Es verdad que, ante el fracaso de la etapa histórica que describe Isaías, Dios no reaccionó como pronosticaba el profeta. La historia, qué duda cabe, la hacen los hombres. Pero es Dios quien la forja en su parte principal y él no se descorazona, ni menos toma venganza. Confía sin límites y su paciencia, como todo lo suyo, es eterna.
Esta idea se halla aclarada de modo meridiano en la parábola que se propone en el presente domingo. Los fracasos de la historia religiosa de Israel y bien puede decirse que de la entera humanidad no paralizan al «Propietario» de la viña. Una y otra vez delega sus representantes al tiempo de la vendimia e incluso los manda para prepararla. Después de muchas expediciones envió a su Hijo para que asumiera la misma condición de los operarios de la aventura humana. Ante su muerte a manos de hombres no se bajó el telón de la historia. Por el contrario, en la Cruz comenzó una etapa nueva y definitiva.
El Dueño de la viña sigue arrendando su heredad a «labradores que le entreguen los frutos a su tiempo». El Hijo de Dios muerto se ha convertido en «piedra angular» de la nueva humanidad. Los modernos labradores tienen bien sintetizada su colaboración en el fragmento de la carta de san Pablo a Los Filipenses (4, 6-9) que figura como segunda lectura: Cristo Jesús debe llenar el tiempo actual, inspirar el creer y el obrar, animar a la oración y garantizar la paz. En su «viña», que es la Iglesia, se ha de cultivar lo noble, justo, puro, amable, laudable, en una palabra, toda virtud que brota de la gracia, tras las huellas del Maestro y Modelo supremo.