3.- LA LEY ANTIGUA Y LA NUEVA
Mt 5, 17-20; Lc 16, 16-17
Todos habían oído declarar al Maestro cosas sorprendentes que se alejaban mucho, en ocasiones, de lo que enseñaban sus escribas y doctores. Ahora Jesús hablará de la Ley dada por Moisés, que los fariseos tanto respetaban y de la que pretendían ser buenos cumplidores.
Para comprender mejor las siguientes palabras del Señor es preciso entender que la Ley era la esencia de la nación judía, pues había servido para conducir la vida y las costumbres de muchas generaciones.
Comienza Jesús con estas palabras: No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles su plenitud. Quizá muchos habían pensado que Él venía a arrasar con todo lo anterior. La Ley y los Profetas designaban las dos primeras partes del Antiguo Testamento y, por extensión, toda la revelación de Dios a su pueblo. Eran el soporte de Israel.
Ni una sola partícula de este buen fondo dado por Dios podía perecer. En verdad os digo… Ahora surge este testimonio, tan emocionante en los labios de Jesús, acerca del tesoro que encerraba la Ley. Este misterio, dice, es más sólido que el cielo y la tierra; nada se desperdiciará y nadie será capaz de impedir que se realice. No se perderá ni el trazo más pequeño de una letra, hasta que todo se cumpla. Estas últimas palabras no solo se referían a la realización del Antiguo Testamento en su Persona, sino a la etapa que comenzaría a partir de Él, cuando fuera enviado el Espíritu Santo.
En la Ley dada por Moisés existían mandatos de carácter moral, judicial y ritual. Los preceptos morales seguirán teniendo su valor, pues muchos de ellos son modos de concretar la ley natural. El Señor los conservará, con unas exigencias más profundas. Los preceptos judiciales y ceremoniales fueron dados por Dios para una etapa concreta de la historia de la salvación, hasta la llegada de Cristo, y dejarán por tanto de tener vigencia.
Cristo es el nuevo legislador del nuevo pueblo de Dios, que viene a dar plenitud a los mandamientos y enseñanzas antiguas. Todo lo anterior había sido como un anticipo y preparación para la llegada del Mesías.
Habla Jesús en primera persona y expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y los profetas. Enseña con autoridad de Dios, como ningún hombre podría hacerlo jamás. Por eso utilizará a lo largo del discurso un modo de hablar que debió de impresionar a los oyentes: Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo… No enseña, como Moisés o los profetas, en nombre de Dios; habla en el suyo propio, con autoridad divina: «el Yo de Jesús personifica la comunión de voluntad del Hijo con el Padre. Es un Yo que escucha y obedece»[1].
En la práctica no era menor ni menos vivo el contraste entre la piedad de los fariseos
y la que propone el Señor. La limosna, el ayuno y la oración eran, entre los judíos de aquel tiempo, la piedra de toque del verdadero devoto. Los fariseos se ufanaban de sobresalir en esas tres cosas, pero muchas veces sus obras carecían de valor por la vanidad que encerraban y por la falta de amor a Dios. Eran obras vanas, hechas de cara a los demás. El Señor, por el contrario, aconsejaba: No seáis como ellos (Mc).
Los fariseos se esforzaban en distinguirse de los demás por los ayunos frecuentes y prolongados, por las oraciones públicas y por las limosnas. En cuanto a estas, se hacían colectas a domicilio, y existía la distribución pública del diezmo llamado de los pobres, la ofrenda que se depositaba para los indigentes en uno de los trece cepillos colocados en el atrio de las mujeres. Los fariseos acostumbraban a realizar esos diversos actos con la mayor ostentación posible.
El que siga al Maestro, por el contrario, no debe permitir que su mano izquierda sepa lo que ha dado la derecha. Era un modo de subrayar el deseo de hacerlo todo solo por Dios, y evitar incluso la propia complacencia en las obras buenas.
[1] BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret I, p. 149.