Comentario – San Mateo

Tras la llamada al discipulado del publicano Mateo, Jesús se sienta a la mesa con «publicanos y pecadores». Eran los comensales que habían acudido a la invitación de su colega y compañero de oficio, Mateo. Los fariseos no desaprovechan la ocasión para criticar al Maestro. Y no es que les moviera únicamente el afán de criticar. Es que la conducta de Jesús realmente les escandalizaba. Su mentalidad legalista no podía tolerar semejante comportamiento, esto es, que el maestro de Nazaret se mezclase con los pecadores sin caer en la cuenta de que este contacto significaba un contagio, una contaminación, una contracción de impureza.

El que vivía entre impuros no podía sino contraer impureza. Para evitar esta impureza había que mantener las distancias, es decir, separarse de ellos como de los leprosos. El mismo riesgo había en el contacto con la lepra que en el contacto con un pagano, un publicano o un pecador público. Todas las enfermedades, tanto las físicas como las morales, contaminaban. Pero quizá tras esta mentalidad existía también el deseo de desacreditar a este rabino tan especial y tan dado a la transgresión como Jesús.

Jesús, al oír la crítica a que es sometida su conducta, responde: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Es decir, que se presenta a ellos como un médico que no puede rehuir el contacto con los enfermos, pues el médico está para eso, para curar, y sus pacientes no pueden ser otros que los enfermos. El oficio del médico reclama necesariamente el contacto con sus pacientes aún a riesgo de contraer él mismo la enfermedad que pretende curar. Por tanto, su conducta de «contactos peligrosos» está justificada porque ha venido como médico. Y el médico, si quiere cumplir su función debidamente, no puede rehuir este contacto.

Y tras la justificación, la crítica, una crítica que toca lo más nuclear de la mentalidad farisaica: Andad, aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificios, que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. Hay algo muy urgente que tiene que aprender los fariseos (y cuantos retienen su mentalidad): que a Dios lo que realmente le agrada es la misericordia, no los sacrificios. Y la misericordia no mira a Dios, sino al prójimo. Dios no es miserable de nada. Nosotros no podemos ser misericordiosos con Dios, pero sí podemos serlo con los miserables de este mundo, ya lo sean por sus miserias físicas o morales. Los sacrificios (= ofrendas sagradas, rituales), en cambio, sí miran a Dios, aunque con semejante ofrenda se pretenda obtener un favor divino, su protección o cualquier otro beneficio.

Esto es lo que no han aprendido aún los fariseos, empeñados en ofrecer sacrificios en el Templo, pero olvidados de usar de misericordia con los miserables de este mundo, entre los cuales se cuentan también los publicanos y esos que eran señalados como pecadores públicos. La miseria de los publicanos no estaba en estar faltos de dinero, sino de reputación moral. Eran pecadores (enfermos) desahuciados por quienes tenían el deber de curarlos. Pero Jesús entiende que tienen cura, que su enfermedad tiene remedio; por eso se acerca a ellos como médico. Por eso, llama a los pecadores y se junta con ellos, porque como médico de tales dolencias cree tener el remedio medicinal para su estado de miseria. Y a ejercer esta labor le mueve la misericordia. Esto es lo que Dios quiere, ésta es la mejor ofrenda que se le puede presentar: la acción misericordiosa.

Pero ¿no acabó Jesús sus días con un sacrificio, que actualizamos en la eucaristía, la ofrenda de su propia vida en la cruz? Así es, pero no se trata de un sacrificio externo, el de una oveja de su rebaño, sino del sacrificio de la propia vida, y sobre todo de un sacrificio que culminaba un camino de misericordia. Jesús moría por los pecados del mundo, es decir, no sólo a causa de los pecados del mundo, sino para proporcionar a este mundo el remedio a su situación de pecado. Seguía actuando como médico y proporcionando su medicina movido por la misericordia hacia ese mundo sometido al pecado. Su muerte, además de ser un sacrificio (agradable a Dios), era un acto grandioso de misericordia o de amor misericordioso. Se encarnó por amor, se mezcló con los pecadores y los curó por amor y murió por amor a esos mismos pecadores. En su muerte se encuentra el último y definitivo remedio medicinal que brota de su misericordia.

Esto es lo que Dios quiere, la misericordia que aprecia en Jesús, una misericordia que le lleva hasta el sacrificio de la propia vida en la cruz. Se trata, pues, de un sacrificio que culmina una trayectoria misericordiosa y del que ha de brotar necesariamente la misericordia para con los miserables de este mundo. El Dios que recibe nuestros sacrificios u ofrendas sigue prefiriendo nuestra misericordia. Sólo los sacrificios en los que se expresa la misericordia son agradables a Dios. Tengámoslo en cuenta, si no queremos dejarnos arrastrar por la mentalidad farisaica.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística