodichos consejos evangélicos, hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para traer de la gracia bautismal fruto copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios. La consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia.

Pero como los consejos evangélicos, mediante la caridad hacia la que impulsan, unen especialmente con la Iglesia y con su misterio a quienes los practican, es necesario que la vida espiritual de éstos se consagre también al provecho de toda la Iglesia. De aquí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación, sea con la oración, sea también con el ministerio apostólico, para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo. Por lo cual la Iglesia protege y favorece la índole propia de los diversos institutos religiosos.

Así, pues, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. Y como el Pueblo de Dios no tiene aquí ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso, por librar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del reino celestial. El mismo estado imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían. Finalmente, proclama de modo especial la elevación del reino de Dios sobre todo lo terreno y sus exigencias supremas; muestra también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la Iglesia.

Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad.

Lectio Divina – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

1. Oración inicial

Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que Él nos ayude a leer la Biblia en el mismo modo con el cual Tú la has leído a los discípulos en el camino de Emaús. Con la luz de la Palabra, escrita en la Biblia, Tú les ayudaste a descubrir la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos de tu condena y muerte. Así, la cruz, que parecía ser el final de toda esperanza, apareció para ellos como fuente de vida y resurrección.

Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Tu palabra nos oriente a fin de que también nosotros, como los discípulos de Emaús, podamos experimentar la fuerza de tu resurrección y testimoniar a los otros que Tú estás vivo en medio de nosotros como fuente de fraternidad, de justicia y de paz. Te lo pedimos a Ti, Jesús, Hijo de María, que nos has revelado al Padre y enviado tu Espíritu. Amén. 

2. Lectura 

a) Una división del texto para ayudar a la lectura:

Mateo 18,21: La pregunta de Pedro
Mateo 18,22: La respuesta de Jesús
Mateo 18, 23-26: 1ª parte de la parábola
Mateo 18, 27-30: 2ª parte de la parábola
Mateo 18, 31-35: 3ª parte de la parábola 

b) Clave de lectura:

En el Evangelio de este domingo 24º del Tiempo Ordinario Jesús nos habla de la necesidad de perdonar a los hermanos. No es fácil perdonar . Hay ofensas e insultos que permanecen golpeando por mucho tiempo en el corazón. Algunas personas dicen: “Perdono, pero no olvido”. ¡No consigo olvidarme! Resentimientos, tensiones, opiniones diversas, provocaciones, hacen difícil el perdón y la reconciliación. ¿Por qué perdonar es tan difícil? En mi familia y en mi comunidad, en mi trabajo y en mis relaciones ¿creo o no un espacio para la reconciliación y para el perdón? ¿Cómo? Meditamos la tercera parte del “Sermón de la Comunidad” (Mt 18,21-35), en el que Mateo reúne las palabras y parábolas de Jesús sobre el perdón sin límite. Durante la lectura, piensa en ti mismo y trata de revisar tu vida. 

c) El texto:

21 Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» 22 Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»
Mateo 18,21-3523 «Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. 24Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. 25 Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. 26 Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: `Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré.’ 27 Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó ir y le perdonó la deuda. 28Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: `Paga lo que debes.’ 29 Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: `Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré.’ 30 Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. 31 Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. 32 Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: `Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste.33 ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’ 34 Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía.35 Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.»

3. Un momento de silencio orante

para que la Palabra de Dios pueda entrar en nosotros e iluminar nuestra vida. 

4. Algunas preguntas

para ayudarnos en la meditación y en la oración.

a) ¿Qué parte de la parábola te ha llamado más la atención? ¿Por qué?
b) ¿Cuáles son los diversos consejos que Jesús nos da para ayudarnos a reconciliarnos y a perdonar?
c) Mirando en el espejo de la parábola, ¿con cuál personaje me identifico más: con el rey que quiere ajustar cuentas con sus siervos, o con el siervo perdonado que no quiere perdonar a su compañero?
d) Mirando la realidad de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra iglesia, de nuestra sociedad y de nuestro mundo, ¿hay entre nosotros un espacio para el perdón y para la reconciliación? ¿Dónde y cómo podemos comenzar, de modo que la reconciliación se irradie entre nosotros? 

5. Para aquéllos que desean profundizar más en el texto 

a) Contexto en el que nuestro texto aparece en el Evangelio de Mateo:

– La comparación de la que se sirve Jesús para ilustrar la obligación de perdonar y reconciliar une parábola y alegoría. Cuando Jesús habla del Rey que quiere ajustar las cuentas con sus siervos, piensa ya en Dios que perdona todo. Cuando habla de la deuda del siervo perdonado por el rey, piensa en la deuda inmensa que tenemos delante de Dios, que nos perdona siempre. Cuando habla de la conducta del siervo perdonado que no quiere perdonar, piensa en nosotros, perdonados por Dios, que no queremos perdonar a nuestros hermanos.

– Al final del primer siglo, los judíos-cristianos de las comunidades de Siria y Palestina tenían problemas serios y graves de reconciliación con los hermanos de la misma raza. En el período del gran desastre de la destrucción de Jerusalén por parte de los romanos, en los años 70, tanto la Sinagoga como la Ecclesia se encontraban en una fase de reorganización en la región de Siria y Palestina. Por esto entre ellos existía una fuerte tensión, creciente, que era fuente de muchos sufrimientos en las familias. Esta tensión constituye el fondo del Evangelio de Mateo. 

b) Comentario del texto:

Mateo 18,21: La pregunta de Pedro: ¿Cuántas veces perdonar?
Ante las palabras de Jesús sobre la reconciliación, Pedro pregunta: ¿Cuántas veces debo perdonar? ¿Siete veces?” Siete es un número que indica perfección y en el caso de la propuesta de Pedro, siete es sinónimo de siempre.

Mateo 18,22: La respuesta de Jesús: ¡Setenta veces siete!
Jesús mira más lejos. Elimina todo posible límite al perdón: “¡No hasta siete, sino setenta veces siete!” ¡Setenta veces siempre! Porque no hay proporción entre el perdón que recibimos de Dios y nuestro perdón dado al hermano. Para aclarar la respuesta dada a Pedro, Jesús cuenta una parábola ¡Es la parábola del perdón sin límite!

Mateo 18, 23-26: Primera parte de la parábola: la situación del deudor
Cuando habla del Rey, Jesús piensa en Dios. Un siervo tiene una deuda de diez mil talentos con el rey. O sea, 164 toneladas de oro. Él dice que pagará. Pero aunque trabajase toda la vida él, su mujer, sus hijos y toda su familia , no estaría en grado de reunir 164 toneladas de oro para restituirlo al rey. Dicho con otras palabras, no seríamos nunca capaces de quitar la deuda que tenemos con Dios. ¡Imposible! (cf Salmo 49,8-9)

Mateo 18,27-30: Segunda parte de la parábola: El gran contraste
Ante el insistente ruego del siervo, el rey le perdona una deuda de 164 toneladas de oro. Un compañero tiene con él una deuda de cien denarios, o sea, 30 gramos de oro. No existe comparación entre las dos deudas. ¡Un grano de arena y una montaña!. Ante el amor de Dios que perdona gratuitamente nuestra deuda de 164 toneladas de oro, no queda otro camino que perdonar la deuda de treinta gramos. Pero el siervo perdonado no quiere perdonar, ni siquiera ante la insistencia del deudor. Trata al compañero como el rey debería haber obrado con él y no lo hizo: ordenó que fuese metido en la cárcel hasta que pagara los 30 gramos de oro. El contraste habla por sí solo, no hay necesidad de comentarios.

Mateo 18,23-35: Tercera parte de la parábola: moral de la historia
La conducta vergonzosa del siervo perdonado que no quiere perdonar cae mal hasta en sus mismos compañeros. Lo cuentan al rey y éste obra en consecuencia: pone en movimiento el procedimiento de la justicia y el siervo perdonado que no quiere a su vez perdonar, es metido en la cárcel, donde permanecerá hasta pagar toda su deuda.¡Debe estar allí hasta hoy! Porque no conseguirá jamás pagar las 164 toneladas de oro! Moral de la parábola: “¡Así también mi Padre del cielo hará con cada uno de vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestro hermano!”. El único límite a la gratuidad de la misericordia de Dios, que nos perdona siempre, es nuestro rechazo a perdonar al hermano (Mt 18,34; 6,12.15; Lc 23,34) 

c) Profundizar: Perdonar después del 11 de septiembre de 2001

El 11 de septiembre de 2001, un grupo de terroristas lanzó dos aviones contra las dos torres gemelas de Nueva York y mataron a más de 30.000 personas al grito de “¡Guerra Santa!” La respuesta inmediata fue otro grito: “¡Cruzada!” Las dos partes usaron el nombre de Dios para legitimar la violencia. Ninguna recordó la palabra “¡Setenta veces siete!”. ¡Y uno de ello se dice cristiano!

Con ocasión de la guerra en Irak, el Papa Juan Pablo II gritó en una audiencia pública: “¡La guerra es Satanás!” E invitó a todos a luchar por la paz. En el encuentro ecuménico con representantes judíos y musulmanes en Jerusalén, en el año 2000, el Papa había dicho: “¡No podemos nunca invocar el nombre de Dios para legitimar la violencia!”

La última frase del Antiguo Testamento, con la que el pueblo de Dios entró en el Nuevo Testamento y que expresa el núcleo de la esperanza mesiánica de reconciliación, es el oráculo final del profeta Malaquías: “He ahí que yo enviaré al Profeta Elías antes de que llegue el día grande y terrible del Señor, para que convierta el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres, no sea que venga yo y entregue la tierra toda al anatema (Mal 3,23). Convertir el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres significa reconstruir las relaciones humanas en el pequeño núcleo de la convivencia, o sea, en la familia y en la comunidad. La comunidad es el espacio donde las familias se reúnen para poder conservar mejor y transmitir los valores en los que ellos creen. El desinterés entró en el mundo con el primer hijo nacido de la primera unión: Caín que mató a Abel (Gn 4,8). Este desinterés ha ido creciendo con la venganza repetida. Siete veces será vengado Caín, pero setenta veces Lamech (Gn 4,24). Pedro quiere rehacer el error y propone una reconciliación de siete veces (Mt 18,21) Pero su propuesta es tímida. No va a la raíz de la violencia. Jesús va mucho má lejos y exige setenta veces siete (Mt 18,22). Hasta hoy, y sobre todo hoy, la reconciliación es el deber más urgente que debe ser realizado entre nosotros, seguidores de Jesús. Vale la pena recordar siempre la advertencia de Jesús: “¡Así también mi Padre del cielo hará con cada uno de vosotros si no perdonara de corazón a su hermano!”. ¡Setenta veces siete! 

6. Oración: Salmo 62

Dios única esperanza.

Sólo en Dios encuentro descanso,
de él viene mi salvación;
sólo él mi roca, mi salvación,
mi baluarte; no vacilaré.
¿Hasta cuándo atacaréis a un solo hombre,
lo abatiréis, vosotros todos,
como a una muralla que cede,
como a una pared que se desploma?
Sólo proyectan doblez,
les seduce la mentira,
con la boca bendicen
y por dentro maldicen.

Sólo en Dios descansaré,
de él viene mi esperanza,
sólo él mi roca, mi salvación,
mi baluarte; no vacilaré.
En Dios está mi salvación y mi honor,
Dios es mi roca firme y mi refugio.
Confiad siempre en él, pueblo suyo;
presentad ante él vuestros anhelos.
¡Dios es nuestro refugio!

Un soplo son los plebeyos,
los notables, pura mentira;
puestos juntos en una balanza
pesarían menos que un soplo.

No confiéis en la opresión,
no os atraiga la rapiña;
a las riquezas, si aumentan,
no apeguéis el corazón.
Dios ha hablado una vez,
dos veces, lo he oído:
que de Dios es el poder,
tuyo, Señor, el amor;
que tú pagas al hombre
conforme a sus obras. 

7. Oración final

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Perdonar de corazón

El domingo pasado, Jesús hablaba a sus discípulos de la forma de corregirse fraternamente. Hoy aborda el tema del perdón a nivel individual y personal, que es el que afecta a la inmensa mayoría de las personas.

Argumentos para perdonar (Eclesiástico 27,33-28,9)

La primera lectura está tomada del libro del Eclesiástico, que es el único de todo el Antiguo Testamento cuyo autor conocemos: Jesús ben Sira (siglo II a.C.). Un hombre culto y estudioso, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre la recta relación con Dios y con el prójimo. En su obra trata infinidad de temas, generalmente de forma concisa y proverbial, que no se presta a una lectura precipitada. Eso ocurre con la de hoy a propósito del rencor y el perdón.

El punto de partida es desconcertante. La persona rencorosa y vengativa está generalmente convencida de llevar razón, de que su rencor y su odio están justificados. Ben Sira le obliga a olvidarse del enemigo y pensar en sí mismo: «Tú también eres pecador, te sientes pecador en muchos casos, y deseas que Dios te perdone». Pero este perdón será imposible mientras no perdones la ofensa de tu prójimo, le guardes rencor, no tengas compasión de él. Porque «del vengativo se vengará el Señor».

Si lo anterior no basta para superar el odio y el deseo de venganza, Ben Sira añade dos sugerencias: 1) piensa en el momento de la muerte; ¿te gustaría llegar a él lleno de rencor o con la alegría de haber perdonado? 2) recuerda los mandamientos y la alianza con el Señor, que animan a no enojarse con el prójimo y a perdonarle. [En lenguaje cristiano: piensa en la enseñanza y el ejemplo de Jesús, que mandó amar a los enemigos y murió perdonando a los que lo mataban.]

Pedro y Lamec

Lo que dice Ben Sira de forma densa se puede enseñar de forma amena, a través de una historieta. Es lo que hace el evangelio de Mateo en una parábola exclusiva suya (no se encuentra en Marcos ni Lucas).

El relato empieza con una pregunta de Pedro. Jesús ha dicho a los discípulos lo que deben hacer «cuando un hermano peca» (domingo pasado). Pedro plantea la cuestión de forma más personal: «Si mi hermano peca contra mí», «si mi hermano me ofende». ¿Qué se hace en este caso? Un patriarca anterior al diluvio, Lamec, tenía muy clara la respuesta:

«Por un cardenal mataré a un hombre,

a un joven por una cicatriz.

Si la venganza de Caín valía por siete,

la de Lamec valdrá por setenta y siete» (Génesis 4,23-24).

Pedro sabe que Jesús no es como Lamec. Pero imagina que el perdón tiene un límite, no se puede exagerar. Por eso, dándoselas de generoso, pregunta: «¿Cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Toma como modelo contrario a Caín: si él se vengó siete veces, yo perdono siete veces.

Jesús le indica que debe tomar como modelo contrario a Lamec: si él se vengó setenta y siete veces, perdona tú setenta y siete veces. (La traducción litúrgica, que es la más habitual, dice «setenta veces siete»; pero el texto griego se puede traducir también por setenta y siete, como referencia a Lamec). En cualquier hipótesis, el sentido es claro: no existe límite para el perdón, siempre hay que perdonar.

La parábola (Mt 18,21-35)

Para justificarlo propone la parábola de los dos deudores. La historia está muy bien construida, con tres escenas: la primera y tercera se desarrollan en la corte, en presencia del rey; la segunda, en la calle.

1ª escena (en la corte): el rey y un deudor. Se subraya: 1) La enormidad de la deuda; diez mil talentos equivaldrían a 60 millones de denarios, equivalente a 60 millones de jornales. 2) Las duras consecuencias para el deudor, al que venden con toda su familia y posesiones. 3) Su angustia y búsqueda de solución: ten paciencia. 4) La bondad del monarca, que, en vez de esperar con paciencia, le perdona toda la deuda.

2ª escena (en la calle): está construida en fuerte contraste con la anterior. 1) Los protagonistas son dos iguales, no un monarca y un súbdito. 2) La deuda, cien denarios, es ridícula en comparación con los sesenta millones. 3) Mientras el rey se limita a exigir, el acreedor se comporta con extrema dureza: «agarrándolo, lo estrangulaba». 4) Cuando escucha la misma petición de paciencia que él ha hecho al rey, en vez de perdonar a su compañero lo mete en la cárcel.

3ª escena (en la corte): los compañeros, el rey y el primer deudor. 1) La conducta del deudor-acreedor escandaliza e indigna a sus compañeros, que lo denuncian al rey. Este detalle, que puede pasar desapercibido, es muy importante: a veces, cuando una persona se niega a perdonar, intentamos defenderla; sin embargo, sabiendo lo mucho que a esa persona le ha perdonado Dios, no es tan fácil justificar su postura. 2) La frase clave es: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» 

Con esto Jesús no sólo ofrece una justificación teológica del perdón, sino también el camino que lo facilita. Si consideramos la ofensa ajena como algo que se produce exclusivamente entre otro y yo, siempre encontraré motivos para no perdonar. Pero si inserto esa ofensa en el contexto más amplio de mis relaciones con Dios, de todo lo que le debemos y Él nos ha perdonado, el perdón del prójimo brota como algo natural y espontáneo. Si ni siquiera así se produce el perdón, habrá que recordar las severas palabras finales de la parábola, muy intere­santes porque indican también en qué consis­te perdonar setenta y siete veces: en perdonar de corazón.

La diferencia entre la 1ª lectura y el evangelio

Ben Sira enfoca el perdón como un requisito esencial para ser perdonados por Dios. La parábola del evangelio nos recuerda lo mucho que Dios nos ha perdonado, que debe ser el motivo para perdonar a los demás.

«Vivimos para el Señor, morimos para el Señor» (Romanos 14,7-9)

El breve fragmento elegido de la carta a los Romanos carece de relación con las otras dos lecturas. Pero en este tiempo de pandemia, cuando se acumulan miles de muertos, consuela recordar que «en la vida y en la muerte somos del Señor».

José Luis Sicre

Setenta veces siete

1.- Estos domingos del Tiempo Ordinario están llenos de perdón y amor. El pasado, Jesús, nos hablaba de la corrección fraterna. Hoy es Pedro quien pregunta al Señor cuantas veces hay que perdonar. Su respuesta de «setenta veces siete» significa siempre y en todas las ocasiones. La «revolución» que trae Jesús al mundo de los judíos, de sus contemporáneos, es precisamente el amor y el perdón. Los hebreos consideraban servir al prójimo, pero lo eran solo los verdaderamente próximos, casi, casi los familiares. Ellos eran capaces de perdonar, pero tenía su ley del Talión, «el ojo por ojo y el diente por diente». Es verdad, no obstante, que aquello era como una limitación misericordiosa, porque en los tiempos del Antiguo Testamento, y fuera de los ámbitos del pueblo de Dios, la «justicia» suponía que cualquier ofensa debía ser castigada con la muerte. Y así el daño infringido en un diente o un ojo era razón suficiente para ajusticiar al agresor. La igualdad «de tamaño» entre la ofensa y el castigo era ya algo positivo. Pero Jesús rompe incluso esa ley de moderación para establecer el perdón total, el amor a los enemigos y la pasividad amorosa ante el ataque de los contrarios. Tenemos –dice– que poner la otra mejilla.

2.- Pero hay una condición obligada y fundamental para obtener el perdón. Nosotros mismos debemos que perdonar. Si no es así Dios no nos perdonará las ofensas propias. Está en el Padrenuestro, en la oración que, directamente, nos ha enseñado el Señor Jesús: «Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». El resto del relato del Evangelio nos habla del siervo malvado que tras recibir el perdón de su amo, es incapaz de perdonar muchísimo menos de lo que a él le deben. ¿No nos ocurre esto con frecuencia también a nosotros? Acudimos a Dios buscando el perdón ante nuestras faltas y, luego, somos capaces de escarnecer gravemente a nuestros hermanos ante faltas mucho menos graves, criticándolos o divulgando sus defectos, para que, al acusarlos de maldad, parezcamos nosotros más buenos. Asimismo, solemos poner dos medidas para ciertos pecados. Criticaremos con dureza a, tal vez, la mujer adultera, pero luego robaremos el sueldo de los trabajadores a nuestro cargo. Esto no es una acusación nueva, «moderna». Ya la expresa el Apóstol Santiago en su Carta. En fin, para perdonar hay que estar limpios de cuerpo y alma. Hemos de haber reconocido nuestro pecado antes de condenar los defectos presuntamente mayores en los prójimos.

3.- «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» La clave está ahí. Hay una tendencia justificatoria personal en la que uno disculpa sus propias faltas y agrava las de sus semejantes. Desgraciadamente, la vida del hombre esta plena de este defecto. El fariseísmo no es otra cosa que eso mismo. La soberbia produce ese encumbramiento disculpatorio mientras que afea con fiereza la valoración de otras faltas más pequeñas en las gentes de nuestro entorno. Y todo ello se debe a la falta de amor. El amor nos ayudará a entender y perdonar. Y sobre la base del perdón sincero nosotros vamos a ser capaces de mejorar. El efecto del perdón al prójimo puede tener un reflejo en el perdón sincero a nosotros mismos. Porque, sinceramente, ¿no hay otra clase de personas incapaces de perdonarse, enfadados consigo mismos, circulando por la vida en vertientes de miedo personal y que no invocan jamás la petición de perdón para ellos, ni a Dios, ni a sus semejantes? Desde luego que sí. En el ejercicio del perdón sincero, hay, desde luego, una práctica útil para mejorar nosotros mismos.

4.- «Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas». El libro del Eclesiástico nos lo dice. El furor y la cólera son odiosos y los posee el pecador. Debemos hacernos con mucha seriedad la siguiente pregunta: ¿El pecado cambia a los hombres?, ¿agrava su comportamiento general? Pues, si. La maldad trae una forma de ser. Igual, que la bondad y la mansedumbre produce otro estado de ánimo bien diferente. Si nosotros mismos, nos notamos coléricos e iracundos con frecuencia deberemos examinar nuestras conciencias. El inicio de un camino más cercano al Señor Jesús, y que discurre entre episodios de amor hacia los hermanos, produce una calma que antes no teníamos. El mal nos cambia, nos endurece. La advertencia del «viejo libro» del Eclesiástico nos da un consejo certero. Muchas veces, ni siquiera es necesario examinar nuestro interior, para saber que vamos mal. El comportamiento habitual nos va a dar razones suficientes como para enderezar el camino.

5.- El Magisterio de la Iglesia ha expresado muchas veces, en los últimos años, que el mundo esta perdiendo la noción de pecado. Esto quiere decir que no somos capaces de analizar la tendencia al mal y el ejercicio permanente de acciones malvadas. Y, sin embargo, esa maldad va a influir en nuestras vidas, multiplicando nuestro alejamiento de la felicidad e impidiendo a la gente que está cercana a nosotros que vivan tranquilos. El pecado existe y nos influye. Y para librarnos de esa mala situación, lo primero que necesitamos es reconocer que somos pecadores. El alma humana sabe discernir entre el bien y el mal. Y, por tanto, encontrará motivos para sentirse mal, ante la maldad cometida; y bien, ante la bondad ejercida. La mejor escuela de bondad es la relación con los hermanos y los peores pecados están precisamente en lo que hagamos a nuestros prójimos, sin olvidar, naturalmente, que muchas veces somos capaces –por el pecado– de hacernos mucho daño a nosotros mismos. No es este un argumento para meter miedo. Para nada. Es, simplemente, un camino para la búsqueda de la verdad, del amor y de la justicia.

6.- San Pablo, en la liturgia dominical, da siempre el matiz necesario e imprescindible. ¿Cual es la mejor arma para no pecar? Amar a Dios y estar en El. Entrar en Dios y saberse cosa suya. Pablo de Tarso nos dice hoy: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para si mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos». «En la vida y en la muerte somos del Señor». Vivir en El y estar en El. Pablo supo meter toda su persona en el Señor Jesús, olvidarse de si mismo para ser campo de acción de Jesús. Y con ello consiguió acometer la labor evangelizadora más notable de la historia del cristianismo. Y lo hizo con su acción personal y viajera. Y con sus escritos. El legado doctrinal –e intelectual– de Pablo de Tarso es enorme y de resonancias fundamentales para la vida de la Iglesia. Tenemos que tender a estar en Cristo como lo estuvo –como lo está– Pablo y de esa forma nuestro talante será de paz, de felicidad, mientras que ayudamos a los demás, sirviéndoles. Es la ayuda permanente del Señor Jesús lo que nos saca del pecado, de la ira, de la violencia, del desamor. Meditemos en paz sobre todo esto que hemos escuchado hoy.

Ángel Gómez Escorial

Condonar la deuda

La organización Manos Unidas, y otras ONGs, ha denunciado repetidamente que una de las causas más relevantes de la pobreza en el mundo es el problema de la deuda externa, es decir, la cantidad que los países más pobres deben a países ricos del primer mundo como consecuencia de los préstamos que ha recibido. Esa deuda supone un grave obstáculo para que esos países puedan salir de la pobreza, ya que además de la deuda han de hacer frente a los intereses, convirtiéndose en una cantidad de dinero impagable para los países más desfavorecidos económicamente. Por eso, desde hace tiempo también se ha promovido la necesidad de condonar la deuda de dichos países, con el compromiso de que asuman medidas de saneamiento de su economía y lucha contra la corrupción.

También en el ámbito más doméstico, y sobre todo en estos tiempos de crisis económica, muchos sufren la experiencia de verse ahogados por las deudas; podemos imaginar el alivio que sentirían si alguno de sus acreedores les condonase o perdonase la deuda.

Hoy el tema central en la Palabra de Dios es el difícil tema del perdón, y en el Evangelio Jesús nos ha propuesto una parábola, en la que ha habido la condonación de una gran deuda, para recordarnos que todos somos deudores en cuanto al perdón y enseñarnos cómo debemos actuar. Porque muy a menudo nos situamos en el papel de“acreedores”, es decir, tenemos muy presente lo mucho que otros “nos deben” por las ofensas que creemos haber recibido; pero pocas veces nos sentimos de verdad “deudores” por las ofensas reales que nosotros hemos hecho a otros.

La Palabra de Dios nos invita a tener presente, en primer lugar, cuántas “deudas” nos ha condonado Dios, algunas de mucha importancia, impagables para nosotros, y que sólo Él y cada uno conocemos. Cuántas veces hemos experimentado lo que hemos escuchado en el Salmo: Él perdona todas tus culpas… no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. Cuántas veces nos hemos sentido pobres humana, espiritual y moralmente, y nos hemos acercado a Él en el Sacramento de la Reconciliación y le hemos pedido, como el empleado de la parábola: Ten paciencia conmigo… Y cuántas veces, a pesar de nuestra reincidencia en el pecado, el Señor, por medio del sacerdote, nos ha condonado nuestra deuda, permitiéndonos así dar un nuevo impulso a nuestra vida.

Con esta parábola, Jesús nos invita a recordar cómo nos hemos sentido al recibir su perdón, porque no nos paga como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Recordarlo sobre todo cuando nos sintamos “acreedores” del perdón de otros y exigimos que nos “paguen” su deuda. Es entonces cuando deberíamos recordar lo que hemos escuchado en la 1ª lectura: perdona la ofensa de tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas… No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón por sus pecados? No se trata de negar la gravedad de algunas ofensas recibidas, o de hacer simplemente “borrón y cuenta nueva y aquí no ha pasado nada”. Se trata de, a pesar de dicha gravedad, estar dispuestos al perdón, a condonar la deuda a otros, no sólo porque nuestro “deudor” nos lo pida, sino principalmente porque a nosotros el Señor nos ha perdonado y, como sabemos que somos “reincidentes”, queremos que siga haciéndolo para poder ir saliendo de la pobreza humana, espiritual y moral en la que el pecado nos mantiene.

¿En alguna ocasión alguien me ha perdonado una cantidad de dinero que le debía? ¿Cómo me sentí? ¿Tengo presentes las veces que el Señor ha perdonado mis pecados? ¿Me siento “acreedor” del perdón de otros? ¿En qué ocasiones he perdonado a otros? ¿Cómo me sentí al hacerlo?

Del mismo modo que la condonación de la deuda externa conlleva que esos países asuman medidas para salir de la pobreza, la condonación que el Señor hace de nuestras deudas conlleva el compromiso de adoptar una medida muy importante en nuestra vida: la de no situarnos tanto en el papel de “acreedores”, sino estar dispuestos a condonar a otros la deuda, aunque nos cueste, para que sea verdad lo que rezamos en el Padre nuestro: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, porque el perdón recibido y otorgado nos permite salir de nuestras pobrezas y que nuestra vida sea de verdad la que corresponde a los hijos de Dios.

Comentario al evangelio – Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

QUÉ DIFÍCIL ES PEDIR PERDÓN Y PERDONAR


          Después de una lectura reposada del Evangelio de hoy, he sentido la necesidad de mirar para adentro de mí mismo y fijarme con calma en con quiénes me sentía yo distanciado u ofendido, herido, incómodo, molesto… y por qué. Y había más nombres de lo que a primera vista se me habría ocurrido pensar. He preferido centrarme en cuándo me había sentido últimamente ofendido, por quién y qué efectos y reacciones había producía esa situación en mí. Unas habían tenido un final «feliz», pero otras… ahí seguían enquistadas.

      Sé de sobra que buena parte de los conflictos, incomprensiones, enfados y malos rollos que ocurren en medio de la convivencia cotidiana se deben a falta de comprensión (ponerse en la situación del otro) y de comunicación. 

       En algunas ocasiones me he sentido juzgado y sentenciado, sin que me preguntaran nada, sin intentar aclarar sus impresiones. Lo tenían claro y ya está. (Supongo que a mí me habrá pasado los mismo). Me sentí mal al pensar que no tenían mucho interés en dialogar y quizás comprender mis razones y sentimientos: la «sentencia» estaba ya puesta. Y tampoco partió de mí la iniciativa de dar alguna explicación. No tuve fuerzas.

       Otras veces la tensión y las mañas palabras, y el dejarme a un lado, pasando de mí…  Fue la consecuencia de que alguna de mis decisiones, opiniones o comportamientos no eran compartido, no estaban de acuerdo conmigo. Es verdad que los de mi tierra (los aragoneses) decimos que «siempre tenemos razón»… pero también es cierto que los de mi tierra y los de todas las tierras no hemos nacido sabiendo buscar puntos algún punto de acuerdo, o el procurar tomarnos un respiro para considerar los puntos de vista del otro con ánimo más sereno…

Cuando más duele es al sentirnos defraudados por aquellos que más te importan, de quienes esperabas un apoyo, un detalle, una llamada, un gesto… Y resultó que no. Esperábamos de ellos otra cosa. Debieran saber que… podían imaginar que… lo lógico era que… Pero resultó que no.

        Cuando ocurren estas situaciones, una primera tentación/reacción es el aislamiento. Se mete uno en su torre y echa los siete candados. Como si te dijeras por dentro: – Pues no quiero saber nada de ellos, no vuelvo a contar con ellos, no vuelvo a abrir la boca, que luego no me vengan a pedirme que… 

        Una segunda tentación tiene que ver con rebuscar en el baúl de los recuerdos razones para el reprochar y el enfadarse. Tiramos de sus errores, defectos y limitaciones como para decirnos por dentro (y tal vez hasta lo soltemos hacia afuera): ¡Pues anda que tú!… 

       Una tercera tentación es la violencia o agresividad. Uno se muestra maleducado, irónico, borde o distante, malhablado… y se enroca y ataca, y hiere, y exagera… Por otro lado, no es raro que ese malestar interior lo paguen otros que nada tienen que ver con el asunto.

El resultado de todo ello es… que te vas sintiendo cada vez peor. Y se encuentra uno con el pasaje evangélico de hoy… y toca poner en marcha la dinámica del perdón. No es nada fácil. Pero no hay alternativa. 

        § Pedir perdón puede significar que reconoces tu error, reconocerse limitado, de barro, y querer confiar de nuevo en el otro… aunque sin saber cómo reaccionará cuando me acerque humildemente. Lo mismo no quiere. El perdón es una decisión personal, pero reconciliarse es cosa de dos. Puede suponer reconocer que el otro tenía razón. Pero no siempre. Porque quizá yo tuviera razón (o parte de razón), aunque mis «modos» de expresarme no fueron los adecuados. 

        § Pedir perdón no significa decir que «lo que me has hecho no tiene ninguna importancia».

Pedir perdón no quiere decir que automáticamente se cierren las heridas, que aquí no ha pasado nada y que ya está todo aclarado y ya eres de nuevo mi hermano del alma. Algunas veces se necesita algo de tiempo, puede que mucho. No por echar agua oxigenada en una herida, ésta se cura de golpe. Las cicatrices exigen paciencia y cuidados. Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes. Es posible que los problemas sigan ahí. Pero no por eso hay que pensar que el perdón sea falso o incompleto.

        § Pedir perdón, según las lecturas de hoy, significa negarse a que los comportamientos de los demás provoquen en mí actitudes y comportamientos que me hacen daño. Porque entonces me han vencido. No les voy a devolver «lo que se merecen». No.

Pedir perdón no es un acto de debilidad o de rendición, sino un acto de fuerza. Porque me enfrento con todo aquello que quiero arrancar de mí, y porque decido tratar a los otros de manera nueva, constructiva, diferente a como he sentido yo tratado.

        § Y sobre todo pedir perdón es la consecuencia de haber experimentado yo mismo el perdón. Es decir, verme acogido y querido a pesar de mis errores y limitaciones, y dejándome la posibilidad de que cambie lo que sea, si es que soy capaz. 

Esto es algo que nos hace experimentar Dios cada vez que somos sinceros con nosotros mismos, y como un pobre, sin poderlo exigir, solicitamos a Dios que espere, que ya cambiaremos, que nos hemos propuesto ser mejores… y él nos dice: ¡Deuda cancelada! ¡Se acabó! Empieza de nuevo y no te acuerdes más de todo eso que tanto de duele y avergüenza. Y por eso mismo nos vemos capaces de hacerlo experimentar a otros. El perdón se convierte en una dinámica contagiosa cuando nosotros procuramos acoger, comprender y acompañar al otro a pesar de todo… simplemente porque lo queremos y es nuestro hermano. Y porque lo han hecho también conmigo.

        § Seguramente nos falta experimentar con más frecuencia el perdón de Dios, para sentirnos con más necesidad de perdonar. Los fariseos eran tan perfectos y autoexigentes que eran incapaces de compasión y misericordia. Don Perfecto siempre machaca a los Imperfectos. Y don Perfecto siempre está cegato, porque Perfecto sólo es Dios. Y esa perfección le hace misericordioso.

Tal vez debiéramos procurar repartir generosamente nuestro perdón, para que nos sintamos más reconciliados e instrumentos de reconciliación y de paz. El mundo necesita perdón, reconciliación, encuentro, diálogo. Y los discípulos de Jesús debemos hacerlo más que nadie. Empezando por la propia familia, que a veces es lo más difícil.

Enrique Martínez de la Lama-Noriega, cmf

Imagen José María Morillo