El sincero deseo de ser santos

1.- San Mateo –y también los sinópticos– sitúan, tras la entrada triunfal de Jerusalén una serie de relatos, en forma de parábola, que son alegatos contra el inmovilismo e hipocresía de la religión oficial, representada por los fariseos. Pero es precisamente en el párrafo del evangelio de Mateo que leemos hoy donde la parábola sería puramente accidental y Jesús realiza sus acusaciones a las claras. Qué las prostitutas y los publicanos antecedan a los fariseos en el Reino de los Cielos es una acusación muy fuerte y provocadora. El Señor los comparaba con los pecadores públicos más despreciados y odiados por la sociedad judía de su tiempo. Y es, sin duda, el fenómeno de la hipocresía lo que más despreciables hace a los fariseos, letrados y doctores. Por eso la parábola desciende al ejemplo de dos hijos. Uno, contestará con buenas palabras a su padre y, luego, hará lo que le venga en gana. Otro, se resistirá al principio, pero terminará obedeciendo el mandato paterno. El que dice que va a ir, pero no va, tiene pensado desde el principio su desobediencia. Es un golpe de hipocresía manifiesta. Por el contrario, este que aparece en primer lugar en el relato de Mateo y dice que no irá para recapacitar después y acudir a la viña, tuvo un acto de arrepentimiento muy válido. Su actitud fue sincera en todos los momentos.

La hipocresía es habitual en mucha gente que anda cerca de los temas de religión. Se ha acostumbrado a dar un aspecto de aceptación, pero luego –bajo su sayo– hace lo que quiere. Son aquellos que mantienen una conducta pública aparentemente intachable y luego son verdaderamente malvados. O, simplemente, que simulan una conducta amable dentro del templo, pero luego son verdaderas fieras para con sus hermanos. Y ahí meteríamos el ejemplo del empresario que es cumplidor de los preceptos, ritos y sacramentos y, luego, estafa a sus clientes o no paga lo justo a sus trabajadores. O, también, aquella persona que clama por la justicia social y por la liberación de los oprimidos y en su actividad trabaja mal o roba a su jefe. O, también, aquella mujer de «moral estricta», azote de las prostitutas, pero que no va a dudar en forzar la entrega de su hija a un hombre inadecuado para ella, porque simplemente es rico o poderoso. Puede haber, además, una hipocresía menos culpable. Que alojada en lo más profundo de nuestras conciencias haga despreciar al pecador, al débil, al marginado y ello lleve a ensalzar la propia virtud, creando una barrera infranqueable respecto a esos hermanos necesitados de nuestra ayuda. El consejo de Jesús es actual y necesario. La hipocresía florece, precisamente, entre los que están cerca de la virtud, pero ya no la entienden por rutina o por soberbia.

2.- «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.» Estas palabras de Jesús nos deben servir de llamada de alarma para quienes creemos que estamos en el camino de la verdad. Lo más importante del mensaje de Jesús –y, por tanto, de la religión católica– es el amor. La anhelada –y deseable– perfección es una consecuencia de nuestro amor por Dios y por los hermanos. Si falta el amor estamos muy lejos de Cristo. Y ese amor se desvela ante los pequeños, los pobres, los enfermos, los pecadores. Si para reafirmar nuestra bondad pretendemos hundir aún mas a los hermanos con problemas, estamos, sin duda, haciéndole el juego al Mal, al diablo. Hemos, pues, de analizar nuestra vida y la proyección de esta en todos los campos; incluido –¡como no!– el religioso. Es seguro que aquellos que se consideran buenos estarán llenos de faltas, de pecados, de faltas de omisión y de falta de amor. Solo una humildad sincera y la sensación de nuestra enorme pequeñez comparada con la grandeza amorosa de Dios nos hará ver nuestros errores.

3.- Si estamos seguros de que somos buenos y un día nos damos cuenta que somos malos caeremos en una cierta depresión. No importa. Es mejor reconocer nuestros fallos, que proclamar nuestras falsas virtudes. La oración es medicina para todos los males, porque todo lo que pidamos a Dios, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, nos lo va a dar. El Salmo 24 que hemos cantado hoy nos marca un camino concreto de oración. Respondemos todos: «Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna». Todos los versos que hemos oído al lector son materia de oración. Podemos repetirlos como jaculatorias. Los últimos que se han proclamado parecen redactados a la medida de lo que venimos diciendo:

El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes.

Como se revisan periódicamente las posibilidades de marcha y vuelo de un automóvil o de un avión, debemos someter nuestra actuación como cristianos a revisiones profundas y frecuentes. El Tentador ataca donde cree que va a tener éxito y nos puede intentar influir bajo el disfraz de «ángel de luz». Y será precisamente en el contexto del trabajo religioso donde propondrá caminos de pecado. Hemos de insistir mucho en estos términos porque la caída es frecuente.

4.- Pablo de Tarso en su Carta a los Filipenses nos da recetas para conseguir la conducta adecuada. Dice primero: «manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir.» A su vez explica el procedimiento para conseguirlo: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás». Queda claro. Y, en fin, muchos siglos antes que Pablo escribiera a la Iglesia de Filipos, el profeta Ezequiel da la pauta para el arrepentimiento. Dice: «si (el malvado) recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.» Un eje principal tanto en el Antiguo Testamento, como en la Buena Nueva, es la espera constante de Dios Padre para la conversión de todos sus hijos. La Redención –la bajada de su Hijo Único a la tierra– forma parte de ese deseo divino de perdón, concordia y amor. No debemos olvidarlo.

5.- Y ahora se me permitirá que trace un largo epilogo, muy personal, a la presente homilía. Siempre me ha impresionado –incluso mucho antes de ser creyente—la terrible frase de Jesús sobre la precedencia de prostitutas y pecadores sobre la “gente de bien”. Quiero incidir, además, en el peligro del “fariseísmo íntimo” que se sitúa en nuestros corazones y destruirnos. Quiero dar una vuelta de tuerca más y referirnos a lo más íntimo, a lo que yace en lo más profundo de nuestro ser. Todos somos más malos que buenos, porque todos somos pecadores. Cada uno tiene encima de si un tipo de falta o de fallo que está presente en su ser intimo año tras año. Para algunos es la cuestión de la limpieza de corazón, de la dificultad de tener mirada limpia ante lo que les rodea. Para otros será la pereza o una cierta tendencia a la vagancia compulsiva lo que les tenga “muy rotos” y además sin saberlo.

Pero la soberbia generará un exceso de valoración personal que nos hará sentirnos los “mejores del mundo”. Y, tal vez, haya hechos objetivos que indiquen la importancia de nuestras obras. Pero, cuánto más hagamos, más deberemos de pensar que nada somos y que es la mano de Dios la que soporta nuestro buen trabajo. Si, comenzamos a mirar “cara a cara” al Señor para decirle: “Mira que yo voy muy bien y tu me lo debes agradecer, que yo no soy como ese tipo de ahí abajo que no hace nada y lo que hace es muy malo y muy sucio”. Ese día tenemos que caer cara en tierra y pedir perdón y ayuda. Y tras acudir a Dios, acercarnos al hermano que hemos considerado menos que nosotros, pero decírselo y pedirle perdón. La vigilancia ahí debe ser total.

Solo puede acometerse la vida religiosa –la vida de adoración a Dios en compañía de los hermanos—desde la vertiente de la humildad, del reconocimiento de que no somos nada y que lo poco que somos sólo es obra de Dios. Por eso hemos de tener muy afinado nuestro interior para descubrir recovecos de soberbia o de superioridad personal inexistente. Está claro que el Señor nos ayudará. Poner todas las cosas en sus manos tiene el premio inmediato de no sentirse abandonados y luces suficientes para descubrir objetivamente nuestras limitaciones.

Y en fin, los textos sagrados de este 26 Domingo del Tiempo Ordinario nos marcan el camino con maestría y oportunidad. Debemos reflexionar con esos mensajes que nos da la escritura y no aceptar que la soberbia quiebre nuestro camino de Amor a Dios y a los hermanos.

Ángel Gómez Escorial

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