Homilía – Solemnidad de Todos los Santos

1.- «De toda nación, raza, pueblo y lengua…» (Ap 7, 2-4.9-14)

La universalidad de la santidad. La proclama el Apocalipsis como signo de un Dios que no hace distinciones. Ha subrayado el autor la «inmensa multitud que nadie podría contar». ¡Lástima que algunos se queden y especulen con los ciento cuarenta y cuatro mil! Quienes así piensan hacen de la bonita hipérbole que ve a Dios, rodeado «de todos sus santos» una reducción matemática. Nada que ver con el Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad».

La abundancia de santidad es «una victoria de nuestro Dios». A pesar de todo, es verdad que «donde abundó el delito, sobreabundó la gracia». La gracia que hace el pequeño milagro de una bondad encarnada en hombres y mujeres de todos los tiempos y de todas las condiciones. En medio de «la gran tribulación» son, en efecto, muchos «los que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero».

Ellos merecen, hoy, nuestro recuerdo agradecido. Para nosotros, ellos son el testimonio y también signos de bondad. Podemos ser contados entre «la multitud que nadie podría contar». Anónimos pero «nombrados». «Vuestros nombres están inscritos en el cielo».

 

2.- «Lo veremos tal cual es» (1Jn 3, 1-3)

«Ver a Dios» en el Antiguo Testamento equivalía a morir. La presencia de lo divino provocaba aquel interior respeto y miedo que provocaba una pretendida lejanía.

San Juan, sin embargo, pone en la «visión cara a cara de Dios» la meta del camino. «Lo veremos tal cual es». Y la razón no puede ser más «escandalosa». «Porque seremos semejantes a él». Lo que en el relato del pecado original había sido tentación y caída. «Seréis como Dios», se convierte en Cristo nuestra meta de la gracia «Ser semejantes a Dios». Una restauración de la intención originaria de Dios Creador. «A semejanza de él los creó».

Con la salvación en Cristo, la semejanza adquiere hondura. No se trata solamente de la relación criatura-creador. Con Cristo y en Cristo, media la filiación. «¡Qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos!» Y ¿qué alegría mayor que «parecerse al Padre»? Ese es el camino de la santidad parecerse al Padre-Dios.

 

3.- El parecido, por caminos desconcertantes (Mt 5, 1- 12a)

En la redacción de Mateo, el camino de las bienaventuranza es el programa de vida del discípulo para «parecerse a su Dios». Bienaventuranzas transmitidas ya por Mateo en un ambiente eclesial.

Quien quiera «parecerse a Dios» debe tener un proyecto: el de Jesús, nuevo Moisés, proclamando «las leyes» de la Nueva Alianza. Unas leyes «desconcertantes». Atrás queda todo espíritu de revancha; todo deseo de «pagar con la misma moneda». El discípulo que resulta de la vivencia de las bienaventuranzas, se convierte en hombre o mujer «de otra manera».

En definitiva, la santidad es una vida alternativa. Se cambian «los valores», para «gozan> los nuevos (gozarlos, porque de dicha se trata). En ese contraste vital, se ofrece al mundo un nuevo modo de ser «dichosos»; la pobreza, el sufrimiento, la limpieza de corazón, la misericordia, la paz… Valores nuevos para una esperanza nueva: «Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

Candelas de verdad

¡Santos de Dios, esencia de su tarro,
experta de prolíferos amores,
encarnación gozosa de valores
frente a los viles ídolos de barro!

¡Santos de Dios, gracioso despilfarro
el bien obrar! ¡Legión de perdedores!
¡Espejo de prudentes soñadores!
¡Pauta elocuente del vivir bizarro!

Fueron en cada tiempo y cada trance
candela de verdad, vida al alcance
de cuantos la esperanza tiene alerta.

Fueron sabios, labriegos, menestrales,
pobres, ricos, artistas, industriales…,
mujeres y hombres con la fe despierta.

Pedro Jaramillo

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I Vísperas – Solemnidad de Todos los Santos

I VÍSPERAS

TODOS LOS SANTOS

INVOCACIÓN INICIAL

V/. Dios mío, ven en mi auxilio
R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado;

el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente,
hasta que digo al fin con voz doliente:

“Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?

¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
qué, de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?”

El hombre está entregado
al sueño de su suerte no cuidando,
y, con paso callado,
el cielo vueltas dando
las horas del vivir le va hurtando.

¡Oh, despertad, mortales,
mirad con atención en vuestro daño!
¿Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
podrán vivir de sombras y de engaño?

¡Ay! Levantad los ojos
a aquesta celestial eterna esfera;
burlaréis los antojos
de aquesta lisonjera
vida, con cuanto teme y cuanto espera.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu,
por los siglos de los siglos. Amén.

SALMO 112: ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Ant. Una luz sin ocaso iluminará a tus santos, Señor, y la eternidad los esclarecerá. Aleluya.

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Una luz sin ocaso iluminará a tus santos, Señor, y la eternidad los esclarecerá. Aleluya.

SALMO 147: ACCIÓN DE GRACIAS POR LA RESTAURACIÓN DE JERUSALÉN

Ant. Jerusalén, ciudad de Dios, te alegrarás en tus hijos, porque todos serán bendecidos y se congregarán junto al Señor. Aleluya.

Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión:
que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti;
ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina.

Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza;

hace caer el hielo como migajas
y con el frío congela las aguas;
envía una orden, y se derriten;
sopla su aliento, y corren.

Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Jerusalén, ciudad de Dios, te alegrarás en tus hijos, porque todos serán bendecidos y se congregarán junto al Señor. Aleluya.

CÁNTICO del APOCALIPSIS: LAS BODAS DEL CORDERO

Ant. Los santos cantaban un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y sus voces llenaban toda la tierra.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios son verdaderos y justos.
Aleluya.

Aleluya.
Alabad al Señor, sus siervos todos,
los que le teméis, pequeños y grandes.
Aleluya.

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo,
alegrémonos y gocemos y démosle gracias
Aleluya.

Aleluya.
Llegó la boda del Cordero,
Su esposa se ha embellecido.
Aleluya.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Los santos cantaban un cántico nuevo ante el trono de Dios y del Cordero, y sus voces llenaban toda la tierra.

LECTURA: Hb 12, 22-24

Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel.

RESPONSORIO BREVE

R/ Alégrense los justos en la presencia de Dios.
V/ Alégrense los justos en la presencia de Dios.

R/ Y rebosen de alegría.
V/ En la presencia de Dios.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Alégrense los justos en la presencia de Dios.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. A ti ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejército de los mártires; todos los santos y elegidos te proclaman a una sola voz, santa Trinidad, único Dios.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. A ti ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejército de los mártires; todos los santos y elegidos te proclaman a una sola voz, santa Trinidad, único Dios.

PRECES
Invoquemos con alegría a Dios, corona de todos los santos, y digámosle:

Sálvanos, Señor, por la intercesión de los santos.

Dios sapientísimo, que por medio de Cristo has constituido a los apóstoles fundamento de tu Iglesia,
— conserva a tus fieles en la doctrina que ellos enseñaron.

Tú que has dado a los mártires la fortaleza del testimonio, hasta derramar su sangre,
— haz que los cristianos testigos fieles de tu Hijo.

Tú que has dado a las santas vírgenes el don insigne de imitar a Cristo virgen,
— haz que reconozcan la virginidad a ti consagrada como una señal particular de los bienes celestiales.

Tú que manifiestas en todos los santos tu presencia, tu rostro y tu palabra,
— otorga a tus fieles sentirse más cerca de ti por su imitación.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Concede a los difuntos vivir por siempre en compañía de la bienaventurada Virgen María, de san José y de todos los santos,
— y otórganos a nosotros, por su intercesión, esa misma compañía.

Unidos fraternalmente como hermanos de una misma familia, invoquemos al Padre común:
Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V/. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R/. Amén.

Lectio Divina – Sábado XXX de Tiempo Ordinario

1) Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad; y, para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor. 

2) Lectura

Del santo Evangelio según Lucas 14,1.7-11
Sucedió que un sábado fue a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos le estaban observando.
Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: «Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya invitado a otro más distinguido que tú y, viniendo el que os invitó a ti y a él, te diga: `Deja el sitio a éste’, y tengas que ir, avergonzado, a sentarte en el último puesto. Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te invitó, te diga: `Amigo, sube más arriba.’ Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.» 

3) Reflexión

• El contexto. La Palabra de gracia que Jesús revela con su enseñanza y sus curaciones, corre el riesgo de ser anulada; para Jesús, cada día está más cerca el hecho de la muerte, como ocurrió a todos los profetas que lo precedieron. Esta realidad, hacia la que Jesús se dirige, muestra con claridad el rechazo del hombre y la paciencia de Dios. Rechazando a Jesús como el primer enviado, como la única Palabra de gracia del Padre, el hombre se acarrea su propia condenación y cierra la posibilidad que el Padre le había abierto de acceder a la salvación. Sin embargo, todavía no se ha apagado la esperanza: es posible que un día reconozca el hombre a Jesús como “aquel” que viene en el nombre del Señor, lo cual será un motivo de alegría. Por tanto, la conclusión del cap. 13 de Lucas nos hace comprender que la salvación no es una empresa humana, sino que sólo puede ser recibida como un don absolutamente gratuito. Veamos, pues, cómo acontecerá este don de la salvación, teniendo siempre presente este rechazo de Jesús como enviado único de Dios.
• La invitación al banquete. Ante el peligro de ser obligado a callar, fue sugerido a Jesús que huyese, y sin embargo acepta la invitación a una comida. Esta actitud de Jesús hace comprender que él no teme las tentativas de agresión a su persona, ni siquiera le dan miedo. El que lo invita es “uno de los jefes de los fariseos”, una persona con autoridad. La invitación tiene lugar en sábado, un día ideal para las comidas festivas, que normalmente se tenía hacia mediodía, después que todos habían participado en la liturgia sinagogal. Durante la comida, los fariseos “lo estaban observando” (v.1): una acción de control y de vigilancia que hace alusión a la sospecha sobre su comportamiento. Con otras palabras, lo observaban esperando de él alguna acción incompatible con la idea que ellos tenían de la ley. Pero a fin de cuentas lo controlan no tanto para salvaguardar la observancia de la ley, sino para atraparlo en algún gesto. El sábado, después de haber curado ante los fariseos y doctores de la lay a un hidrópico, ofrece dos reflexiones sobre cómo hay que acoger la invitación a la mesa y con qué ánimo hay que hacer la invitación (vv. 12-14).
La primera la llama Lucas “una parábola”, es decir, un ejemplo, un modelo o enseñanza a seguir. Ante todo, hay que invitar gratuitamente y con libertad de ánimo. Con frecuencia, los hombres, en vez de esperar la invitación, se adelantan y se hacen invitar. Para Lucas, el punto de vista de Dios es el contrario, el de la humildad: “Ha derrocado del trono a los poderosos y ha ensalzado a los humildes”. La llamada a participar de la “gran cena” del Reino tiene como éxito la mejora del nivel de vida del que sabe acoger gratuitamente la invitación a la salvación.
• El último lugar. Es verdad que ceder el propio sitio a los otros no resulta gratificante, sino que puede ser humillante; es una limitación del propio orgullo. Pero resulta más humillante y motivo de vergüenza cuando hay que cambiarse al último lugar; entonces es un deshonor ante los ojos de todos. Por una parte, Lucas piensa en todas las situaciones humillantes y dolorosas en las que el creyente se puede encontrar, y por otra, en el sitio reservado para el que vive estos acontecimientos ante los ojos de Dios y de su reino. Los orgullosos, los que buscan los primeros lugares, los notables, se pavonean de su situación social. Al contrario, cuando Jesús vino a habitar entre nosotros, “no había sitio para él” (2,7) y decidió seguir ocupando un lugar entre la gente humilde y pobre. Por esto Dios lo ha ensalzado. De aquí, la preciosa sugerencia de optar por su misma actitud, escogiendo el último lugar. El lector puede encontrarse incómodo ante estas palabras de Jesús que minan el sentido utilitarista y egoísta de la vida; pero a la larga, su enseñanza se muestra determinante para subir más alto; el camino de la humildad conduce a la gloria. 

4) Para la reflexión personal

• En tu relación de amistad con los demás ¿prevalece el cálculo interesado, la búsqueda de recibir recompensa?
• Al relacionarte con los demás, ¿está tu yo siempre y a toda costa en el centro de la atención, incluso cuando haces algo a favor de los hermanos? ¿Estás dispuesto a dar lo que tú eres? 

5) Oración final

Como anhela la cierva los arroyos,
así te anhela mi ser, Dios mío.
Mi ser tiene sed de Dios,
del Dios vivo;
¿cuándo podré ir a ver
el rostro de Dios? (Sal 42,2-3)

La vida futura

1.- Las Bienaventuranzas marcan nuestra «forma de ser» como cristianos. Y, por tanto, serán en el mundo futuro una común característica para todos los que están disfrutando de la Visión de Dios. La condición de Santos, la refleja bien San Juan en el fragmento del Apocalipsis, donde «una muchedumbre inmensa que nadie puede contar está en pie ante el Trono del cordero». Nos acerca al gozo de permanecer en la presencia de Dios para siempre. Hay en este texto un mensaje de Eternidad, con olor a Mundo Futuro que, tal vez, no podamos comprender bien ahora. Pero que muestra brillos de la unidad de estado y de felicidad de quienes están –ya– adorando continuamente al Señor, en presencia de los ángeles.

2.- Va a ser también San Juan en su Primera Epístola quien defina nuestra condición de Hijos de Dios y cual será nuestro «pasaporte» para el cielo. Es posible que ahora no podamos racionalizarlo bien. Pero para llegar a su cercanía real y fehaciente hemos de ser merecedores de la condición de hijos. «Queridos, ahora somos hijos de Dios -dice San Juan– y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro». ¿No tiene bastante similitud este argumento con lo expresado en la imagen gloriosa del Apocalipsis, anteriormente citada? Sí, por supuesto. Y ambos textos nos sirven para atisbar esa vida en el cielo que es nuestra meta futura.

3.- Antes que nosotros, miles y millones de santos –conocidos o desconocidos, recordados u olvidados– viven la felicidad de saberse hijos, muy cerca del Padre, viendo su rostro continuamente. Los textos de Juan, Apocalipsis y Carta, son escenas para lo eterno. Nuestra meditación de hoy debe ir por esa proximidad celeste que nos ofrecen los textos citados. Claro que no es fácil, porque –tal vez– tengamos una idea del cielo –de la Vida Futura–, marcada por el viejo cliché de la imaginería tradicional, con los angelotes revoloteando sobre nuestras cabezas. Y ello nos impida centrarnos en su contemplación. Sin embargo, los textos de Juan son muy precisos. En fin, de vez en cuando, debemos olvidar la tierra y pensar en el cielo. No es malo quitar los pies de la tierra y volar hacia el lugar donde nos espera el Señor. La Fiesta de Todos los Santos es una buena ocasión para «colocar» nuestras meditaciones en el cielo.

4.- Ahora parece adecuado hablar de la Solemnidad de Todos los Santos en si misma, de la conmemoración litúrgica. Es una fiesta muy antigua y parece que su origen está en la dedicación del Panteón Romano a Santa María y los mártires. En el Siglo IV, ya las iglesias orientales conmemoraban esta fiesta. En el siglo IX se comienza a celebrar en lo que hoy es Francia para luego extenderse a toda la Iglesia latina. En los primeros textos cristianos, escritos inmediatamente después del Nuevo Testamento, nos encontramos con una pieza muy singular que son las Actas de los Mártires. Se trata de los documentos que reflejan los juicios a los que fueron sometidos muchos cristianos que se oponían a las leyes romanas de adorar ídolos y de presentar sacrificios rituales a las estatuas de los emperadores. Dichos relatos que, por supuesto, contienen interesante doctrina, también consagran documentalmente a un gran número de santos por su martirio. El culto a los mártires fue –y es– muy importante y de ahí se originó la devoción a esos hermanos singulares que supieron dar su vida por Cristo. Lo que los fieles pedían a esos mártires es muy parecido a lo que nosotros hoy solicitamos en nuestras devociones.

Ángel Gómez Escorial

Comentario – Sábado XXX de Tiempo Ordinario

El pasaje evangélico de este día nos ofrece una enseñanza sumamente ilustrativa. Jesús enseña proponiendo lo que debe hacerse a partir de lo que ve, pero merece ser rectificado. El Maestro de Nazaret se encuentra entre fariseos, en un banquete al que ha sido invitado. No rehúye, por tanto, el contacto con quienes se han revelado sus más acérrimos adversarios. Estos observan con detenimiento a este singular rabbí que ha merecido tan señalada invitación. Pero el espiado observa a su vez con atención la conducta de los convidados que van buscando los primeros puestos. Él se dispone a corregir este comportamiento que considera todo menos ejemplar; y lo hace con un ejemplo. Pero esto venía a suponer un intento de dar lecciones en un foro de maestros, lo cual no era fácilmente asumible.

Cuando te conviden –les dice- no te sientes en el puesto principal. Puede que te obliguen a ceder ese puesto y, avergonzado, tengas que descender al último lugar. ¿No sería mejor ocupar el último puesto para que el anfitrión viniera y te dijese: sube más arriba? Entonces, lo que para el descendido de puesto será vergüenza, para el ascendido será honra y honor. Con este simple ejemplo, Jesús toca el orgullo de aquellos fariseos que no soportan la vergüenza de verse degradados y que tanto gustan del honor del encumbramiento. Pero él quiere llegar más lejos de lo que revela el ejemplo. Por eso añade: Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecidohumillado con una humillación mayor que el sonrojo del descendido y enaltecido a una altura superior a aquella en que le coloca el honor de haber sido ascendido de puesto.

Esto que vale para cualquier situación humana (como la del banquete), en la que cabe tanto el proceder humilde como el soberbio, incluso el proceder soberbio bajo capa de humildad, vale también para el Reino de los cielos y su Anfitrión, Dios, que humilla a los que se enaltecen y enaltece a los que se humillan, sobre todo si se humillan porque son humildes, como el mismo Jesús, manso y humilde de corazón: humilde, porque se humilló haciéndose humus, tierra, hombre; pero también, se humilló porque era humilde, es decir, transparente a sí mismo, verdadero, íntegro. En realidad, sólo Dios puede humillarse, pues sólo Él puede hacerse humus; nosotros, ya lo somos, y por mucho que nos humillemos no dejaremos de ser hombres, tal vez empobrecidos, envilecidos, explotados, despreciados, esclavizados, sometidos, pero al fin y al cabo hombres, creaturas de Dios, imágenes del Creador. También podemos ser hombres divinizados, enaltecidos a la dignidad de hijos de Dios. Si conservamos esta dignidad recibida, y la valoramos en su justa medida, no habrá humillación que nos pueda derribar de esa altura en la que Dios no ha situado.

Ello explica que los que han tenido muy presente esta dignidad, los santos, hayan soportado con gran serenidad todo tipo de humillaciones; y que lo que a otros humillaría en su orgullo (un descenso en el escalafón, una mala contestación, un menosprecio, una falta de reconocimiento), a ellos apenas les afecta; porque a mayor humildad, mayor capacidad para encajar, soportar o asimilar la humillación, eso que el afectado suele experimentar como un rebajamiento de su propia valía. Pero ¿cómo medir nuestra valía? ¿Valemos sólo por lo que somos capaces de hacer o por lo que dan a entender nuestros conocimientos? ¿No valemos más por lo que somos que por lo que tenemos? Y si valemos por lo que somos, no sólo valemos por lo que hacemos; y lo que somos es en esencia algo que hemos recibido. Somos hombres (creaturas de Dios equipadas para el conocimiento del mismo) e hijos de Dios (dotados para amarle con amor filial): hombres redimidos a precio de sangre, la del Hijo de Dios en carne mortal. Y, teniendo este valor, no hay humillación, ni rebajamiento humanos que nos puedan arrebatar nuestra valía.

En realidad, sólo nosotros nos podemos humillar si consentimos en la pérdida de la dignidad a la que hemos sido levantados, algo que puede acontecer (y de hecho acontece) por la vía del auto-enaltecimiento. Se trata de ese hombre que, por querer ocupar el puesto de Dios, acaba perdiendo su dignidad de hijo de Dios, acaba quedándose sin Padre. Tanto la historia como la experiencia de cada día nos sorprenden muchas veces afanados en la búsqueda de pequeños pedestales, como si tuviéramos necesidad de ellos para no perder la necesaria autoestima; pero nos estimaríamos mucho más y mejor si lo hiciéramos con la estima de Dios y no tanto con la de aquellos que nos rodean y que tantas veces se revela falaz y engañosa. A veces, para encaramarnos en tales pedestales nos vemos obligados a derribar a otros, dado que ya están ocupados, y así entramos en la vorágine de la competitividad y de la búsqueda frenética de los mejores puestos, exponiéndonos una y otra vez a la humillación de los que se enaltecen y a sus consecuencias: vergüenza y heridas sangrantes que nunca acaban de cerrar, o que sólo cicatrizan con las lágrimas del arrepentimiento y el bálsamo del perdón.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

Dei Verbum – Documentos Concilio Vaticano II

Deber de los católicos doctos

23. La esposa del Verbo Encarnado, es decir, la Iglesia, enseñada por el Espíritu Santo, se esfuerza en acercarse, de día en día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Escrituras, para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos con la divina enseñanzas; por lo cual fomenta también convenientemente el estudio de los Santos Padres, tanto del Oriente como del Occidente, y de las Sagradas Liturgias.

Los exegetas católicos, y demás teólogos deben trabajar, aunando diligentemente sus fuerzas, para investigar y proponer las Letras divinas, bajo la vigilancia del Sagrado Magisterio, con los instrumentos oportunos, de forma que el mayor número posible de ministros de la palabra puedan repartir fructuosamente al Pueblo de Dios el alimento de las Escrituras, que ilumine la mente, robustezca las voluntades y encienda los corazones de los hombres en el amor de Dios.

El Sagrado Concilio anima a los hijos de la Iglesia dedicados a los estudios bíblicos, para que la obra felizmente comenzada, renovando constantemente las fuerzas, la sigan realizando con todo celo, según el sentir de la Iglesia.

Todos llamados a la santidad

1.- El Vaticano II nos recordó que todos estamos llamados a la santidad. La Iglesia, sin embargo es santa y pecadora a la vez. Santa por su fundador, Jesucristo, y por ser instrumento universal de salvación. Muchas veces los árboles no dejan ver el bosque. Se critica a la Iglesia-institución, sin apreciar los raudales de santidad que han derrochado muchos de sus miembros a lo largo de la historia. Personas que han dedicado todas sus energías al evangelio, héroes anónimos que se desvivieron por los más necesitados, misioneros que dejaron su patria y familia para ayudar a gentes de tierras lejanas.

Pero los santos no son de otras épocas, hoy sigue habiendo santos. No hace falta que realicen milagros, la madre Teresa de Calcuta no necesita hechos extraordinarios para ser proclamada santa, el principal milagro es su propia vida. ¿Cuándo dejará la Iglesia de buscar milagros para santificar a una persona? El pueblo de Dios testifica la santidad de muchas personas, con eso basta. Así se hacía en el principio.

2.- Hoy recordamos a todas aquellas personas que gozan de la compañía de Dios en el cielo. Santos no son sólo los que están en los altares con figura hierática o «vestidos de blanco». Dice el Apocalipsis que es «una muchedumbre inmensa» que nadie podría contar.

Hoy no es un día de tristeza, aunque muchos acudan a los cementerios a recordar a sus seres queridos y añoren su presencia entre nosotros. Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe ¿por qué solo se canoniza a los obispos, papas, curas o monjas?, ¿es que es menos santo el que realizó su tarea de padre o madre con un dedicación ejemplar? Hoy es un día para dar gracias a Dios por tantas personas buenas que nos han precedido en la fe.

3.- ¿Cómo santificarnos? A veces da la sensación de que tenemos que hacer lo que hizo éste o aquél santo para llegar al cielo. Por cierto, lo que hicieron algunos -como el Estilita que se pasó la vida subido en una columna- es desaconsejable para la salud y ante los ojos de hoy antievangélico. Tampoco podemos ponernos un listón que todos tenemos que saltar para llegar a ser santos. Cada cual se santifica a su modo, con sus cualidades, con los dones que le ha dado el Señor. Es santo aquél que vive según el espíritu de las bienaventuranzas. Como todo ideal es imposible de cumplir -entonces dejaría de ser ideal- pero la cuestión está en vivir según ese estilo e intentar ser manso, pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, sufrido, luchador en favor de la justicia, limpio de corazón. Esta manera de vivir contrasta con lo que dice el mundo, pero es la única manera de seguir a Jesús. Es su principal mensaje, lo que distingue a un cristiano, pues de los que viven a así «es el Reino de los cielos».

José María Martín OSA

Hijos muy queridos de Dios

1.- 144.000 es una multitud que nadie podría contar; no, una multitud que se apiña en una plaza de toros o en el Estadio Bernabeu, ni una muchedumbre que se manifiesta con gritos vindicativos. Es más bien una multitud a pleno sol en lo alto del monte del Gozo de Santiago de Compostela, de toda raza o nación, un solo Dios, una sola Fe, unidos todos con el lazo de amor fraterno… Esos son los innumerables santos de la fiesta que celebramos año tras año.

2.- Buscad entre aquellos rostros, como tal vez lo hicisteis tratando de encontrar en la pantalla de televisión algún pariente o amigo que había ido a la peregrinación, a Santiago, porque entre esa multitud vais a encontrar muchos rostros conocidos, la madre o el padre, el esposo o la esposa; tal vez, algún hijo o algún hermano. El amigo que ocupaba la mesa de trabajo vecina a la vuestra, el que compraba el periódico a la misma hora que vosotros o esperaba al mismo autobús.

— hombres y mujeres que han sabido vivir contentos con lo poco que tenían y han sabido

compartir

— incapaces de dolo y mentira, que por ser verdaderos no han medrado en la vida pero han

dejado un gran recuerdo tras si.

— hombres y mujeres de mirada limpia que, con sus ojos, han purificado los ambientes en que

han vivido.

— en cuyos labios siempre ha habido una disculpa para los pecados de los demás.

— hombres y mujeres junto a los que siempre nos hemos sentido llenos de paz.

— que han sido tal vez el centro de nuestras familias a las que envolvían en cariño y alegría

Los 144.000 que viviendo nuestra misma vida han cumplido las bienaventuranzas del Señor. Mientras los teníamos cerca no nos dimos cuenta del misterio que se iba desarrollando en su corazón, porque como nos ha dicho San Juan, todavía no se había manifestado lo que ya eran.

No sabíamos que cada uno de ellos eran ya verdaderos hijos de Dios, porque sus defectos y limitaciones humanas cegaban nuestros ojos, pero allá en lo hondo de sus corazones el Señor iba obrando la maravillosa transformación de hacerlos perfecta imagen suya. Pero ahora que ven a Dios cara a cara se manifiesta en ellos lo que ya eran en vida: hijos muy queridos de Dios.

4.- Miremos a nuestro alrededor con ojos de Fe y sintamos amor y respeto por el que se sienta a nuestro lado, porque también en él se esta realizando esa gran transformación de ser imagen viva de Dios, tiene ya en si la inmensa dignidad de ser verdadero hijo muy querido de Dios.

José María Maruri, SJ

Llamados a la plenitud del amor

1.- La clave de la fiesta que hoy celebramos es la “alegría”, como rezamos en la antífona de entrada; y se trata de una alegría genuina, limpia, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces en la santidad de Dios. Esta gran familia es la de los santos: Los del cielo y los de la tierra. La Iglesia nos invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa inmensa multitud de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y se encuentran ya con Él en el cielo.

«Nuestro ánimo y nuestra alegría se fundan en la certeza de que nada puede apartarnos del amor de Cristo.” Estas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta –inspiradas en la carta de san Pablo a los Romanos– nos sugieren la hermosa perspectiva que para los cristianos significa alcanzar la santidad, y nos da en su justa dimensión la razón por la que la Iglesia propone como modelos a los santos: Hombres y mujeres que comprendieron el Evangelio en el sentido de que «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”. Así, la santidad es gracia, es don, es compromiso moral, es comunión íntima con Dios. Por ello al aspecto teológico de la santidad debe corresponder la respuesta antropológica sin la cual la santidad no sería humana sino algo mágico. Y eso lo vemos en las bienaventuranzas, síntesis eficaz y kerigmática de todo el cristianismo.

La santidad cristiana es plenitud de la fe y de la gracia; es la celebración de aquellos que en su vida nutrieron una disponibilidad del corazón que se abre, acepta y colabora generosamente a la acción admirable de Dios por medio de su Espíritu. Es el sello y culmen en la dimensión de la fe que se desarrolla en medio de tensiones.

2.- Esta fiesta se celebra en toda la Iglesia desde el siglo VIII. En ella se nos recuerda que la santidad es asequible a todos, en las diversas profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar esa meta ¿debemos vivir el dogma de la «comunión de los santos? La Iglesia, nuestra madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la primera lectura de la celebración eucarística. Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero.

Muchos santos –de toda edad y condición– han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ella; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: Oficinistas, agricultores, catedráticos, comerciantes, periodistas, sacerdotes…; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer; y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en el santoral. Son los santos sin «san”. Estos santos a la luz de la fe, forman un grandioso panorama: El de tantos y tantos fieles laicos o religiosos –a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre–, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices –por la potencia de la gracia, ciertamente– del crecimiento del Reino de Dios en la historia. Son, en definitiva, aquellos que supieron con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron en el Bautismo.

3.- Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque la santidad no depende de estado –soltero, casado, viudo, célibe–, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede. La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha asignado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus deberes.

Es consolador pensar que en el cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, –por ejemplo mis padres– y con las que seguimos unidas por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.

En la solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.

Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de Mí…» Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara, en personas concretas.

Esta contemplación –trato de amistad con nuestro Padre Dios– podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía, pues para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto. Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.

Todos ellos tuvieron errores y faltas de paciencia, pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y tuvieron éxitos. Quizá lloraron, pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor: «Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os aliviaré.» Se apoyaron en el Señor.

4.- Los bienaventurados que alcanzaron ya el cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: Vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros.» Ésta es la característica de los santos, de aquellos que están ya en la presencia de Dios.

Nosotros nos encontramos caminando hacia el cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.

Allí nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos…. Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.

5.- Que esta solemnidad de Todos los Santos sea para nosotros un aliento en nuestra vida, y que después de vivir nuestro compromiso bautismal de ser propagadores de santidad en nuestra familia y ocupaciones podamos al fin de nuestras vidas escuchar de nuestro Señor Jesús: «Dichosos… dichosos… dichosos… de vosotros es el Reino de los Cielos”. Porque, «ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos. Para eso murió Cristo y volvió a la vida: Para ser Señor tanto de los muertos como de los vivos»

Antonio Díaz Tortajada

La felicidad de Jesús

No es difícil dibujar el perfil de una persona feliz en la sociedad que conoció Jesús. Se trataría de un varón adulto y de buena salud, casado con una mujer honesta y fecunda, con hijos varones y unas tierras ricas, observante de la religión y respetado en su pueblo ¿Qué más se podía pedir?

Ciertamente no era este el ideal que animaba a Jesús. Sin esposa ni hijos, sin tierras ni bienes, recorriendo Galilea como un vagabundo, su vida no respondía a ningún tipo de felicidad convencional. Su manera de vivir era provocativa. Si era feliz, lo era de manera contracultural, a contrapelo de lo establecido.

En realidad, no pensaba mucho en su felicidad. Su vida giraba más bien en torno a un proyecto que le entusiasmaba y le hacía vivir intensamente. Lo llamaba «reino de Dios». Al parecer, era feliz cuando podía hacer felices a otros. Se sentía bien devolviendo a la gente la salud y la dignidad que se les había arrebatado injustamente.

No buscaba su propio interés. Vivía creando nuevas condiciones de felicidad para todos. No sabía ser feliz sin incluir a los otros. A todos proponía criterios nuevos, más libres y radicales, para hacer un mundo más digno y dichoso.

Creía en un «Dios feliz», el Dios creador que mira a todas sus criaturas con amor entrañable, el Dios amigo de la vida y no de la muerte, más atento al sufrimiento de las gentes que a sus pecados.

Desde la fe en ese Dios rompía los esquemas religiosos y sociales. No predicaba: «Felices los justos y piadosos, porque recibirán el premio de Dios». No decía: «Felices los ricos y poderosos, porque cuentan con su bendición». Su grito era desconcertante para todos: «Felices los pobres, porque Dios será su felicidad».

La invitación de Jesús viene a decir así: «No busquéis la felicidad en la satisfacción de vuestros intereses ni en la práctica interesada de vuestra religión. Sed felices trabajando de manera fiel y paciente por un mundo más feliz para todos».

José Antonio Pagola