En cierta ocasión, nos dice san Lucas, se acercaron a Jesús unos fariseos y le dijeron: «Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte». Pero, ¿acaso aquellos fariseos tenían interés por evitarle la muerte, y por eso le avisan, o era más bien que deseaban su marcha para evitarse las molestias que les generaba su presencia?
Los fariseos no eran amigos de Herodes, pero tampoco lo eran de Jesús. En cualquier caso, parecen prevenirle de las malas intenciones de este rey a quien la actividad de Jesús le traía a la memoria infaustos recuerdos de otro profeta que prefería olvidar. En su respuesta, Jesús da a entender que esos fariseos que le avisan de los propósitos de Herodes eran en realidad emisarios del mismo rey. Por eso, les dice: Id a decirle a ese zorro: «Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término. Pero hoy y mañana, y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén». ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía.
La respuesta de Jesús es contundente. Está determinado a morir; y para un hombre que se mantiene firme en su determinación de llegar hasta el final no hay obstáculo que le pueda impedir seguir caminando por la senda trazada. Ni siquiera los poderosos de este mundo lograrán que dé marcha atrás y desista de su empeño. Por eso Jesús, después de haberle calificado de zorro, les dice que le comuniquen que él seguirá haciendo lo que ha hecho hasta el momento, curar y echar demonios; y lo seguirá haciendo hasta que llegue a su término, que no es el término fijado por Herodes (el que lo busca para matarlo) o los fariseos, sino el fijado por su Padre. Además, como no cabe que ningún profeta muera fuera de Jerusalén, él seguirá caminando y misionando hasta alcanzar esa meta en la que encontrará su término.
Las palabras de Jesús revelan que era plenamente consciente de lo que le esperaba, conforme a la voluntad del Padre. Se encamina hacia Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas, y él también es profeta, y más que profeta; por eso presiente que esa ley inexorable se cumplirá también en él. Pero no por matar a los profetas y apedrear a los que llegan a ella como enviados de Dios, Jerusalén se hará digna de su desprecio. Al contrario, merece su consideración, aunque reconoce con pena la ruina que le espera. Muchas veces ha querido reunir a sus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos, en una sola congregación (=Iglesia), pero no se ha dejado. Son expresiones que rezuman tristeza y dejan una sensación de fracaso: ha querido, pero no ha podido; y es que no todo depende de su querer. Será el Espíritu del Resucitado el que vaya realizando esta labor de congregar a los hijos dispersos en una sola Iglesia, completando así la tarea iniciada por Jesús.
Pero, entretanto, esa casa que representa Jerusalén, la casa de Israel, se quedará vacía. En esta premonición hay una profecía de alcance desconocido. El rechazo de Jesús, el enviado de Dios a la casa de Israel, tendrá sus consecuencias; hará de ella una casa desierta, deshabitada, a semejanza de una mansión abandonada a su suerte, de la que se irán apoderando las malas hierbas, el detritus de las aves, la erosión del tiempo, el aire y el agua y la ruina progresiva. Y añade: Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: «Bendito el que viene en nombre del Señor».
Jesús anticipa ese día en que será recibido con aclamaciones y vítores a las puertas de Jerusalén como el Bendito del Señor que viene en su nombre. Será un momento de reconocimiento mesiánico que muy pronto se verá ensombrecido por gritos de condena a muerte, gritos que acabarán sofocando las aclamaciones con que le abrirán paso sus seguidores en su entrada triunfal en Jerusalén. Pero, como él mismo había predicho, si Jerusalén es la ciudad que mata a los profetas, con Jesús no iba a hacer una excepción. Jesús también sabía que al entrar en Jerusalén entraba en la ciudad donde iba a consumar su misión, donde iba a encontrar la muerte; pero esta conciencia no le impide seguir adelante en sus propósitos; al contrario, cuanto más cerca está del término, más decidido se halla de llegar hasta él. Su encomiable firmeza contrasta con nuestras vacilaciones y volubilidad.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística