XV. EL SERMÓN DEL MONTE
1.- LAS BIENAVENTURANZAS
Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26
Jesús, en este tiempo en el que nos encontramos, ha enseñado ya una serie de verdades que habían sembrado la inquietud entre los fariseos y también, quizá, en alguno de sus propios discípulos: puede perdonar los pecados, es mayor que el Templo, es Señor del sábado… El Bautista nunca se había expresado de este modo. Pero los milagros, la elevación de su doctrina y su propia personalidad eran señal clara de autenticidad. Y las gentes le seguían desde todos los lugares: de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, del resto de Judea y gentes del otro lado del Jordán (Mt). Es más, la muchedumbre le apretujaba y quería tocarle porque salía de él una virtud que sanaba a todos (Lc).
Por otra parte, habían pasado pocos días desde la elección de los Doce. Ahora se detendrá largamente en exponer a todos un resumen de su doctrina y de las condiciones que han de reunir sus discípulos. Nos encontramos en Galilea, en el segundo año de la vida pública, poco tiempo antes de aquella fiesta que muchos autores identifican con la primera Pascua de este ministerio público. Estamos, pues, en el llamado «año feliz», aunque han comenzado ya los primeros chispazos de la fuerte oposición de los fariseos.
La llamada de los Doce y esta catequesis conocida como el Sermón de la Montaña tienen un particular significado en la vida de Jesús. Algunos consideran estos hechos como los primeros pasos para la fundación de la Iglesia. Con la elección de los apóstoles preparaba sus continuadores; en el Sermón de la Montaña tenemos un compendio de la nueva Ley, en la que culmina la antigua dada por Moisés.
Así comienzan estas enseñanzas, según nos las ha transmitido san Mateo: Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba.
A las bienaventuranzas, con las que comienza esta larga catequesis, se las ha llamado la carta magna del reino de Dios. Resumen la esencia de la predicación del Señor y constituyen las palabras más certeras sobre la felicidad del hombre. Son como una entrada solemne a todo el discurso. El Señor aprovecha la gran concurrencia de gentes para dar una imagen completa del verdadero discípulo, en el que se refleja su propia imagen[1].
Bienaventurado quiere decir feliz, dichoso. Jesús nos enseña aquí cómo la felicidad
no depende de lo que tiene el hombre, sino de lo que es, y no debe estar condicionada a los acontecimientos –la fortuna, la salud, las satisfacciones–, ni tampoco a la actitud de los demás hombres hacia el discípulo de Cristo, sino al modo como este reacciona frente a ellos; esa felicidad profunda que el Señor promete a sus seguidores tiene, en definitiva, su fuente en Dios[2].
Jesús no promete la felicidad y la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se indicarían, sino a todos los que le sigan y le imiten. Para entrar en el Reino de los Cielos que Él anuncia es necesario un estilo nuevo, una manera de comportarse distinta a la de los fariseos.
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Para seguir a Cristo es necesario tener el alma libre de todo atadura: del amor a sí mismo en primer lugar, de la excesiva preocupación por la salud, del futuro…, de las riquezas y bienes materiales.
En su camino por ciudades y aldeas, Jesús pedía a unos la renuncia absoluta para disponer de ellos con más plenitud, como hizo con los apóstoles y lo hará con el joven rico, y con tantos, a lo largo de los siglos, que encontraron en Él su tesoro y su riqueza. A todo el que pretenda seguirle, le exige Cristo un desprendimiento efectivo de sí mismo y de lo que tiene y usa. Si este desasimiento es real, se manifestará en muchos hechos de la vida ordinaria, pues, siendo bueno el mundo creado, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a las criaturas y a las cosas. Ahora promete el Señor un gran gozo, que va unido a la pobreza de espíritu y al desprendimiento. Bienaventurados… dichosos…
La pobreza que pide el Señor es un estado del alma de quien tiene su tesoro en Dios y utiliza las demás cosas como simples medios. El cristiano ha ser pobre en la tierra –aun en el caso de poseer muchos bienes– porque su tesoro ha de estar en el Señor, y los medios humanos tienen solo una función instrumental subordinada. El gran valor que ha descubierto es Jesucristo, que enseña a comunicar y compartir los bienes materiales.
Más que una condición social, esta pobreza expresa la actitud religiosa de indigencia y de humildad ante Dios: es pobre el que acude a Dios sin considerar méritos propios y confía solo en la misericordia divina para ser salvado; exige a la vez el desprendimiento real de los bienes materiales y una austeridad en el uso de ellos.
Este concepto religioso de la pobreza tenía ya una larga tradición en el Antiguo Testamento y presenta una clara evolución a lo largo de la Revelación. En los primeros Libros Sagrados parece existir una exaltación de los bienes materiales como don de Dios; la pobreza y la carencia serían siempre un mal, un castigo. Pero con la progresiva revelación de la retribución del «más allá» se perfila poco a poco su valor relativo. Se comprende, cada vez mejor, que los bienes de este mundo, buenos en sí mismos, pueden llevar al olvido de Dios por una confianza excesiva en ellos y por la autosuficiencia que generan.
Además de vivir con una austeridad de vida real, efectiva, el discípulo de Cristo debe aceptar y querer esas condiciones de pobreza no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto: no es pobre en el espíritu quien lo es solo obligado por su situación económica o social, sino quien, además, acepta ese estado de modo voluntario[3].
La pobreza que pide Jesús va más allá de la pobreza material. No es solo la pobreza del dinero; en ocasiones será la falta de salud, la situación de quien se siente aislado, incomprendido…
Esta actitud religiosa de la pobreza está muy emparentada con la llamada infancia espiritual. El cristiano se considera ante Dios como un hijo pequeño que no tiene nada en propiedad; todo es de Dios su Padre y a Él se lo debe. Esta misma forma de comportarse lleva consigo el desprendimiento de los bienes y una austeridad en su uso, también por parte de los cristianos que se han de santificar en medio del mundo.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Anuncia el Señor que, si se llevan las cruces de la vida –enfermedad, dolor, pobreza…– con Él, no se harán pesadas: la fe convierte en bien lo que para otros sería un mal irremediable. El Señor promete, a quienes aprenden a sufrir con Él, abundante consuelo en esta vida y luego una felicidad sin término.
Llama aquí bienaventurados Nuestro Señor a quienes están afligidos por alguna causa y la llevan unidos a Él; y, de modo particular, a quienes están verdaderamente arrepentidos de sus pecados, o apenados por las ofensas que otros hacen a Dios, y llevan ese dolor con amor y deseos de reparación. Él consuela con paz y alegría, también en este mundo, a los que lloran los pecados: «vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, este es el verdadero consuelo»[4]. Después participarán de la plenitud de la felicidad y de la gloria del Cielo: «el consuelo será total cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará solo cuando el último enemigo, la muerte, sea aniquilado con todos sus cómplices»[5].
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré, decía Jesús a quienes se le acercaban. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera[6]. Se propone a Sí mismo el Señor como modelo de mansedumbre y de humildad, virtudes y actitudes del corazón que irán siempre juntas.
Se dirige Jesús a aquellas gentes que le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor, y se gana su confianza con la mansedumbre de su corazón, siempre acogedor y comprensivo.
Si observamos de cerca a Jesús, le vemos paciente con sus discípulos, lentos y distraídos. No tendrá inconveniente en repetir una y otra vez las mismas enseñanzas, explicándolas detalladamente. No se impacienta con sus tosquedades y con su lentitud para aprender.
Aquí enseña que los mansos serán dichosos porque ellos heredarán la tierra.
Los mansos no son los blandos ni los amorfos. La mansedumbre está apoyada sobre una gran fortaleza de espíritu. Ella misma implica en su ejercicio continuos actos de fortaleza. De modo semejante a como los pobres, según el evangelio, son los verdaderos ricos, los mansos son los verdaderos fuertes. Mansos son los que sufren con paciencia las persecuciones injustas; los que en las adversidades mantienen el ánimo sereno, humilde y firme, y no se dejan llevar de la ira o del abatimiento.
Pero a la mansedumbre, íntimamente relacionada con la nobleza de alma y con la humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia o cuando está en juego la verdad. No es verdadera mansedumbre la que sirve para encubrir la cobardía. Ejemplo tenemos en la expulsión de los mercaderes del Templo.
Los mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán esclavos de sus nervios, de su mal carácter; poseerán a Dios, porque su alma se halla dispuesta para la oración, para la contemplación; poseerán a los que les rodean, porque un corazón así es el que gana amistad y cariño.
A un corazón manso y humilde, como el de Cristo, se abren las almas de par en par. Allí, en su Corazón amabilísimo, encontraban refugio y descanso las multitudes; y en Él hallaban la paz. La fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta virtud que abre las puertas a la felicidad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Hambre y sed de justicia es hambre y sed de Dios, de santidad. La justicia de la que habla la Sagrada Escritura es un concepto esencialmente religioso y tiene un sentido más amplio que el empleado en el lenguaje normal, con predominio jurídico. Se llama justo en la Sagrada Escritura a quien se esfuerza con sinceridad por cumplir la voluntad de Dios, manifestada de modos bien diversos. En muchos casos coincide con lo que hoy llamamos santidad.
La perfección cristiana incluye la justicia en sentido moral y jurídico, pero va más allá, hasta el interior del corazón y del amor a Dios y a las demás criaturas. Jesús promete en esta bienaventuranza la saciedad: Dios colma con su Vida a quien la desea firmemente y pone los medios para alcanzarla. Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba… De su seno brotarán ríos de agua viva.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Los discípulos habían oído muchas veces al Maestro: Siento profunda compasión por la muchedumbre. Esta era la razón que tantas veces movía el Corazón del Señor. La abundancia de bienes y la misericordia sin límites serían señales de la llegada del Mesías. Aquí dice el Señor que quien tenga un corazón compasivo y misericordioso será bienaventurado porque alcanzará misericordia de Dios, que es el gozo más profundo que el hombre puede experimentar.
Para aprender a ser misericordioso el discípulo debe fijarse en el Maestro, que viene a salvar lo que estaba perdido; no viene a terminar de romper la caña cascada ni a apagar del todo la mecha que aún humea, sino a cargar con las miserias de todos para salvarlos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Cada página del evangelio es una muestra y un verdadero compendio de la misericordia divina, de esa actitud constante de Dios hacia el hombre.
Pero el Señor impone una condición para obtener de Él compasión por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes nos rodean. En la parábola del buen samaritano enseñará el Señor de modo muy gráfico cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo» con indiferencia, sino que debemos «pararnos» junto a él. «El amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios», y «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»[7].
La actitud compasiva del discípulo de Cristo ha de manifestarse en primer lugar con las personas más cercanas. Los enfermos merecen una atención especial. La misericordia para con los demás se ha de extender a todas las manifestaciones de la vida; también en el juicio sobre el prójimo. Así se obtiene de Dios misericordia para la propia vida y se alcanzan una paz y un gozo insospechados.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Después del pecado original, el hombre ha de realizar un esfuerzo continuo por purificar sus intenciones íntimas. No basta con hacer buenas acciones externas; es necesario purificar la intención con que se llevan a la práctica.
El Señor enseña que la raíz de la bondad o malicia está en el corazón, en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu. Como veremos, en cierta ocasión, unos escribas y fariseos preguntarán a Jesús: ¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros mayores?, pues no se lavan las manos cuando comen pan. El Maestro aprovechará la ocasión para hacerles ver que ellos descuidan preceptos importantísimos. Y les dice: Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
Jesús convocará entonces al pueblo, porque va a declarar algo importante. No se trata de una interpretación más de un punto de la Ley, sino de algo fundamental. El Señor señala lo que verdaderamente hace a una persona pura o impura ante Dios.
Y después de llamar a la multitud les dijo: Oíd y entended. Lo que entra por la boca no hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca; eso sí hace impuro al hombre. Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que procede de la boca sale del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Pues del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios… El hombre entero queda manchado o enriquecido por lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores… o pensamientos indulgentes, compasivos… Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se ofende a Dios.
El Señor llama aquí bienaventurados y felices a quienes guardan su corazón. El premio es la visión de Dios[8], que no puede alcanzarse propiamente en plenitud sino en la vida eterna. La pureza del alma es el preámbulo de la visión, de la vida contemplativa. Ya desde ahora esta pureza nos permite ver según Dios, recibir a los demás como «prójimos», como hermanos, considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
La paz era uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Se promete este don al pueblo de Israel como recompensa a su fidelidad, y aparece como una obra de Dios de la que se siguen incontables beneficios[9]. Pero la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles cantaban en su Nacimiento: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Con el Mesías se renuevan la paz y la armonía del comienzo de la Creación y se inaugura un orden nuevo.
El Señor es el Príncipe de la paz[10], y desde el mismo momento en que nace trae un mensaje de paz y de alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Después las irá sembrando a su paso por todos los caminos: Paz a vosotros. La presencia de Cristo en sus discípulos era, en toda circunstancia, la fuente de una paz serena e inalterable: Soy yo, no temáis, les dirá en diversas ocasiones. Sus enseñanzas constituyen la buena nueva de la paz[11]. Y este es también el tesoro que dejará en herencia a sus discípulos de todos los tiempos: la paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo (Jn).
Bienaventurados los que saben traer la paz, dice ahora a toda aquella muchedumbre que le escucha. Dichosos quienes reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado. Ellos serán llamados hijos de Dios. La primera epístola de san Juan nos da la exégesis auténtica de esta bienaventuranza: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y realmente lo somos. La filiación divina es el origen de toda paz verdadera.
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que padecen persecución por ser fieles al Señor, y la llevan con paciencia y con alegría. El cristiano que se mantiene unido a Él a pesar de las adversidades es de hecho un mártir, un testigo de su Maestro, aunque no llegue a la muerte corporal.
Al pronunciar estas palabras, el Señor contemplaba cómo se pretendería destruir la fe de sus discípulos con la violencia y el martirio a lo largo de los siglos. Y cómo, en otras ocasiones, se verían oprimidos en sus derechos más elementales, o algunos tratarían de manipular la opinión pública contra la fe religiosa de la gente. El Señor promete el Reino de los Cielos a quienes sufran a causa de su fe.
Y concluye el Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron.
Estas palabras, a modo de recapitulación, eran una invitación a vivir esas enseñanzas[12].
[1] «Las bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene dónde reclinar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cfr. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con Él. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo, orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones» (J. RATZINGER – BENEDICTO XVI –, Jesús de Nazaret . Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 102).
[2] Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.
[3] Jesús tuvo también amigos y discípulos entre personas de buena posición social (los hermanos de Betania, Simón el fariseo, Nicodemo, José de Arimatea, Ana, mujer de Cusa…), pero estos habían encontrado en Él un tesoro, y tenían el corazón desprendido de los bienes y eran generosos a la hora de emplearlos con los demás.
[4] BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret I, p. 116.
[5] BENEDICTO XVI, o.c., p. 117.
[6] Mt 11, 28-30.
[7] BENEDICTO XVI, Enc. Caritas in veritate, n. 16.
[8] El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. «La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir» (San Gregorio de Nisa, beat. 6) (cfr. Catecismo, n. 2548).
[9] En este sentido, escribió Juan Pablo II: «La familia está llamada a ser protagonista activa de la paz gracias a los valores que encierra y transmite hacia dentro, y mediante la participación de cada uno de sus miembros en la vida de la sociedad», Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 8-12-1993. Y el Beato Álvaro del Portillo comentó así esta misma idea: «Si la familia puede ser protagonista de la paz, e influir decisivamente en la vida de las naciones, ha de cumplir una condición ineludible: que no pierda sus valores propios; la solidaridad, el espíritu de sacrificio, el cariño y la entrega de unos a otros, de manera que cada uno de sus miembros no piense en sí mismo, sino en el bien de los demás», Carta pastoral de 1 de enero de 1994.
[10] Is 9, 6.
[11] Hch 10, 36.
[12] Las ocho bienaventuranzas que presenta san Mateo las resume san Lucas (Lc 20 ss.) en cuatro. Las expresiones del texto de Lucas tienen, a veces, una forma más directa e incisiva que las del primer evangelio, que son más explicativas. Y van acompañadas de cuatro antítesis. En ellas condena el Señor: la avaricia y apego a los bienes del mundo; el excesivo cuidado del cuerpo, la gula; la alegría necia y la búsqueda de la propia complacencia en todo; la adulación, el aplauso y el afán desordenado de gloria humana.
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